A 50 años el crimen aún pesa. El golpe de Estado como la anulación del futuro.

A 50 años el crimen aún pesa. El golpe de Estado como la anulación del futuro.

Por:  Nec Plus Ultra (Pablo Jimenez Cea) et Colapso y Desvío (Amapola y Nueva Icaria).

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«Existen dos chiles: la superestructura, con el parlamento, la contraloría… claro ahí se vive un proceso, ese es el falso. El otro se vive entre la gente desde abajo, y que no puede avanzar. […]

¡No exagero! La lucha de clases hace rato que ya comenzó en Chile y la superestructura se hizo para desmovilizar una clase».

Metamorfosis del jefe de la policía política, Helvio Soto, 1973.

 

Introducción:

No podemos ir al hueso sin dar una pequeña introducción a modo de carta de intenciones. Cada 11 de septiembre las redes sociales, la prensa, las calles, y diversas formas de expresión de narrativas, se plagan de discursos, consignas y lecturas de lo ocurrido hace ya 50 años, en una mañana en que las fuerzas armadas del Estado se volcaron contra quienes lo conformaban en ese momento, y extendieron una mano necrofílica y genocida que ya había extendido su espectro en nuestro territorio. Curiosamente, y no es de extrañar, en esta fecha se enaltecen posturas pro-allendistas, anti-violencia, o enalteciendo este “retorno a la democracia”. Nosotros daremos mil pasos al costado de esas posturas. Porque, de partida, recogemos la experiencia de quienes, habiendo vivido el proceso de la UP, los Cordones y, posteriormente, la persecución y el exilio, no consideraban a Allende como un comunista, sino como un reformista que buscó una conciliación entre las clases, muchas veces apelando a reprimir procesos de insurrección popular y espacios autoorganizados. Tampoco exaltaremos discursos anti-violencia, porque cotidianamente somos víctimas de la forma de violencia que se instaló desde el dogma ético neoliberal, y el modo de reproducción social capitalista. Mucho menos haremos carnavales y celebraciones de un regreso a la democracia, porque esta democracia ha sido, mediante su pacifismo, la forma por excelencia que ha nutrido y fortalecido el entretejido del Capital.

Por el contrario, pretendemos aportar justamente con una lectura distinta de este proceso, no apelando al 11 de septiembre como el momento de inicio de un desastre histórico sin precedentes, sino también analizando sus instantes previos, tan necesarios para la comprensión de un ánimo colectivo que se encontraba calentando motores mucho antes del gobierno de la UP, y que no detuvo su curso por completo, pese a la amenaza de muerte y a la instalación a perpetuidad de un estado de emergencia en el que nos encontramos hasta el día de hoy.

Nuestra intención no es criticar a quienes, en el pasado, y con todo lo que esa comprensión estética implica, actuaron de determinadas formas, que podemos cuestionar, y de las que podemos aprender para aplicar distintas estrategias en el presente. Nuestra intención es criticar a quienes aún hoy en día hacen espectáculo desde consignas que, simplemente, carecen de cualquier sentido. Esta fecha no es una iglesia ni un mausoleo con figuras a las que rezar. Es para recordar que esa mano necrofílica sigue sobre nuestras vidas.

  • El descuido de las capacidades del proletariado.

Contrario a lo que se quisiera sostener a cincuenta años del golpe, los esfuerzos teóricos por comprender realmente la naturaleza de este y de los procesos que interrumpió criminalmente en general han sido insuficientes —sin referirnos con esto únicamente al proyecto de la Unidad Popular, puesto que ese gobierno fue un elemento central en la represión del poder popular previo al 11 de septiembre—. Los pocos abordajes críticos a la altura de una comprensión general del proceso que se han hecho son unas cuantas excepciones que no se han comentado lo suficiente y que, por sí mismos, no han sido capaces de desmitificar el “experimento chileno” del socialismo y las reivindicaciones que hace religiosamente la izquierda de su falso contenido.

Si existe algo en común entre estos esfuerzos, aún con los genuinamente aportadores, es que se ha tendido a subestimar al proletariado y, en específico, a su consciencia sobre el periodo, reduciéndolo, en el peor de los casos, a una simple masa uniforme que seguía ciegamente los designios de sus partidos y defendía sus intereses por sobre todas las demás cosas. Esta reducción histórica es una tendencia que ha continuado hasta nuestros días y envenena los acercamientos intelectuales y partidistas del último periodo de revuelta global aún en curso. No obstante, constatar la no-identidad entre la clase obrera y sus partidos no implica caer en una mistificación ideológica de signo contrario, o sea, una visión que pierda de vista el contenido de la praxis social de la clase y su autoafirmación como el terreno sobre el cual se desplegó su potencial emancipatorio pero, también, las tendencias que permitieron su derrota histórica.

En lo que respecta al periodo en el que se enmarca el golpe de Estado, cuando se habla de las diversas experiencias germinales de autoorganización que fueron detenidas con este, se sostiene bien su superficialidad y poca relevancia, o se les adjudica como un logro de los Partidos políticos, ignorándose el carácter de estas experiencias que podríamos denominar apartidistas o difusas, y que, si bien fueron incapaces de liberarse por completo de las formas ideológicas que surgían necesariamente sobre la base de su afirmación como clase, tenían una práctica colectiva que negaba y sobrepasaba los marcos represivos de un gobierno que, inmerso en un proceso de modernización capitalista que requería la sumisión de la clase obrera y campesina, constantemente lanzaba iniciativas para reprimir los potenciales emancipatorios del poder popular. Carácter emancipatorio que, sin embargo, no se separaba del contenido históricamente específico de la praxis de la clase, de su obrerismo, de su ethos del trabajo y su reivindicación al mismo, pero que por medio de ese despliegue en actos permitía entrever una superación posible del entramado de socialización capitalista.

Se requiere, por tanto, captar el carácter contradictorio de esa praxis que, mediante la afirmación de la clase y la gestión obrera del proceso de producción capitalista, sentaba no sólo los fundamentos de una emancipación social radical posible, sino también el terreno de su propia derrota. Ciertamente, la dialéctica de revolución y contrarrevolución en Chile tuvo como terreno la afirmación de la clase obrera como clase obrera en el seno del modo de producción capitalista. Fue, por consiguiente, en el terreno de su afirmación como clase del trabajo que fue derrotada como clase del trabajo, y es ahí donde ha de buscarse el vínculo entre la praxis social de la clase obrera y campesina chilena y la represión de su potencial emancipatorio por los partidos de la UP y el gobierno de Salvador Allende, que se escondía en ese momento bajo reformismos aburguesados bajo la excusa de aligerar la tensión sociopolítica que se vivía en ese momento y, con ello, aligerar las posibilidades inminentes de una guerra civil y de clases. Por otro lado, es también sobre ese fundamento práctico que era posible la autonomía de la clase, el “poder popular” —que se manifestó tanto en la toma y ocupación de centros productivos industriales como en la esfera de la circulación y conformación de espacios autogestionados a nivel territorial— sólo podía encontrar su liberación del Capital, en ese determinado contexto sociohistórico del desarrollo de la civilización capitalista, sobre la base de su propia afirmación como clase del trabajo, como autonomía de la clase obrera frente al Capital. Es esta contradicción en actos la que más ha costado desmitificar, y es la aprehensión unidimensional de esa praxis colectiva la que ha llevado a unos a afirmar y mistificar acríticamente el obrerismo, y a otros a identificar esa praxis con el gobierno de la UP y su proyecto histórico de modernización del Capital, obviando el hecho de que este desarrollo sólo se puede realizar a costa del expolio de la clase obrera.

 

  • Antecedentes de la lucha de clases y el surgimiento de la crítica radical.

Si bien la radicalización de la lucha de clases que posibilitó la emergencia de estas manifestaciones de autonomía puede rastrearse desde hace décadas, hacemos un especial énfasis en las que surgieron previo al triunfo electoral de Allende y que continuarán desarrollándose —bajo otras formas muchas veces— hasta el golpe de Estado, y después de este.  Nos referimos con esto a la huelga general de 1967, al alza de las tomas de terrenos y ocupaciones de fábricas y al surgimiento de pequeñas organizaciones de ultraizquierda que encontrarían su fin de la mano con el de la vía chilena al socialismo —aunque es, no obstante, el resultado histórico de un proceso más amplio de luchas, experiencia y autoorganización de la clase en el marco del proceso de modernización capitalista en Chile—.

Esta radicalización se trata de un desarrollo histórico que no puede ser aprehendido como el desarrollo de una dialéctica linear de carácter evolutivo, puesto que ocurre en el interior del desarrollo siempre contradictorio de la dialéctica de la mercancía, como un momento del despliegue efectivo del entramado de socialización capitalista y como una expresión de crítica inmanente —esto es, posibilitado por el propio carácter contradictorio del desenvolvimiento de la forma capitalista de las relaciones sociales—.

A este respecto, el desarrollo de la lucha de clases en Chile tuvo como terreno, a partir de la década de 1930, el proceso de modernización capitalista de Industrialización por Sustitución de Exportaciones, forma específica de transición hacia el modo de producción capitalista desarrollado de las periferias del mercado mundial, y en particular de América Latina. Sobre la base de este desarrollo emergió una clase obrera autoorganizada en la forma de partidos políticos y organizaciones obreras —que abarcaban desde lo político hasta la esfera de la cultura— que disputó una serie de luchas que apuntaban no sólo a la mejora de las condiciones materiales de la clase del trabajo, sino que permitieron la emergencia de un horizonte de superación de las relaciones sociales capitalistas que tenía como contenido la afirmación de la clase obrera en el interior del modo de producción, o sea, la conquista del poder social y la autonomía de la clase por medio de su apropiación del entramado productivo del Capital y la tierra. Esto implica, como ya se ha dicho, la contradicción de que al afirmar el trabajo como trabajo se afirma también necesariamente el Capital, pero en el marco de la transición global de la dominación formal a la real este era precisamente el contenido necesario de la praxis social de la clase obrera, y el único terreno sobre el cual se podía plantear el desarrollo de un proyecto efectivamente posible de emancipación social.

Constituye, por tanto, un error de carácter normativo trasladar nuestras concepciones actuales de la emancipación social en el capitalismo posmoderno de crisis a la época en la que comenzaba a colapsar el fordismo y el movimiento obrero. Sobre todo, es un error brutal el pretender exigirle a otra época que cuenten con las técnicas y herramientas con las que se cuenta en el presente y que respondan a su contexto a partir de nuestros propios aprendizajes. Cada época hace lo que considera que es revolucionario a partir de su carácter situado, con sus aperturas y limitantes. Que hoy la revolución social se nos presente —en determinados sectores— como crítica práctica de la forma mercancía de las relaciones sociales, como una emancipación que emerge sin periodo de transición, es precisamente porque hoy el despliegue contradictorio del Capital se ha desconectado crecientemente —aunque sin hacerlo completamente— de la reproducción global de la clase obrera.

Las condiciones que hicieron posible el poder popular en Chile, los consejos obreros de las primeras décadas del siglo XX o la huelga general de mayo del 68 ya no existen, y es precisamente por medio de ese desarrollo que culminó con una reestructuración global del Capital, que hoy nuestro punto de vista actual puede desentrañar el impasse de la praxis obrerista. En efecto, hoy las luchas de clases no manifiestan ya la afirmación de la clase ni una apología al trabajo, sino su negación; pero es erróneo pensar que por esto mismo la praxis de la clase obrera chilena estaba condenada a priori a ser derrotada por el reformismo y la reacción cívico-militar. Muy por el contrario, la afirmación de la clase obrera y el poder popular eran los marcos necesarios para la ruptura con la dictadura del valor sobre la base de la autonomía obrera. Que haya sido derrotada sobre ese mismo terreno no implica afirmar la necesidad de su derrota, sino más bien mostrar que otro futuro fue posible, que ese otro futuro fue frustrado por medio de una contrarrevolución en nombre del trabajo, primero, y, luego, por el despliegue del terror más abyecto. Uno que por cierto continúa en nuestros días, bajo nada menos que la forma espectacular de la democracia.

Comprender las causas que truncaron ese otro futuro realmente posible es una necesidad de primer nivel cuando se cumple medio siglo del inicio de la contrarrevolución capitalista en Chile, porque es por medio de esa aprehensión que se pueden comprender las líneas determinantes que subyacen al desarrollo histórico de los últimos 50 años y, con ello, la posibilidad de descarrilar su perpetuación. Si entendemos el golpe de Estado, así como el posterior despliegue de la más cruenta barbarie durante la Dictadura, —que encuentra su continuación con la “transición”— como intentos por extirpar violentamente la posibilidad de superación del sistema productor de mercancías y, simultáneamente, de instalar sus cimientos sobre nuestros cadáveres, damos cuenta del verdadero carácter de este crimen —o al menos en buena parte. En tanto el “exorcismo del fantasma de un mundo que puede ser libre”[1] —en los términos que propone Herbert Marcuse—, este carácter en el que hacemos mención demuestra una continuidad entre las diversas formas de administración del capitalismo, como el perfeccionamiento histórico y esa actualización epocal de este intento por anular todo futuro distinto al Capital.

El último periodo de revueltas globales, pero en concreto la chilena, se expresa como la evidencia de que este “exorcismo” no fue capaz por sí mismo de anular toda forma de configuración alternativa. La herencia dictatorial contenida indistintamente en los partidos que conforman la democracia partidista y toda administración del capital se expresa en la continuación del exterminio sistemático de toda expresión radical contra el capitalismo. Urgiendo devolvernos a la célebre máxima de Benjamín: ni los muertos estarán a salvo si el enemigo vence, y ese enemigo no ha dejado de vencer. La marcha, hasta ahora imparable, de la catástrofe capitalista continúa apilando ruinas y víctimas en Chile, y lo ha hecho tanto a través de Allende como de Pinochet, y lo sigue haciendo con el gobierno de reestructuración capitalista y contrainsurgencia de Gabriel Boric.

 

  • De los 60s a los 70s: dialéctica de reinvención y agotamiento.

La radicalización de las luchas de clases a partir de finales de la década de 1960 iba en la práctica necesariamente a contrapelo del proyecto de la burguesía nacional que encabezó en su momento el gobierno de Frei Montalva —la modernización capitalista exigida por el contexto mundial—. Una entrevista de la revista Punto Final a los obreros de COOTRALACO en el año 1969 expresa las conclusiones más avanzadas de la época respecto a la radicalización de las luchas sociales de la clase obrera y campesina en Chile:

“A quienes dicen que el verdadero objetivo de los obreros es elegir un “gobierno popular” el 70, nosotros les respondemos que los trabajadores YA están eligiendo SU gobierno, que ya le están disputando el poder a la burguesía a nivel de industrias. Por lo demás, el único poder en Chile capacitado para hacer justicia al pueblo no es un gobierno A ni un gobierno B, sino el propio pueblo organizado. (…) No creemos que multiplicando industrias controladas por obreros se llegue al socialismo. Aún más, la experiencia indica que los obreros, al mantener este movimiento, comprenden la esencia reaccionaria del Estado burgués al comprobar en la práctica la actitud del gobierno hacia ellos. Lejos de creer en un tránsito pacífico, se van dando cuenta que la única manera de arreglar las cosas es acabar con este estado mayor de la burguesía que es el gobierno”

Sin embargo, Allende y la coalición de partidos que conformaron la Unidad Popular,  serían la continuación programática del proyecto de modernización capitalista —aunque desde la perspectiva y la praxis del enaltecimiento del trabajo, de una gestión estatal del capital, siendo, en el fondo, una expresión vívida del capitalismo de estado propio de quienes se autodenominan “gobiernos comunistas”—, constituyéndose en los guardianes del estado mayor de la burguesía que es el gobierno. Y, aunque el primer año de ese gobierno estuvo marcado por una serie de mejoras materiales en las condiciones de la sobrevivencia de la clase obrera, particularmente mediante aumentos salariales, la ofensiva de la burguesía en el año 1972 mostró que el gobierno de la Unidad Popular dirigido por Allende no traspasaría el marco de las relaciones sociales capitalistas, y que iba a reprimir con todos los instrumentos a su alcance las expresiones autónomas del naciente poder popular.

En efecto, la emergencia del poder popular en el marco de la coyuntura abierta por el paro insurreccional de la burguesía, tuvo como consecuencia que el gobierno de Allende mostrara abiertamente su compromiso con el proyecto de modernización capitalista, tanto por medio de la puesta en marcha de mecanismos clientelares dirigidos a someter a la clase obrera a los procesos de producción de mercancías, pero también mediante la represión abierta a la autonomía obrera que comienza con la integración de los militares a su gobierno en noviembre de 1972. Expresiones de esta modernización se pueden mostrar en el interés y posterior inversión de Allende en el proyecto Cybersyn, en donde se podía visibilizar un esfuerzo en torno a la automatización del trabajo de la mano de la informática y la cibernética, con ayuda de especialistas de Rusia; un proyecto multidisciplinario, innovador, y que podría haber tenido objetivos mucho más revolucionarios que aquellos que tuvo, marcado tanto por los límites del momento histórico, como por las inclinaciones obreristas y reaccionarias del gobierno: conectar mediante computadoras a todas las fábricas, que serían controladas por trabajadores, y que podrían hacer una actualización constante de los procesos de producción, con la finalidad de que esa información fuese almacenada y estudiada para optimizar dicha productividad.

Pero el poder popular demostró con su surgimiento que era posible una otra forma de reproducción de la sociedad, puesto que al tomar en sus manos la producción, circulación y distribución de productos —incluso aunque lo hiciera dentro de los marcos de la forma mercancía, pero tensionándola— demostró en actos la potencialidad real de una superación del Capital como forma de las relaciones sociales mediante la implementación de estrategias de logística y distribución. Y este potencial surgía, precisamente, sobre la base de la radicalización de la lucha de clases por la vía de la afirmación autónoma de la clase obrera, autonomía que se expresa en la masificación de experiencias comunitarias que resultaron del movimiento de las tomas de fábricas, fundos y terrenos, ocupación de los medios de producción por los productores, “expropiación de los expropiadores”, que tendió a orientar la producción social no hacia la acumulación de capital, sino hacia la satisfacción directa de las necesidades de la población. Los Cordones Industriales y Comandos Comunales, que surgirían en octubre de 1972 para colapsar bajo el terror desatados por los generales de la UP el 11 de septiembre de 1973, hicieron emerger efectivamente formas de organización autónomas resultantes de las necesidades mismas de la revolución, formas de organización que tendían a desbordar las formas fetichizadas de praxis social yendo, sobre la base de las relaciones capitalistas, más allá de ellas.

Mientras los Cordones Industriales se trataban de órganos de poder popular, que agrupaban a obreros de varias fábricas ubicadas en una misma extensión territorial, los comandos comunales que surgieron durante el paro patronal de octubre de 1972, agrupaban a una vasta variedad de organismos, que a diferencia de los cordones no se limitaba a los obreros, sino que coordinaban a estudiantes, campesinos, pobladores y los obreros. La clase trabajadora junto a las distintas capas explotadas estaban unidas territorialmente, lo que llevaba a tener composiciones y programas distintos entre los comandos comunales. “Su objetivo es coordinar todas las acciones que se emprendan en la comuna para vigilar, prevenir el sabotaje, asegurar la distribución de alimentos y bienes esenciales, el transporte, el abastecimiento de materias primas, etc, y en este sentido toman decisiones, planifican el trabajo, distribuyen responsabilidades, etc. es decir, ejercen realmente una determinada cuota de poder llegando a ser verdaderos organismos de poder en el seno de las masas”[2].

El descuido de las potencialidades emancipatorias del movimiento proletario y en concreto a las diversas capas explotadas que lo conforman, lleva a la absurda idea de que no existió una tendencia radical que criticara tanto la política conciliadora de clases de la UP —y de Allende en particular—, como también las derivas reformistas del MIR y más organizaciones que si bien no conformaban oficialmente parte de la Unidad Popular, no supieron romper con sus políticas hasta cuando su apoyo ya no les era beneficioso.

 

 

  • El carácter de la crítica radical.

La absurda idea tan compartida sobre la ausencia de una tendencia crítica, se fundamenta en la aparente inexistencia de grupos que se ubiquen más allá de la retórica leninista y sus variantes en la época (Guevaristas, Maoístas, Trotskistas, entre otros), esto a causa del menoscabo de los sectores que históricamente representaron supuestamente el ala más radical del movimiento obrero durante comienzos del siglo xx, como es el caso del anarquismo —aunque no esté únicamente reducido a este— que de manera progresiva desde la década de los 60s sufrió de un deterioro que lo llevó a ser reducido entre el 1970 y 1973 a unos cuantos intentos infructuosos de organización que pasaron casi imperceptibles en el panorama político de la época. La incapacidad del anarquismo de reinventar las formas políticas de la época, y organizarse en torno a una propuesta propia, —cuestión que llevó a su disgregación en diversos colectivos de poca relevancia o bien su absorción por organizaciones con una tendencia mayoritariamente leninista (véase FTR y CUT)—, es consecuencial al agotamiento histórico del anarquismo clásico como planteamiento revolucionario autorreflexivo y crítico con las categorías esenciales del capitalismo. Entonces, si la crítica radical a la administración de Allende y la llamada “vía chilena al socialismo” no vendría de quienes se tenía históricamente acostumbrados, ¿de dónde es que esta crítica surgió?

La búsqueda ciega de la auténtica radicalidad del periodo lleva a creer encontrarla en las organizaciones de guerrillas como la VOP, ELN u otros grupos de ultraizquierda —visión que está marcada por el culto a la violencia propia de la subjetividad capitalista—, y es perder de vista que la emancipación social radical, esto es, la superación colectiva del modo capitalista de producción, sólo podía surgir en aquel entonces sobre la base de la autonomía obrera y campesina que emergía desde las propias relaciones mercantiles, y es sólo en ese contexto que cabe hablar de la radicalidad de la violencia. Pero lo que hace radical a la violencia no es su capacidad de dar muerte a los enemigos de clase, sino su capacidad para acompañar la potencialidad de ruptura con la forma capitalista de la reproducción social.

En caso contrario estaríamos hablando de formas fetichizadas de violencia irreflexiva, que realizan una verdadera práctica misántropa, un odio sin sujeto que termina por expresarse en la destrucción no solo del orden capitalista, sino que de la humanidad en su conjunto. Una violencia como fin en sí mismo. Deriva acéfala a la que hoy estamos tan acostumbrados a ver en grupos que se dicen radicales, cuando solo son continuación de las lógicas suicidas del Capital.

Los ejemplos de la crítica más consciente al proyecto de la Unidad Popular — que contó durante la mayor parte de su existencia con una ambigua colaboración del MIR, y surgiría paradójicamente dentro de estos mismos, al interior de sus propias bases, en las fábricas, campos y poblaciones. Nos referimos a dos aspectos de tendencia crítica al proceso “socialista”: primeramente, con sectores de proletarios apartidistas que siempre miraron con recelo y rechazo el proceso, y que marcaban una diferencia en las discusiones en los Cordones y Asambleas por tensionar las posturas de apoyo al gobierno de Allende, porque contemplaban que una revolución jamás consistiría en este espíritu estatización expansivo que se estaba dando; y el segundo aspecto el proletariado que se posicionaba desde trincheras mucho más radicalizadas y, a veces, des-ideologizadas, ya que se conformaba también por personas que, desilusionadas del despliegue de los partidos de izquierda en los que militaban, los abandonaron, sin abandonar por esto los espacios de organización de clase —por ejemplo, de este tipo de obreros  obreras fue que surgió entre 1971-1976 la experiencia del periódico Correo Proletario—. Al contrario de lo que gustaría sostenerse por organizaciones informales abocadas al culto al fuego y la violencia, la radicalidad residía en la misma autonomía de las clases oprimidas en el poder popular, radicalidad que se expresaba en su rebelión práctica contra el carácter capitalista de la reproducción social. A manera de un excedente que tensiona y rompe hasta cierto punto con las políticas regresivas de sus dirigencias y, por consiguiente, con el marco mismo de la forma mercancía.

Se tratan de verdaderos momentos de genialidad creativa por buscar e inventar formas de organización autónoma y praxis acorde a sus necesidades, que no podían ser resueltas a través de la mera administración estatista del sistema, sino que únicamente con su superación —se trata por tanto de la generalización de esta comprensión que ya venía previamente expresada por los trabajadores en 1969—. Tal situación demuestra que la importancia reside no en los nombres y etiquetas ideológicas por las que se pueda identificar el movimiento revolucionario, sino más bien en su contenido, en tanto la abolición del sistema de clases. Por tanto la aparente ausencia de las formas por la que hasta ese entonces históricamente había adoptado el “ala más radical” del proletariado, —véase tal y como mencionamos al anarquismo— no significa más que el agotamiento de estas formas particulares de lucha, más nunca la falta de una crítica radical.

Ahora bien, esta negación práctica a la burocracia burguesa tuvo como respuesta el rechazo transversal de los administradores del capitalismo. Esta práctica que, como expresamos, no podía contenerse en la vía institucional, adoptó progresivamente diversas formas de acción directa que eran excluidas de su fundamento político, para ser reducidas por los medios de comunicación y políticos a meras expresiones criminales de violencia ciega, permitiendo ser tachados de provocadores y lumpens por la partidocracia de la época[3]. No es raro hasta el día de hoy hallar militantes del Partido Comunista que nieguen sin ápice de vergüenza la existencia de los Cordones Industriales, de los Comandos Comunales u otros movimientos de ocupaciones que se realizaban más allá del control de Allende y las dirigencias de los Partidos.

Esta conciencia, aunque con una expresión aún parcial dentro de las capas del proletariado, les hizo capaz de no sólo reconocer en la vía chilena su verdadero carácter modernizador del capitalismo en la región, en concordancia con las experiencias paralelas del resto de países (véase el curioso caso de Perón en Argentina), sino también como el camino que transitaba este proceso hacia la más cruenta de las carnicerías. En los momentos donde la gran burguesía nacional en colaboración con Estados Unidos demostraba abiertamente sus intenciones y el nivel de sus fuerzas, el proletariado así mismo, expresaba con mayor libertad sus capacidades no solo para defender la vía chilena al socialismo, sino que en emprender la suya propia. El paro patronal de octubre de 1972 que amenazó con desestabilizar económicamente al país tuvo la respuesta autónoma de los trabajadores, que no necesitaron de instrucciones para responder a sus propias necesidades organizativas, asegurando el transporte, el acceso al alimento y la ocupación de las fábricas paradas.

Los trabajadores según se relata en la primera edición de correo proletario publicado poco antes del golpe, negociaron retomar al trabajo directamente con el gobierno con la exigencia de 9 puntos que asegurasen entre varias cosas el derecho de los trabajadores al “servicio social, derecho a jubilarse, a tener casa propia, conseguir becas, para los estudiantes hijos de transportistas, en la universidad”. Un importante hito estrechamente relacionado al paro patronal fue la multiplicación de los cordones industriales, órganos de poder popular que vieron luz por primera vez solo meses antes del paro. Mientras tanto el gobierno resolvía para noviembre de ese mismo año nombrar a miembros de las Fuerzas Armadas como ministros de Estado, despejando el camino hacia el Golpe[4].

La existencia de los cordones industriales y comandos comunales también fueron polemizados por el gobierno y sus representantes, que ante la imposibilidad de negarlos, trataron de volverlos órganos burocráticos dependientes del gobierno y en específico de la CUT, —que hasta entonces había gozado de ser la Gran organización de los trabajadores por la que el PS y el PC se disputaban su control—. “Al decir que el poder popular debe depender del gobierno, incurre en una flagrante contradicción anti-obrera, pues, si no debe haber dualidad de mandos, la clase obrera queda en manos de esa misma institucionalidad que permite la destitución “legal” del gobierno. Apoya así los conceptos de Figueroa, en el sentido de subordinar todos los órganos autónomos de la clase obrera a las directivas de la burocracia de la CUT”[5].

“La polémica sobre los cordones industriales y la CUT no era, a juicio nuestro, debida únicamente a diferentes concepciones políticas: ambas organizaciones representaban a sectores sociales diferentes. Los cordones integraban a los obreros de la pequeña y mediana industria, semi-artesanales y artesanales, que carecían de organización sindical y que, en consecuencia, no estaban afiliadas a la CUT. Sus objetivos no eran estrictamente sindicales, entre otras cosas porque técnicamente no podían ser sindicales. Antes de ser integrados a la CUT, eran ilegales o no legales y, en consecuencia, tenían una mayor libertad de movimiento. Funcionaban sobre las bases de la democracia directa, hecho posibilitado por la proximidad geográfica de los lugares de trabajo, lo que al mismo tiempo permitía mantener asambleas permanentes. No siendo una democracia delegada ni teniendo objetivos especificados, sus dirigentes eran revocables y rotaban constantemente, etc. El Partido Socialista apoyaba a estas organizaciones y consideraba que sólo a través de ellas se aseguraría la hegemonía y la dirección de la clase obrera sobre el movimiento revolucionario, aunque no había un acuerdo absoluto entre las diferentes tendencias”[6].

El resto de las decisiones tomadas por la Unidad Popular durante su último año de gobierno, sólo afianzaron la inminencia de una sangrienta “Dictadura gorila” en la consciencia de los trabajadores, muchos de ellos reconociendo esta situación asumieron la necesidad de la defensa armada del proyecto, el que aún reconocían para ese entonces como suyo. La polémica ley de control de armas llegaría para negarles también esta posibilidad, la de defenderse de sus verdugos. Esta ley estaba fundada sobre todo como una forma recrudecimiento de las medidas represivas y de desarticulación de los gérmenes insurreccionales y de autoorganización que venían ocurriendo en los dos últimos años del gobierno de Allende. El ajusticiamiento a Pérez Zujovic en 1971 fue el justificativo de la Democracia Cristiana (DC) para exigir esta ley y extinguir todo grupo insurreccional que pudiese tensar el normal funcionamiento del estado de las cosas, ambas cuestiones fueron asumidas inmediatamente por el gobierno de la UP.

Poco antes del golpe figuras como Altamirano, entre otras que durante todo el gobierno tendieron a un ambiguo “apoyo crítico” realizaron irresponsables declaraciones sobre la proximidad de un conflicto armado, que con el tiempo se demostró más bien como un intento desesperado por salvar su propio cuello apelando a la fuerza de un ficticio “pueblo armado” que “avanzaría sin transar” en la defensa de la vía chilena —y por tanto del propio Altamirano—, que de la posibilidad real de derrotar a los golpistas y mantener a flote el gobierno. El conocimiento de este de la falta de apoyo que tendría Chile por parte del resto de “países socialistas” al alero de los soviéticos y chinos, —que terminaron por cansarse de observar el experimento de Allende y la UP— sólo lo hace más delirante. De ahí que no sorprendiese que años después, terminase por arrepentirse de sus declaraciones y apoyar la “tesis de los dos demonios”, uno a la izquierda y la derecha que ocasionaron conjuntamente el golpe de Estado.

Serían los mismos cordones industriales los que darían una última advertencia[7] a Allende sobre la inminencia de un Golpe de Estado, que ya era más que obvio para ese punto, a través de una carta enviada solo un par de días antes del 11 de Septiembre… el cómo resultó este intento es previsible sabiendo el destino que tuvo Chile.

“Ha llegado el momento en que la clase obrera organizada en la Coordinadora Provincial de Cordones Industriales, el Comando Provincial de Abastecimiento Directo y el Frente Único de Trabajadores en conflicto ha considerado de urgencia dirigirse a usted, alarmados por el desencadenamiento de una serie de acontecimientos que creemos nos llevará no sólo a la liquidación del proceso revolucionario chileno, sino, a corto plazo, a un régimen fascista del corte más implacable y criminal […] tenemos la certeza de que vamos en una pendiente que nos llevará inevitablemente al fascismo” (La cursiva es nuestra).

 

  • La vigencia del terror.

A medio siglo de desatado el terror de las clases propietarias y del capital sobre el poder popular, hablar de justicia sólo puede significar lo siguiente: abolición de las condiciones que hicieron posible la barbarie, las torturas, el terror, las desapariciones y tantas otras crueldades sin límites. Y esas condiciones hoy están más vigentes que nunca, porque son las condiciones creadas por la propia sociedad capitalista y la lógica destructiva propia de la mercancía como forma de la reproducción social. Que la barbarie contará no sólo con agentes militares, sino también con miles de civiles dispuestos a la delación, la captura e incluso la militancia activa dentro de los escuadrones de la muerte de la contrarrevolución evidencia que desde hace mucho tiempo antes del golpe en cuestión se venía incubando una contrarrevolución violenta y cruel que contrastaba, en su carencia de límites para el terror, con la radicalidad de la autonomía obrera y el poder popular que en actos creaba los fundamentos de una otra reproducción social emancipada.

Es cierto que el poder popular fue derrotado en su propio terreno de la afirmación de la clase como clase del trabajo, y es en esa contradicción que fundamento su praxis donde pudo moverse la contrarrevolución. En ese sentido, cabe al gobierno de la UP y de Allende achacarle su justa responsabilidad histórica en la masacre de una clase obrera y campesina que sostuvieron con su lucha en pie “el gobierno de los trabajadores”, mientras ese mismo gobierno, con militares incluidos, prepararon paso a paso su derrota histórica. Hoy, por tanto, se vuelve, como resultado de este proceso, posible y necesaria una crítica radical no sólo del paradigma obrerista y marxista tradicional que aún impera en cierta parte izquierda, sino ante todo una crítica radical de la civilización capitalista que señale la abolición del valor, del fundamento básico de la sociedad mercantil, como condición sine qua non de la emancipación social radical; pero esa conclusión, que es nuestro punto de vista actual, sólo ha sido posible por la derrota del poder popular como emancipación social realmente posible y por las condiciones históricas creadas por una contrarrevolución violenta aún en curso —en la medida en que se perpetúa hasta el presente— que configurar el acaecer actual y define el campo sobre el cual debe disputarse el combate por la historia y por la verdad de nuestra época.

[1] Mark Fisher sostiene a partir de Marcuse un argumento similar, donde el realismo capitalista —concepto de su autoría—, como la imposibilidad de pensar algo más allá del capitalismo, tiene su origen con el golpe de Estado en Chile. Si bien estamos de acuerdo con esto, Fisher deriva en una reivindicación reformista y típica de la nostalgia setentista al comprender el proyecto de la vía chilena al socialismo de la UP, como una forma distinta de socialismo soviético que obligó a la burguesía extranjera y nacional a detenerlo por los medios que fuesen necesarios. Nosotros en cambio calibramos esta tesis de Fisher, a lo que fue el real carácter emancipador de este periodo.

[2] H. Cancino, Chile: La problemática del poder popular en el proceso de la vía chilena al socialismo, 1988.

[3] Así quedaba demostrado con las diversas declaraciones oficiales con respecto a la práctica de la Vanguardia Organizada del Pueblo (VOP) por los representantes de la partidocracia. En particular la revista Punto Final (PF) ligada para ese momento al MIR, sostenía lo siguiente: “Sea de una u otra manera PF no puede sino condenar categóricamente que se pretenda mezclar a los sectores revolucionarios en turbias actividades, donde el afán puramente criminal se mezcla con una desorientación abismante respecto al momento que vive Chile.” Punto Final, Año V, Martes 22 de Junio 1971, N°133. Así mismo el periódico Las Noticias de Ultima Hora cercano al PS, dijo al respecto: “Los miembros de la VOP sólo persiguen fines de lucro personal ya que su escasa cultura y su ausencia de conciencia de clase, no les da para más” Diario Las Noticias de Última Hora, 9 de junio 1971. El Partido Comunista no sería menos y se uniría al menoscabo transversal a la VOP con las declaraciones del para ese entonces subdirector de la Policía de Investigaciones de Chile, Carlos Toro que les definía como: “Vagos sin fines políticos. No sabrían qué hacer ni siquiera con una municipalidad de pueblo chico. Sus integrantes eran psicópatas y delincuentes semianalfabetos. Llevaron a cabo cogoteo y asesinatos comunes. Se habían lanzado a la aventura de la violencia y vivían una película de gánsteres”. Ahora, N°14, año 1, 20 de julio de 1971.

[4] Ismael Huerta, marino nombrado ministro de Obras Públicas y Transportes durante la UP sería partícipe del Golpe de Estado, siendo ascendido a vicealmirante y ejerciendo de ministro de Relaciones Exteriores de Chile durante el primer año de la Dictadura.

[5] Correo proletario selección de artículos a 50 años del Golpe. https://colapsoydesvio.noblogs.org/post/2023/09/10/correo-proletario-seleccion-de-articulos-a-50-anos-del-golpe/

[6] Fabiola Jara, Edmundo Magaña, El rol del lumpen-proletariado en Chile (1970-1973), —2&3 Dorm, 2017.

[7] De manera más bien anecdótica se cuenta del intento de grupos anarquistas de repartir el mismo 11 de septiembre manifiestos advirtiendo un levantamiento militar golpista, irónicamente solo pudo quedar en una intención ya que ese mismo día en la mañana serían sorprendidos por el bombardeo a la moneda. Víctor Muñoz Cortés, Sin dios, ni patrones: Historia, diversidad y conflictos del anarquismo en la región chilena (1890-1990), Mar y Tierra Ediciones.

Autor: colapsoydesvio

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