28 tesis sobre la sociedad de clases

28 tesis sobre la Sociedad de Clases.
Por: Amigas y Amigos de la Sociedad de Clases.
Publicado en Kosmoprolet #1 2007.
Traducido por: Amapola Fuentes (CyD)

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Prólogo por Nueva Icaria:

—A ya casi 20 años de la publicación de este texto por Kosmoprolet, reivindicamos su provocador contenido, que se enmarca en la valoración retrospectiva de un siglo completo de luchas, que no teme problematizar con algunas de las más grandes experiencias y figuras del movimiento revolucionario del siglo xx. Las tesis sobre la sociedad sin clases no se limitan a distanciarse solo de las viejas vanguardias leninistas, cuyos creyentes aún perduran hoy a duras penas en espera de un nuevo Trotsky o Lenin, sino que también lo hace de los sectores que lúcidamente desarrollaron la más temprana crítica hacía esta teoría revolucionaria devenida en una receta de la toma de poder (o golpe de estado), pero nunca de una revolución. Así, como lo comprendieron los comunistas de consejos, “la revolución social no es una cuestión de partidos”, pero, si bien con las mejores intenciones se esforzaron por revelar el verdadero rostro de la “vanguardia” como la vana asunción de la dirección sobre las masas “inconscientes”, esta postura anti-bolchevique sería insuficiente en tanto no se hiciera consciente de sus propios errores en los que aún se ve atrapado. La fetichización del proletariado como “sujeto revolucionario” llevó a un importante sector del comunismo de izquierdas de la primera mitad del siglo xx a perpetuar al proletariado en vez de abolirlo, y así también con el trabajo y el valor, categorías esenciales del Capital. Las teorías de la segunda mitad del siglo xx, que reubican el sujeto en distintas personalidades al azar no hacen mejor trabajo que el de los obreristas, y ni hablar de quiénes niegan la posibilidad de la revolución.

Siguiendo de cerca las discusiones del movimiento revolucionario, Lxs Amigas y Amigos de la Sociedad sin Clases retoman las viejas interrogantes pendientes, no para dar respuestas mágicas sino para reformularlas. Si bien no se escatima en confrontaciones, se sabe incapaz por sí misma si no está acompañada por la práctica colectiva, misma que despejara el camino interrumpidos por las elucubraciones de la crítica académica burguesa y los partidos reformistas.

 

 

 

 

I- El desfile triunfal de la Sociedad de Clases sin Clases.

1- El resultado provisorio de la evolución histórica del capital adquiere dentro de sus zonas más desarrolladas los rasgos de una sociedad de clases carente de clases. La disolución del viejo movimiento obrero desembocó en una dependencia generalizada del trabajo asalariado. A pesar de que hay individuos proletarizados por doquier, no hay rastro del proletariado —ya sea como grupo reconocible de personas o como actor colectivo, es decir como negatividad disolvente dentro de la sociedad. Los conflictos laborales que despuntan ocasionalmente no se convierten en luchas de clase en pugna por el futuro de la sociedad, porque el viejo movimiento proletario ha sido integrado completamente en el orden dominante sin que se vislumbre movimiento nuevo alguno.

2- La sociedad de clases sin clases es un producto del antiguo movimiento obrero y del estado moderno. Mientras que en las luchas de clases de los siglos XIX y XX no dejaban de resplandecer momentos de gran alcance, la abrumadora mayoría de los trabajadores se encontraron bien atendidos en organizaciones cuya política, a pesar de toda la retórica revolucionaria, pretendían imponer la emancipación de los trabajadores sobre las bases de la propia sociedad burguesa y con los medios de la misma: con sindicatos y partidos socialistas y comunistas de la II. y III. Internacional que pronto abandonaron principios revolucionarios como el antiparlamentarismo y al fin al cabo fueron estalinizados por completo. Las únicas excepciones fueron las pequeñas minorías radicales como el sindicato de base IWW en los EE.UU., los anarcosindicalistas y los radicales de izquierda dentro o fuera de los partidos socialistas. Así los éxitos del viejo movimiento obrero finalmente disolvieron el entorno proletario en el que estaban anclados; un entorno cuyo corazón indiscutiblemente era la fábrica, pero también clubes deportivos obreros, prensa obrera, barrios obreros, etc. que formaban nada menos que una sociedad independiente dentro de la sociedad burguesa. Aunque la política estatal de bienestar, desde la seguridad social hasta la planificación urbana, ha trabajado deliberadamente para aplastar este entorno —en el caso de Alemania el impacto del nazismo difícilmente puede ser sobreestimado—, su desaparición en todos los países desarrollados se debe principalmente a la capitalización de la sociedad, que permitió a la clase obrera emanciparse de la falta de derechos políticos y de las necesidades materiales. Este desarrollo histórico sólo siguió la «lógica del capital» en tanto que se entienda que esta lógica incluye la lucha de clases.

3- Un aspecto central de esta confrontación es el conflicto en torno a los salarios y la duración de la jornada laboral. Solo la resistencia de los trabajadores obliga a las empresas a disminuir progresivamente la duración de la jornada laboral y socava la abrumadora centralidad del trabajo en sus vidas, sin nunca realmente ser capaces de trascenderlo realmente. Los capitalistas ya no pueden incrementar la explotación, la extracción del excedente de trabajo aumentando la duración de la jornada laboral mientras que la resistencia de los trabajadores al mismo tiempo evita recortes salariales.
El valor de la mercancía fuerza de trabajo más bien es disminuido reduciendo el valor de los medios de subsistencia de los trabajadores. Este incremento del excedente de trabajo relativo significa que la tasa de explotación, la proporción de labores no pagadas a pagadas, puede ser incrementada incluso cuando los trabajadores trabajen menos horas y puedan comprar más con su salario. La marcha triunfal del reformismo está basada en la posibilidad así creada de una reconciliación parcial entre los capitalistas y los trabajadores [resaltado de la traducción], ya que los primeros pueden continuar acumulando sin que los segundos necesariamente pierdan más, dejando de hecho los segundos de ser meros desposeídos. A pesar de que, históricamente, la violencia colonial haya sido de suma importancia para el desarrollo del capitalismo, la riqueza de las sociedades capitalistas desarrolladas no se basa en sobreganancias extraídas de las colonias, es decir en la súper-explotación de los obreros y campesinos en el llamado Tercer Mundo, sino en el enorme aumento en la productividad del trabajo. Los salarios y ganancias no son un juego de suma cero. Igual de ilusoria es la noción contraria de que el estado del capitalismo desarrollado es estable y libre de crisis, generalizable y además de eso, permanentemente expandible, hasta que la sociedad del capital sea transformada en un paraíso obrero. Somos testigos contemporáneos del declive de esta constelación a la que esta ilusión reformista debía su fuerza.

4- Mientras que a nivel económico prevaleció la producción de plusvalía relativa, lo cual mejoró material de la clase trabajadora, a nivel político los proletarios fueron reconocidos como ciudadanos. El Estado de clase de la burguesía se transforma en un ente planificador interclasista de la sociedad, cuya política puede ser determinada —formalmente— por todos los ciudadanos por igual, inicialmente mediante partidos políticos de clase que gradualmente se convierten en partidos populares. Así como el supermercado no distingue entre consumidores burgueses y proletarios, sino que sólo reconoce el poder de compra de los consumidores, la urna electoral sólo conoce ciudadanos. La vida del proletario está crecientemente mediada por el estado —a través de sus leyes de protección laboral y los servicios de bienestar (los cuales son tomados de una porción de salario y de la plusvalía, por lo que recaen en última instancia en la labor de los proletarios), sus construcciones de casas y sus escuelas, y no hay que olvidar, sus programas de inversión y empleo. Contrario al anarquismo —para el cual el estado sólo aparece como un oponente externo, como policía secreta, como prisión, en resumen: como una forma de violencia— las corrientes que se impusieron en el movimiento obrero son las estatistas que aman al estado de fachada proletaria y lo entienden, justamente, como su propia creación. Mientras que el fascismo Italiano se imagina a sí mismo como nación proletaria, los nacionalsocialistas Alemanes declaran el Primero de Mayo como feriado nacional, y los nuevos sindicatos industriales estadounidenses alcanzan su mayor éxito bajo el New Deal de Roosevelt. A la vez Stalin instauró la patria de todos los trabajadores, los cuales tiempo atrás no solían tener patria. Es más que un mero efecto colateral que a la par de estos acontecimientos el control burocrático de la sociedad se haya desarrollado a la perfección. El internacionalismo Proletario y la autoorganización del medio obrero se extinguen al ritmo de la estatificación de la sociedad que culmina con la nacionalización de las masas y las dos guerras mundiales.

5- La crisis económica de 1929 expuso la insensatez de la razón burguesa y trajo consigo un final abrupto de los Dorados años Veinte, caracterizados por el reformismo socialdemócrata. Ante esto, el orden dominante en Alemania se resguardó en flagrantes barbaridades racistas y en la violencia del Estado autoritario. En ningún otro lado se introdujo la sociedad de clases carente de clases de manera más grotesca y bárbara que en el Nacional Socialismo, cuya misión, en palabras de Hitler, era finalmente trascender “la división de clases de la que la burguesía y el marxismo son igualmente culpables.” Precisamente porque el antagonismo entre las clases sociales permanecía intacto, se desplazó hacia los judíos, que eran percibidos simultáneamente como proletarios-internacionalistas así como capitalistas plutocráticos-financieros saboteadores de la comunidad nacional que debían ser combatidos mediante el asesinato en masa.

Sin embargo, detrás de la delirante construcción ideológica —la del “judío” Bolchevique y especulador bursátil, que trata de agitar a los trabajadores alemanes para triunfar sobre la economía nacional— no se escondía la dictadura despiadada del capital sino la intención de integrar a la clase trabajadora alemana al Estado de bienestar racial. Si bien es indiscutible que el Estado fascista inicialmente se dirigía contra el movimiento obrero, es indudable que pudo extender su base de masas a la clase trabajadora. Como supervisores racialmente privilegiados de millones de trabajadores forzados, como tropas de infantería para la guerra de aniquilación alemana, como beneficiarios de la “arianización”, una considerable parte del proletariado alemán fue absorbido por la comunidad nacional, la cual fue en consecuencia percibida por sus víctimas no como una mentira propagandística, sino como un verdadero infierno en la tierra.

Si Hitler no fue un mero accidente, y la guerra de conquista racial-imperialista la última salvación del capitalismo alemán, entonces el fracaso de la clase obrera alemana no radica en su insuficiente defensa de la legalidad contra la dictadura sino en su incapacidad de romper precisamente con el mismo orden democrático que corría a toda velocidad hacia el abismo fascista. La tragedia histórica consistió en el hecho de que los socialdemócratas y los sindicatos, después de propagar el chovinismo social en 1914 y de golpear a las minorías revolucionarias en 1918-19, ahora tenían que ceder a la comunidad nacional de la que a menudo se convertirían en víctimas, y que se asemejaba a su propia concepción de un estado popular en más de un aspecto. Por ende la congregación de los sindicatos con el nuevo gobierno no fue un mero traspié de líderes corruptos. Fue su propio entusiasmo por el “socialismo de guerra” de 1914, por la gestión económica estatal, el trabajo social obligatorio y la unidad nacional –que ahora se volvía contra ellos, pues eran, aunque degeneradas, organizaciones de la clase obrera que ahora debían incorporarse directamente al Estado. Los tiempos de equilibrar los intereses antagónicos habían acabado con la gran crisis económica. Por otro lado, el ala de los comunistas de Partido dentro del movimiento obrero no sólo se había convertido en una organización de desempleados, y por ende; impotente; sino que también estaba cegada por una falsa sensación de victoria —apoyándose en la insípida metafísica de las leyes históricas— y subestimando el inminente barbarismo del Nazismo. Es más, se puede decir que el ala de comunistas de Partido, con sus estructuras autoritarias y estupideces políticas tales como el “Programa por la liberación Social y Nacional de la pueblo alemán” (1930) involuntariamente se fue acercando ideológicamente al Nazismo. Por eso la “aventura nacionalista de la Tercera Internacional en Alemania… es una de las precondiciones para la victoria fascista. Los trabajadores habían sido educados para ser fascistas, porque habían competido durante un periodo de diez años con Hitler por el ‘auténtico nacionalismo’.” (Grupo de Comunistas Internacionales, Holanda, 1935)

6- Aún más fatal para el curso del movimiento proletario en el siglo XX fue que su supuesta gran victoria en Rusia en 1917 progresivamente produjera resultados que eran más aptos para inspirar miedo a la revolución que deseo por ella. La Rusia pre-revolucionaria se caracterizaba por algunas pocas islas proletarias urbanas en medio de un océano de campesinos. La separación de la Revolución Rusa en una fase “burguesa” (Febrero) y una “proletaria» (Octubre) es ideológica. Las revoluciones sociales ocurren dentro del campo de posibilidades ofrecido por las condiciones sociales dadas. Éstas no cambian en el curso de unos pocos meses.
En 1917, la población rusa, bajo el eslogan “Pan, Paz y Tierra” se rebeló contra la brutalidad y el sinsentido de la guerra y sus propias condiciones de existencia. Como soldados en la guerra, campesinos y trabajadores sufrieron el mismo destino interclasista y provocaron el colapso de la disciplina militar en el frente. Los hombres que volvían a casa difundían la desobediencia contra la autoridad por todo el país. En toda Rusia, las relaciones de poder dominantes fueron cuestionadas por consejos obreros, soldados y campesinos. Mientras que una parte radical de los consejos de fábrica rechazaba las estructuras jerárquicas de toma de decisiones y se proponía controlar la producción y la distribución para subsecuentemente establecer una coordinación supraempresarial —lo cual evidencia que existía una corriente comunista en el seno de la clase obrera— los campesinos revolucionarios, en el mejor de los casos, siguiendo la especificidad histórica de los territorios rurales en Rusia, promovían la creación de colectivos autónomos y autosuficientes, lo que habría significado la desaparición de las ciudades y el retorno a las relaciones de producción precapitalistas. Ninguno de estos movimientos fue capaz de garantizar la reproducción social en su conjunto. Debido a que el poder estatal estaba en manos del Partido Bolchevique, la responsabilidad de organizar la supervivencia económica —de forma despótica y contra los obreros y campesinos— recayó en él. Solo una revolución proletaria en el resto de Europa podría haber detenido esta tendencia anti-comunista.

Con la eliminación de los consejos de fábricas y el aplastamiento del movimiento campesino —particularmente la sección liderada por Makhno— las demandas y reivindicaciones radicales no desaparecieron por completo sino que fueron integrados, de forma tergiversada, en la sociedad soviética. El deseo de socializar y transformar el proceso productivo fue aplastado por la nacionalización de las fábricas y la militarización y Taylorización del trabajo. A nivel teórico es absurdo que los trotskistas, que justamente rechazaron la ideología del “socialismo en un solo país”, sostuvieron, sin embargo, la idea de que en la Rusia soviética sólo era necesaria una revolución “política”, porque las relaciones de propiedad ya correspondían a las del comunismo. Sin embargo, lejos de ser absurdo, es macabro que aquellos que en la lucha contra la burocracia estalinista abogaban por la democracia obrera, hayan sido los mismos que años atrás, aplastaron sangrientamente con el Ejército Rojo la resistencia de los campesinos, obreros, y soldados. No obstante, la conmemoración de la rebelión de Kronstadt de 1921 se convierte en mera mitología si enfatiza exclusivamente la demanda de la democracia de consejos contra la dictadura del partido, mientras ignora la no muy revolucionaria demanda del “libre” intercambio de mercancías entre las ciudades y el campo. Inmediatamente después del aplastamiento de la revuelta, esas demandas económicas fueron implementadas por el gobierno bolchevique bajo el nombre de la “Nueva Política Económica” (NEP). En definitiva, el pan para todos —de una baja calidad— fue garantizado mediante la extensión del trabajo obligatorio a toda la sociedad. El acceso a la tierra se realizó mediante la colectivización forzosa dirigida por el Estado mientras lo que se llamaba paz, no era nada más que una brutal represión. Los intereses específicos de la clase fueron convertidos en intereses nacionales. La lucha de clases fue celebrada de forma invertida concentrándose en la gran guerra patriótica y la ideología del antifascismo.

La perspectiva internacionalista de los bolcheviques, sobre todo durante la Primera Guerra Mundial, los ancló en el campo revolucionario. Y en el caso de una revolución proletaria en la Europa Occidental, podrían haber permanecido en el campo revolucionario. Pero el concepto bolchevique del partido, su desconfianza en la posibilidad de una postura comunista de la clase que emergiera de la dinámica de la lucha de clases, ya indicaba, incluso antes de la revolución, un concepto autoritario de comunismo. Pero un burdo anti-leninismo que le da la culpa del fracaso de la revolución exclusivamente al Partido Bolchevique, olvida que también en el caso de los bolcheviques, la existencia social determina la conciencia. Por ello este burdo anti-leninismo no se da cuenta que sigue atrapado dentro una concepción errónea, que cree que una autoridad política omnipotente puede dirigir a voluntad el curso de la historia. Nadie puede decir qué habría pasado si los conflictos sociales hubieran tomado otra dirección. Pero visto desde la perspectiva de los resultados históricos, la dictadura del partido aceleró una de las alternativas permitidas por las condiciones internas y externas en 1917, que puede ser caracterizada como “acumulación primitiva”: la integración social y económica de la masa de campesinos rusos al mercado mundial a través de la industrialización y la generalización del trabajo asalariado. Así, los logros históricos de la Revolución Rusa finalmente consisten en haber establecido un régimen de terror con tintes orwellianos caracterizado por dos factores: el poder soviético y la electrificación.

7- La Revolución Rusa entró en la mitología del movimiento obrero como máximo exponente de la revolución social. Los levantamientos revolucionarios en Europa Central después del fin de la Primera Guerra Mundial fueron impulsados, entre otras cosas, por la ola de entusiasmo que la Revolución Rusa inspiraba. La derrota abierta de las revoluciones en Europa Central y la erosión progresiva de las aspiraciones progresivas en Rusia se condicionaron y reforzaron mutuamente. La aparente paradoja se mantuvo: mientras que en el Occidente capitalista desarrollado las revoluciones proletarias estaban obviamente condenadas al fracaso y solo el reformismo parecía tener futuro, la imagen de un levantamiento violento y exitoso en un país relativamente subdesarrollado se afianzó. Históricamente la Revolución Rusa tuvo una gran influencia. Primeramente como un punto de referencia y manual de instrucción para los impulsos de modernización de los movimientos anticoloniales y antiimperialistas en el Tercer Mundo. Allí, el “Marxismo-leninismo” se convirtió en la ideología de las clases medias radicales y de la intelectualidad radical. La Rusia soviética avanzó al estatus de prototipo para los proyectos de desarrollo nacional de los países periféricos en la era del imperialismo. En Occidente, el Octubre Rojo fue admirado como portador de esperanza, una concepción que ayudó a instrumentalizar a un sector de la clase trabajadora para la política exterior rusa, o bien se utilizó como un elemento de disuasión contra cualquier idea de trascender el capitalismo.

8- Después de la Segunda Guerra Mundial, la idea errónea de que los movimientos de obreros orientados en el Estado se estaban dirigiendo a trascender el capitalismo se evaporaron. Por todo lado las tendencias radicales son aplastadas, pulverizadas y absorbidas. Por muy muerto que estuviera el movimiento obrero como supuesto portador de una nueva sociedad, era aún más poderoso como representación burocrática del proletariado dentro de la sociedad burguesa. Unas pocas décadas de éxito yacen frente a él, tal vez sus mejores décadas, en las que los gobiernos del Occidente libre actúan como la personificación ideal de la socialdemocracia total y los Partidos Comunistas no son más que los socialdemócratas más decididos, los sindicatos consiguen aumentos salariales de dos dígitos y los hijos de la clase obrera ya no terminan inevitablemente en la fábrica en la que sus padres, y a menudo también sus madres, trabajaban arduamente. Los sociólogos declaran el fin de la sociedad de clases.

9- Es puro misticismo analizar el curso del movimiento obrero como resultado de decisiones de “traidores”, es decir, como una historia llena de corrupción que desvió al movimiento del camino correcto. Así como la socialdemocracia germana aniquiló a los espartaquistas en 1918-19, el estalinismo aniquiló la revolución social de 1936-37 en España. Ambos se sustentaron en el apoyo de las masas de proletarios leales. El proletariado no tiene una esencia revolucionaria que todavía no ha podido estallar con toda fuerza, porque hasta ahora siempre ha sido obstruida maquinaciones reformistas. Sólo un movimiento de la inmensa mayoría de la clase asalariada puede revolucionar la sociedad. Pero solo los metafísicos en busca de atención endiosan al proletariado como «sujeto revolucionario». Los proletarios luchan así como son; y hasta el día de hoy sus luchas no los han llevado a superar la sociedad de clases, sino a integrarse cada vez más en ella.
Sin embargo, esta integración no significa que ya no exista posibilidad alguna para la revolución, que, según algunas leyendas, solamente podría haber sido posible durante una supuesta época dorada del liberalismo, cuando obreros furiosos se enfrentaban a magnates industriales, y la industria de la cultura y el Estado del bienestar eran aún desconocidos. Esta historia de decadencia, con su tono melancólico, no puede ser contrarrestada con una construcción histórico-filosófica que ve en el proceso histórico un inevitable desarrollo lineal hacia la revolución. La concepción materialista de la historia asume que las cosas podrían haber sido diferentes, que las luchas de clases podrían haber tenido resultados diferentes. Pero la visión de la historia está inevitablemente condicionada por su progresión posterior, en la que la dialéctica de la represión y emancipación no ha cesado.

10- Un antiguo radical una vez comentó sarcásticamente: “los comuneros se dejaron disparar hasta el último hombre para que tú pudieras comprar un equipo de sonido de alta gama de Philips.” No obstante, la exitosa historia del Estado de bienestar se basa en el hecho de que fue capaz de satisfacer una necesidad real del proletariado, es decir de que su vida no dependa de la venta exitosa de su fuerza de trabajo. La extensión del Estado de bienestar que se produjo principalmente en el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial y el enorme aumento en la productividad de esa época, permitieron que los indigentes hambrientos desaparezcan de la escena en Europa y partes de Norteamérica y aumentaron las demandas materiales de la clase sin propiedades, lo cual hoy, al igual que tiempo atrás, es fuente de queja para los ideólogos burgueses. Cuando estos mismos ideólogos alaban al individuo e inmediatamente denuncian incluso la más modesta de las prestaciones sociales como socialismo, que supuestamente liquida al mismo individuo, entonces no sucumben al mismo error —en sentido inverso— que aquella sección de la fracción socialdemócrata del Reichstag que en los años ochenta del siglo XIX consideraba cualquier ley de seguridad social como punto de partida del socialismo. Además, también fallan en reconocer que el individuo moderno, en un grado considerable, debe su existencia al Estado, el cual ha creado las condiciones mínimas para el libre desarrollo del individuo dentro de los límites de la sociedad mercantil. Los subsidios de desempleo, las prestaciones sociales, los subsidios de enfermedad, las pensiones de jubilación, etc., se introdujeron para mantener un ejército industrial de reserva entre ciclos coyunturales, y también para mantener a la clase bajo control, para no abandonarla a su suerte, para defender el orden burgués de la criminalidad y las revueltas. Pero también permitía a muchos perseguir una vida más allá del trabajo asalariado, que no fuera simplemente idéntica a la pobreza más amarga.
La intervención del Estado en la producción para mejorar las condiciones laborales del proletariado, la introducción de salarios mínimos o las restricciones legales de la jornada laboral pretendían ser una forma de protección contra la superexplotación para no poner en peligro la reproducción de la clase que los capitalistas pretendían explotar también en el futuro. Por otra parte, la posibilidad de vivir más allá de los 60 años, en vez de terminar en un ataúd a los 30 después de pasar la vida en la fábrica, creció enormemente. La reducción del desgaste físico de la clase obrera abrió por primera vez la posibilidad de que ésta pudiera incluso pensar sobre sus propios intereses más allá de la mera supervivencia.

La educación obligatoria también fue introducida debido a las necesidades de la administración moderna, para que todos en el más remoto rincón del país fueran capaces de leer los decretos estatales, firmar contratos como asalariados libres, y aprender a calcular como un pequeño comerciante el valor de su fuerza de trabajo. Pero a través de esto, las masas también fueron capaces de educarse a sí mismas, leer textos teóricos, y comunicarse entre sí colectivamente y a grandes distancias, de lo que diversa prensa del antiguo movimiento obrero es un elocuente testigo. Y, por último, en la segunda mitad del último siglo, la posibilidad de la educación superior fue abierta en una medida desconocida hasta entonces para la descendencia del proletariado. Una crítica de la integración de la clase no puede prescindir de estos aspectos, que son también de interés para el proletariado, y que tampoco fueron simplemente concedidos por el Estado, sino que fueron obtenidos mediante la lucha.

11- Entre las divisiones consolidadas por el desfile triunfal del capitalismo está aquella entre las esferas de producción y reproducción, una separación enmarcada en las relaciones de género que, acompañada por todo tipo de ideologías de legitimación antropológicas o biológicas, se convirtió en prototipo social en forma de la familia burguesa. Aunque en el siglo XIX y principios de los XX la gran mayoría dependía de los ingresos de las mujeres —y a menudo, de los niños— el ideal de una división del trabajo en base a géneros con el hombre como fuente de ingreso principal, prevalecía también en el proletariado.

El universalismo reivindicado por la burguesía en su declaración de los derechos humanos y los derechos de los ciudadano fue, como ya señalaron perspicaces críticos contemporáneos como Olympe de Gouges o Mary Wollstonecraft, inicialmente fue altamente particular, ya que el individuo humano libre cuyo nacimiento era celebrado era masculino. Por esta perspicacia, a de Gourge se le concedió al menos una aparición pública —fue guillotinada.

La educación en las escuelas públicas y universidades, la participación en la vida política, así como el derecho a la propiedad privada eran negados a las mujeres hasta la primera mitad del siglo XX, en casi todos los países metropolitanos, y tuvieron que ser obtenidos mediante la lucha. La segunda ola del movimiento feminista que se formó a finales de los años 60 puso en el foco, junto a la cuestión de la regulación médica del cuerpo femenino (por ejemplo, a través de leyes sobre el aborto), formas principalmente más sutiles y privadas de la opresión de las mujeres. En el curso de su progresiva institucionalización, dispuso leyes que no están vinculadas al principio de igualdad de género, pero que hicieron justiciables los delitos específicos de género, tales como el acoso sexual en el lugar de trabajo, o la violación dentro del matrimonio.

Siendo optimistas, se podría creer que la emancipación de las mujeres ha concluido con su conquista de la condición de sujetos burgueses. Los fundamentos materiales para el mantenimiento de las relaciones jerárquicas de género se han vuelto en gran medida obsoletos: hoy en día los embarazos pueden ser planificados, así ya no constituyen un riesgo incalculable desde la perspectiva del capital; la reproducción individual de la fuerza de trabajo puede lograrse mediante la forma de la mercancía, al menos en las metrópolis. Y de hecho, la tolerancia hacia estilos de vida que no corresponden con la familia tradicional burguesa ha crecido considerablemente, aunque el sonoro grito, previsible en tiempos de crisis, de “volver a la cocina” y el llamado motivado demográficamente a las mujeres académicas para que por favor tengan más hijos, así como una mirada a diversos órganos ejecutivos, cuentan una historia diferente. Las mujeres están expuestas hoy en día a todas las aflicciones propias de una existencia como artilugios dedicados a parir mano de obra y en promedio ganan mucho menos que los hombres. Además a menudo trabajan a tiempo parcial y sobre todo en el sector de los servicios.

El boom de los sectores de servicio en las últimas décadas se debe, entre otras cosas, a una mayor capitalización de la esfera reproductiva. Pero al igual que antes, un porcentaje abrumador del trabajo reproductivo no remunerado es realizado por mujeres —de aquí proviene el término “doble carga femenina”. La producción ideológica en torno a la diferencia de género y a las características y habilidades que supuestamente se derivan de ella tampoco se han detenido en lo absoluto: más bien, la sociobiología, que deriva hasta el último capricho de la sociedad de cazadores-recolectores, está experimentando un renovado apogeo y es un componente fijo de la conciencia cotidiana. La cuestión de si la liberación de la humanidad de su clasificación según conjuntos cromosómicos podrá realizarse sobre los fundamentos de la sociedad burguesa, girará alrededor de la tenacidad de esta ideología.

12- El capitalismo desarrollado puede parecer ser un capitalismo carente de clases, porque por una parte, el antagonismo de clase se vuelve abstracto, y por otro se vuelve difuso. Irónicamente, esto ha confundido igualmente a ambos adherentes y negadores de la lucha de clases. Estos últimos, que se llaman a sí mismos Wertkritiker, o críticos de la forma-valor, se aferran crudamente a la superficie de la sociedad, a la ilusoria realidad de la esfera de la circulación, en la que de hecho sólo deambulan indistintamente sujetos burgueses. Éstos “críticos” hacen del hecho de que actualmente el proletariado no es un actor subversivo una ley histórica irreversible. Como único consuelo les queda anunciar año tras año el inminente colapso del sistema de producción de mercancías —Amén.
Por otra parte, algunos simpatizantes de la lucha de clases han sustituido la definición objetiva de clase con una concepción subjetiva, según la cual la clase se crea a sí misma ex nihilo en la lucha. Acorde a este supuesto teórico, la clase es un “concepto abierto” y todo lo demás es “sociológico”. Pero un concepto “abierto” es uno indeterminado; es decir, no es un concepto en absoluto. También, muy extendida está la noción de que la clase es una relación y por tanto, no es determinable objetivamente. ¿Pero una relación de qué?

La relación de clase es una relación entre el Capital y los proletarios, entre la autovalorización del valor y la fuerza de trabajo. El Capital no es un “sujeto automático” en la medida en que no puede hacer nada de forma autónoma y, por ende, siempre requiere ser equipado con una voluntad y una conciencia, hasta ahora humana, que organice su valorización para sus propios intereses. Sin embargo, el Capital no está necesariamente ligado a los capitalistas. La burguesía indudablemente está viva y coleando y tiene una enorme conciencia de clase, pero no es la razón última de todos los males sociales. Todo dinero es potencialmente capital, es decir, se convierte en capital en cuanto deja de ser engullido para el consumo, y entra en la producción. Así, a algunos empresarios bien astutos, se les ocurrió remunerar parcialmente a sus trabajadores en forma de acciones, y muchos fondos de cobertura disponen de los ahorros de jubilación de los proletarios estadounidenses, que “dejan que su dinero trabaje para ellos” (un circunloquio fetichista para no mencionar abiertamente que con ese dinero, se está comandando el trabajo en alguna parte). Pero este, por así decirlo, típico carácter democrático del capital tiene como su precondición precisamente lo que —según la visión del mundo de los ideólogos— debería rechazar: la existencia de los proletarios, es decir, personas que están obligadas a vender su fuerza de trabajo, para valorizar el capital a través del mismo y su excedente. Si la sociedad de clases capitalista, a diferencia de sus predecesoras, se nutre de la —en principio— permeabilidad de los límites de clase, no es menos cierto que la situación para los pequeños accionistas proletarios no es mejor que la de la mayoría de los lavavajillas.

La existencia proletaria parece no ser visible en ningún lado precisamente porque está por doquier. La imposición generalizada de la dependencia del trabajo asalariado que ocurre paralelamente a la disolución del antiguo medio proletario, empuja a los campesinos a los márgenes de la etapa histórica y proletariza primero a los empleados, y luego a los trabajadores intelectuales. Este desarrollo finalmente hace que en los centros de desarrollo capitalista no haya dos campos de clase claramente definidos, sino que una vasta multiplicidad de circunstancias. Tal situación es un deleite para los investigadores sociales, que se alegran de que los árboles les impiden ver el bosque. El concepto de clase aquí y hoy no describe a un actor colectivo con posibles intenciones revolucionarias, sino simplemente la coacción inmediata y generalizada de vender la propia fuerza de trabajo (una coacción a la que los directivos, aunque sean formalmente asalariados, están apenas sujetos después de pasar como mucho dos años en la junta directiva). Así como el valor y el plusvalor no necesitan encarnarse en ninguna mercancía específica, el concepto de clase no está necesariamente ligado al trabajo físico, a un producto material o al lugar de producción como por ejemplo la fábrica. No hace falta tener una alta opinión de la alegre Multitud productora de bienes inmateriales del profesor Negri, ni hay que ser amigo del esquema académico de izquierda del Fordismo (todos a la fábrica) y Post-fordismo (todos atomizados en casa frente al computador) para reconocer en el discurso de la “centralidad de la fábrica” precisamente la estrecha concepción de clase con la que no llegaremos a ningún lado y que ciertamente no servirá para avanzar en la lucha de clases. A nivel mundial, la clase obrera industrial no ha desaparecido, ni es sinónimo con el concepto de proletariado.

II- La auto-abolición del proletariado

13- El antagonismo de clase se inscribe en la sociedad, sin necesariamente hacerla estallar. Los vendedores individualizados de fuerza de trabajo constantemente experimentan que sin unirse para luchar, serán completamente aplastados. Las condiciones de explotación deben ser renegociadas continuamente y es solo mediante la asociación que unos pocos trabajadores pueden trascender selectivamente su competencia mutua. Pero la legendaria transición de “clase en sí” a “clase para sí” no puede emerger mediante los intereses inmediatos, ni por la generalización de ninguna reivindicación, ya que estas siguen necesariamente ligadas al capital y, por ende, a la fragmentación impuesta al proletariado como su condición natural. La conciencia de clase no consiste en reconocer su propia condición como clase, sino en el reconocimiento de la posibilidad de dejar de ser una clase, es decir, que la revolución no consiste en la victoria del proletariado sobre la burguesía, sino en la auto-abolición del proletariado. “Los trabajadores asalariados solo pueden juntarse como una clase “para sí”, es decir con el fin de abolirse a sí mismos como una clase, a través de la completa negación de la fragmentación que implica la propiedad privada y apropiándose no solamente de los medios de producción, sino también del proceso social de reproducción en su totalidad (y eso necesariamente significa: a escala internacional.” (Werner Imhoff).
La socialización a través del capital sigue siendo contradictoria, ya que lo que une a la gente también la separa. La forma-valor de los productos del trabajo no es nada más que una expresión y medición de las contradicciones más fundamentales de la sociedad burguesa: el trabajo tiene una dimensión social, pues lo que es producido, no se queda en manos de los productores, sino es puesto a disposición – a través del mercado – a otros, mientras esta misma producción también es, por así decir, antisocial, porque el trabajo que implica es realizado en lugares de trabajo separados los unos de los otros y en constante competencia. Solamente en el acto del intercambio esta dimensión antisocial se vuelve social. Si los proletarios se limitarán simplemente a tomar sus respectivos lugares de trabajo, mientras mantienen las relaciones de intercambio entre los mismos, entonces la producción no sería realmente social, y los trabajadores continuarían imponiéndose voluntariamente todas las contradicciones de la sociedad mercantil, en una forma “auto-determinada” por así decirlo. La emancipación no sería nada menos que la comuna global, en la que la propiedad privada ha cedido a la gestión común de la vida.

Sin embargo, no hay que cargar a la revolución con la falsa promesa de disolver el reino de la necesidad en nada más que juego y placer, ni tampoco estancarla en su actual oposición abstracta al mundo – es decir como mero reino de libertad – vaciándola de cualquier posibilidad de dar forma al mismo. La habilidad de reconocer el objetivo de la producción como nuestro sería una mejora decisiva. Con el establecimiento de una comunalidad racional, se eliminarían las bases del Estado , ya que este impone una comunalidad falsa y represiva, en base de la competencia entre intereses privados, o en las palabras de un perspicaz amigo de la sociedad sin clases: “Sólo cuando el hombre real, individual, reabsorba en sí mismo al ciudadano abstracto, y como individuo humano se haya convertido en un ser-especie en su vida cotidiana, en su trabajo particular, y en su situación particular, sólo cuando el hombre haya reconocido y organizado sus “propios poderes” como poderes sociales, y, en consecuencia, ya no separe el poder social de sí mismo en la forma de poder político, sólo entonces la emancipación humana se habrá logrado” (Marx, en “La cuestión judía”).

14- La auto-abolición del proletariado es consecuentemente incompatible con su dictadura. Todo nuevo intento de liberación deberá, sin duda alguna, contar con oponentes armados que, si la experiencia pasada es algún indicativo, no se dejarán impresionar por un discurso antiautoritario. No obstante, la consigna de la dictadura del proletariado no puede ser reducida a esta banalidad, pues más allá de esto, aspira a una sociedad socialista de transición. Fue Marx quien, contra Bakunin, comprometió a la Primera Internacional con el slogan de la “conquista del poder político” por el proletariado y aplicó programáticamente una fase transitoria previa al comunismo en la que “una determinada cantidad de trabajo en una forma es intercambiada por una cantidad igual de trabajo en otra forma” (Crítica del Programa de Gotha), que no hace más que ilustrar la conexión obligatoria entre producción de mercancías y el Estado. Todo esto ya es historia. La tragedia del siglo XX fue que la revolución estallara en lugares donde las condiciones para el comunismo eran las peores imaginables, y que las “sociedades socialistas de transición” nacidas del fracaso de los intentos revolucionarios en Europa Occidental finalmente resultaron ser, después de 70 años, transitorias hacia el libre mercado. Las revoluciones socialistas hasta ahora fueron sin excepción burguesas, en zonas donde la burguesía era demasiado débil para cumplir esta tarea histórica y la llamada acumulación primitiva fue declarada con toda seriedad como un asunto socialista. Pero en el siglo XXI, ya no hay más revoluciones agrarias que lograr, no hay fuerzas productivas que desarrollar; el asunto no es la generalización del trabajo asalariado, sino su abolición. Las revoluciones apuntadas a crear las condiciones históricas previas del comunismo son imaginables solamente como sucesos aislados en los rincones más atrasados del mundo.

15- Hoy, sin embargo, la conquista del poder estatal es usualmente descartada en favor de una guerra de posición sin objeto y, consecuentemente, eterna dentro de la estructura de poder. El espíritu anti-autoritario, el cual insistía en que las formas del movimiento deben anticipar sus objetivos y que el partido de vanguardia leninista es adecuado para un golpe, pero no para la auto-emancipación de los explotados, se ha degenerado en el espíritu destructivo del posmodernismo, el que se regocija en la indeterminación e indeterminabilidad de la revolución. Los escépticos dogmáticos, que “avanzan cuestionando”, pero que no quieren saber adónde van, pasan por alto, en primer lugar que el objetivo del comunismo está determinado por la crítica de las relaciones existentes; y segundo, que realizar este objetivo, precisamente porque no puede ser alcanzado políticamente ni de la noche a la mañana, sólo es posible como un movimiento de comunización, en el cual los asalariados atomizados se transforman a sí mismos en individuos sociales y comienzan a regular sus vidas sin relaciones de intercambio. “Mientras los movimientos de masas sean pequeños y permanezcan superficiales, la tendencia al control de todas las fuerzas sociales no se manifiesta tan enfáticamente. Pero si estos movimientos se hacen más grandes, entonces nuevas funciones son constantemente arrastradas al radio de las masas en lucha, y su esfera de actividad es extendida. Y en esta masa en lucha se establecen relaciones completamente nuevas entre las personas y el proceso de producción. Un nuevo “orden” se desarrolla. Estas son las características esenciales del movimiento independiente de la clase, y son el terror de la burguesía.” El comunista de consejo holandés Henk Canne Meijer escribió así en 1935 el guión del Mayo de París de 1968.

16- El Mayo parisino y la intensificación gradual de las luchas de clases en Italia fueron la cúspide de una nueva ola de luchas que sacudió las regiones desarrolladas del mundo desde 1968, y cuyas minorías radicales, como burlándose del pesimismo cultural de la izquierda, comprendieron la importancia de la auto-abolición del proletariado de forma más rigurosa que sus predecesores durante el comienzo del ciclo revolucionario de 1917. Así, la crítica teórica y práctica apuntaba no solo al viejo movimiento obrero que se había convertido en partidario del Estado, sino que también a la izquierda radical tradicional. Por consiguiente al proletariado ya no se le asignaba el rol de mero apéndice pasivo del desarrollo capitalista en espera de su gran entrada en escena, como lo hacía la teoría tradicional. La paciente espera de que alguna crisis sea la definitivamente mortal para el capital cede a la intención de provocar esa misma crisis. Es precisamente el rechazo del viejo determinismo, lo que la crítica de los Situacionistas y los defensores del Operaismo tienen en común, aun cuando en todos los otros aspectos tienen posiciones diferentes. Esta concepción se vio confirmada rápidamente por el curso de los eventos —las fuertes luchas de clase de 1968 no fueron precedidas por despidos masivos, reducciones salariales, y otras consecuencias de una crisis capitalista— lo cual tomó a los gestores del viejo mundo completamente por sorpresa, y tuvo un fuerte impacto. Aún en aquellos lugares donde la sociedad burguesa parece estar realizando su ideal de una autoproclamada buena vida para todos, es decir, en democracia, con pleno empleo y prosperidad, el consentimiento general de los explotados no es para nada seguro. Incluso la indecisión con la que la izquierda radical tradicional concebía la auto-abolición del proletariado es superada —no sólo el culto al partido y la conquista del poder del Estado propagado por los comunistas de izquierda en torno a Amadeo Bordiga sino también la autogestión de la producción de mercancías defendida por los defensores germano-holandeses del comunismo consejista. Con las mejores intenciones anti-autoritarias, los comunistas consejistas contrarrestaron la dictadura del partido con el autogobierno de los consejos y la planificación centralizada de la autogestión de los trabajadores, en la que cada productor recibiría una parte del producto social total de acuerdo con su rendimiento laboral individual, y en la que una moneda de tiempo de trabajo sustituiría al dinero. Contra los adherentes contemporáneos a tales ideas, la Internacional Situacionista afirmaba en 1967: “No es suficiente estar por el poder abstracto de los Consejos Obreros, sino que hay que demostrar su significado concreto: la supresión de la producción mercantil y por consiguiente del proletariado.” (Sobre la miseria de la vida estudiantil). Que los Situacionistas no estuvieran en lo absoluto solos en esto, sino que todos los elementos subversivos avanzados alrededor de 1968 se caracterizaron por esta percepción simplemente se debe a que un capitalismo más desarrollado puede convertirse directamente en comunismo. “El robo del tiempo de trabajo ajeno, en el que se basa la riqueza actual, parece un fundamento miserable frente a este nuevo, creado por la gran industria. Tan pronto como el trabajo en forma directa ha cesado de ser la gran fuente de riqueza, el tiempo de trabajo cesa y debe cesar de ser su medida, y por tanto el valor de cambio [debe cesar de ser la medida] del valor de uso. El trabajo excedente de la masa ha cesado de ser la condición para el desarrollo de la riqueza general, así como el no trabajo de unos pocos, para el desarrollo de los poderes generales de la cabeza humana” (Marx, Grundrisse der Kritik der Politischen Ökonomie).

17- Tomar la contradicción entre las fuerzas de producción y las relaciones de producción como punto de partida ha caído en mala fama, y no sin razón. En su versión más vulgar, muchos creían que esta contradicción implicaba que la victoria del socialismo está determinada por el progreso tecnológico. Una versión un poco más moderada de esta percepción, prescinde de la certeza de la victoria, pero aún percibe el aparato de producción existente en el aquí y el ahora como un precursor de una sociedad libre. Es decir que, para introducir el Socialismo, solamente hace falta un cambio en los títulos de propiedad. En contra de esto, el Operaismo se basaba en la experiencia de la masa de los obreros de las fábricas, para quienes la organización del trabajo y la maquinaria no eran aliadas en el camino al socialismo, sino puro despotismo. La noción de que debajo de la superficie del mundo del capital se ha ido desarrollando un aparato productivo impecable pasa por alto el hecho de que el objetivo de esta producción de plusvalía está incrustado en la maquinaria y la organización del trabajo. Pero a diferencia de la izquierda contemporánea, muy ecologista, que considera cualquier alusión al potencial del nivel de dominio de la naturaleza alcanzado hoy en día, una expresión de un hombre de paja llamado “marxismo tradicional”, la crítica operaista era muy consciente de que el desarrollo de las fuerzas productivas no se agota en la manifestación concreta de la fábrica, y que, bajo otras condiciones sociales, puede servir a los productores en vez de subyugarlos. Así, en 1969 el Comitato Operaio di Porto Marghera señaló que “la cantidad de ciencia acumulada es tan grande que el trabajo podría ser reducido inmediatamente a un hecho secundario de la existencia humana, en vez de ser declarado el fundamento de la existencia humana”.

18- En el capitalismo tardío, la contradicción entre las fuerzas de producción y las relaciones de producción se intensifica aún más en esa figura ya familiar para el antiguo movimiento obrero, conocida como la oposición entre “cañones y mantequilla”, denominada por Guy Debord en 1967 como el “caída tendencial del valor de uso”: no solo la vida interna de las plantas producción, sino también los productos mismos llevan cada vez más las marcas de una sociedad invertida. Mientras Marx aún podía celebrar la industria como “el libro abierto de los poderes esenciales del hombre”, hoy en día los productos del trabajo se han convertido en la evidencia principal contra la sociedad que los genera; el anacronismo del capital se vuelve tangible en sus productos, que no serían de uso para una humanidad liberada, y que son perjudiciales para la humanidad no liberada. La brecha entre la posibilidad y la realidad nunca ha sido tan grande como lo es hoy, donde la mayoría de los proletarios alrededor del mundo vive en la miseria, mientras las capacidades productivas de la sociedad han convertido hace mucho tiempo en superflua la pobreza material. Lo que es tedioso acerca de los predicadores de la paz no es, en última instancia, su declaración de que por el precio de una sola bomba atómica, podrían ser construidos cinco hospitales, sino la ingenuidad con la que intentan inculcarle objetivos humanitarios a una sociedad antagónica.

Para la conciencia de clase, este desarrollo significa que para cada vez más trabajadores, el hecho de saber de que son ellos los que crean el mundo a través de su trabajo ya no los llena de orgullo, sino que, a lo sumo, vergüenza —o un odio hacia una sociedad que los condena a ser productores de basura: éste es el momento racional del eslogan de la “lucha contra el trabajo” que podía ser escuchado alrededor de 1968.

19- No obstante, sería equivocado mitologizar la ola global de lucha de clases que estalló a finales de los años sesenta en los centros capitalistas avanzados y calificarla como un movimiento por la abolición consciente del viejo mundo. Solo unas minorías querían terminar con el capital, y sólo una minoría dentro de esta minoría entendía de lo que estaban hablando. Junto con estos elementos más avanzados, todo tipo de figuras dudosas salieron arrastrarándose del basurero de la historia revolucionaria: leninistas y maoistas se daban la mano, anti-imperialistas se unían con quienes pretendían autogestionar la esclavitud asalariada, y para completar la confusión, la razón revolucionaria e ideología de izquierda se fusionaron con frecuencia en curiosos híbridos tales como el maoísmo antiautoritario y el operaismo leninista. El concepto moderno de revolución social que destellaba en las corrientes avanzadas de 1968 no fueron nunca más que una tendencia bastante débil en un tiempo de gran conmoción. El movimiento real de los trabajadores asalariados, sin embargo, consistió en terminar con el bello sueño de la sociedad de clases carente de clases, tomándolo literalmente en serio. Impulsados primeramente por el odio al sin sentido del trabajo, al acoso en la línea de ensamblaje, y a la existencia como material humano para el incesante proceso de valorización, los obreros deseaban, si no todo, entonces al menos más salarios y menos trabajo. Con su desinterés por el baile de disfraces de la izquierda, las luchas de clases de 1970 empujaron el reformismo institucional a sus límites y acabaron tirándolo por la borda. La autonomía, palabra clave de esos años, significaba huelgas salvajes o con el sindicato, pero sin considerar cualquier tipo de pérdida. En las aglomeraciones del “poder obrero”, una segunda palabra clave de esos años, en las grandes fábricas, de Detroit a Turín, los jefes dejaron de ser amos en sus propias casas, las líneas de ensamblaje fueron saboteadas y los turnos fueron acortados autónomamente por los trabajadores. Incluso en el Reino Unido, en donde había una fuerte tradición del tal llamado “trade-unionismo”, se desarrolló una crisis sigilosa —conocida como el Invierno del Descontento—. Hasta en la Alemania post-fascista con sus relaciones sociales petrificadas se produjeron algunas grietas gracias, principalmente, a los aprendices, a los jóvenes trabajadores, y a los obreros migrantes. En todo Occidente, los años setenta estuvieron marcados por el rechazo al trabajo y la explosión de los salarios. Los trabajadores habían olvidado alegremente la moderación la cual había sido el secreto del éxito de la “edad de oro” socialdemócrata después de 1945. Este desacoplamiento ilícito de los salarios y la productividad exacerbó una de las inevitables crisis periódicas del capital mientras que el capitalista total ideal comenzaba a quejarse de los gastos sociales que se vio obligado a elevar a alturas inimaginables para apaciguar a los proletariados.

La autonomía y el poder obrero llegaron rápidamente a su fin. El núcleo militante fue sujeto de un ataque frontal, los bastiones del poder obrero fueron automatizados, desmontados y transferidos a otro lugar. El creciente desempleo disciplinó a los trabajadores, mientras el Estado se transformó de trabajador social ideal a capataz de la clase. Así, en los centros de occidente comenzaron varios ciclos de contrarreformas que continúan atacando al proletariado en un creciente número de frentes. Es en momentos como estos, en los que, la debilidad del movimiento obrero reformista sale a flote, el cual, completamente dependiente de la voluntad del enemigo de clase, fue capaz, en el mejor de los casos, de mitigar este proceso.

III- Tiempo sin promesa.

Incluso cuando el Estado intenta revocar a la velocidad de la luz sus antiguas concesiones y sus medidas de protección, el capital ya va un paso adelante: el progreso tecnológico y la caída de la cortina de hierro permiten trasladar plantas de producción completas hacía decenas de países receptores muy agradecidos. Esto tiende a poner a cada trabajador en competencia con todos los demás por el salario más bajo y la mayor productividad. Mientras que en el pasado las murallas chinas fueron abatidas por la artillería de los precios baratos de Occidente, hoy el sol dorado del capital brilla desde el Este: El nuevo «peligro amarillo» ya no es una frase burguesa de los geoestrategas anticomunistas, sino una amenaza masiva para el nivel de vida de la clase obrera occidental, debido a la reubicación de la producción. Más productores que nunca son separados de sus medios de producción y, por tanto, obligados a vender su fuerza de trabajo; la idiotez de la vida rural da paso a la brutalidad del éxodo rural. Así surge una clase obrera global, cuyos miembros pueden sentir igualmente el hecho de que están en una competencia global entre sí por trabajos que, si no en números absolutos, entonces en relación con el número de trabajadores, están disminuyendo. Con eso, el proletariado finalmente comienza su marcha triunfal mundial, y las fronteras geográficas del centro y la periferia comienzan a desdibujarse. La inseguridad, que en el discurso sobre «precariedad», es presentada como un problema particular, es por tanto la normalidad del proletariado a nivel global. Incluso los puntos de fuga contemporáneos del capital, que tanto miedo le dan tanto a las autoridades estatales como a los trabajadores, serán territorio desierto mañana, cuando el estándar salarial haya subido parcialmente. La India ya está lista hace tiempo para tomar el lugar de Polonia. Sin embargo, el capital no tarda en darse cuenta que a donde quiera que vaya, la lucha de clase siempre lo acompañará. Al cabo de unos años, los nuevos trabajadores asalariados en Nueva Delhi o Shanghái prueban ser renitentes, intratables y desagradecidos, es decir, trabajadores que constantemente encarecen el precio de la explotación. En estas luchas de clases yace la esperanza de que, luego de un siglo de mitología anti-imperialista, se desenvuelva una era del internacionalismo proletario.

21- La proletarización generalizada a nivel global, junto con el constante y rápido incremento en la productividad también despiertan un espectro que no sólo acecha a Europa: el espectro del desempleo. En efecto, todos los poderes políticos del antiguo orden han unido sus fuerzas para combatir este espectro, mientras que la clase que posee los medios de producción se beneficia de toda esta situación. La desesperanza en este empeño, admitida abiertamente por los agentes del Estado cuando hablan de la “tasa del desempleo de base”, no les impide, sin embargo, intentar forzar a un ritmo sin aliento la utopía del empleo pleno. Ante esto no es sorprendente que ignoren el hecho de que las primeras tradiciones culturales y religiosas de la humanidad consideraban el trabajo como una maldición.

Lo que une a los trabajadores y a los desempleados es el miedo permanente. En las regiones con sistema de bienestar social bien equipados, el Estado es aún el objeto central de una celosa relación de amor-odio. Los rechazados añoran al patriarca política y económicamente bondadoso mientras que este se dedica a erradicar toda indulgencia y refuerza el disciplinamiento requerido necesariamente por el sistema del trabajo asalariado para realizar su programa: “extirpar la ociosidad, el libertinaje y el exceso” (Marx, El Capital I, capítulo 10, “La jornada de trabajo”). Cuanto más se utilice el Estado de Bienestar, más imposible resulta, y la lucha contra el desempleo necesariamente se convierte en una lucha contra los desempleados. Los restos cansados que quedan del viejo movimiento obrero mayormente no se oponen a este Estado que no tiene fundamentos sólidos porque se basa en la aceptación del propio sistema de trabajo asalariado, que tiene de contracara el desempleo, y que comprende toda necesidad humana bajo los términos de la viabilidad financiera. Por ende, la seducción que implica la ociosidad, es totalmente olvidada y, sin embargo, sentida instintivamente por todos. Esto se junta al vago reconocimiento del derecho a la pereza tiene su base en el desarrollo de la productividad. Todo esto desemboca– y en modelo político diferente: ¡Un poco para todos, y proporcionado por el Estado! En la idea del movimiento por un “salario social”, la sociedad capitalista es transformada en un gigantesco baile de caridad. El reconocimiento de que el pleno empleo es una ilusión, además de indeseable, lleva a una ilusión aún más grotesca: el sueño de un Estado súper-paternalista, del que se espera que abola la compulsión al trabajo asalariado que constituye su propio fundamento, distribuyendo el dinero generosamente.

22- Como contrapartida a la aparición de nuevas clases trabajadoras en la actual periferia, el empobrecimiento, del que se decía que había desaparecido, vuelve a surgir en los viejos centros. En todas partes se está realizando ante los ojos de todos lo que originalmente se definió así: “La acumulación de la riqueza en un polo es, por lo tanto, al mismo tiempo la acumulación de la miseria, la agonía de la esclavitud del trabajo, ignorancia, brutalidad, degradación mental, en el polo opuesto” (Marx, El Capital). Si la ausencia de zonas residenciales de dicho proletariado en las metrópolis perpetuaba el viejo orgullo colonialista, la masiva presencia de las mismas en la periferia eran consideradas como un indicio del subdesarrollo de ciertas regiones. Sin embargo, con la actualidad de los barrios marginales en los centros de las metrópolis del capital, queda claro que éstos están interconectados con los barrios marginales en la periferia. Por mucho que el discurso impotente de las “clases bajas” intente preservar el modelo de la permeabilidad de las clases sociales que existía en los “años dorados”, ya nadie cree en esta posibilidad. Desengañados por las experiencias del pasado, los marginados comienzan a reconocer su propia superfluidad que muchas veces desemboca en estallidos llenos de furia en vez de en inútiles súplicas dirigidas al Estado. El punto álgido de este desarrollo hasta ahora ha sido las revueltas en las banlieues francesas [nota de la traducción: Banlieue corresponde a las periferias de las grandes ciudades en francés]. El Estado, con sus instrumentos de representación establecidos, se encuentra indefenso contra este segmento del proletariado. De vez en cuando, la vieja brigada de trabajadores sociales puede ayudar, pero se encuentran cada vez más desempeñando el papel de alivio cómico de las lecciones de la vida real. Cada intento de integración de este segmento del proletariado fracasa porque el Estado no puede encontrar en él ninguna fuerza de trabajo potencial que capitalizar. Nada puede ser ofrecido a estos enfurecidos [enragés en texto original], sólo pueden servir como pesadilla para otros: sirven para demostrar o la miseria de la pobreza o el monopolio de la fuerza del Estado.

La economía informal de los seres humanos superfluos exhibe todo tipo de inventiva, pero persiste junto a la producción de riqueza social. Como consecuencia, sus luchas —en las que construyen conexiones de solidaridad contra el nihilismo de la vida diaria— ocurren al margen de cualquier posibilidad de tomar el control de la producción: esta “chusma” rebelde (Sarkozy) del mundo moderno es igual a los Luditas, de quienes las máquinas fueron arrebatadas. Ellos encarnan la tendencia del capital de generar un gigantesco excedente de población. Una gran parte del proletariado global es excluido de la producción regular y es necesitado sólo parcialmente como ejército de reserva de trabajo; mientras que otros trabajan hasta más no poder. Las luchas reformistas por la redistribución del trabajo, que podrían haber aliviado esta locura, constantemente chocan contra los límites del capital. El capital no está de manera alguna predispuesto a reproducir más personas de las necesarias; en vez de eso, extrae más trabajo excedente de un número cada vez más pequeño de proletarios. El futuro de la clase como un conjunto depende decisivamente de la habilidad de los superfluos para hacer de su situación el punto de partida de un movimiento social generalizado. Las acciones de los piqueteros* en Argentina apuntan en esta dirección.

23- Como resultado de los ataques frontales del capitalismo, los sindicatos han caído en una crisis manifiesta, aunque todavía sólo los liberales más extremos demandan su completa abolición. Un signo de esta crisis no es sólo la abundancia de derrotas en diferentes luchas, sino también un hecho que apunta hacia la sustancia misma de los sindicatos: sus afiliados se están marchando en multitud. Sin embargo, los pocos trabajadores que todavía se organizan en los sindicatos, siguen a los mismos cuando éstos hacen un llamamiento a luchar contra la privatización, los recortes salariales y las relocaciones de plantas de producción. Estas luchas ni siquiera tienen como objetivo una mejora en las condiciones de vida, y siguen siendo —con demandas que se quedan atrás de los estándares del Estado de Bienestar del pasado al que están orientadas— luchas puramente defensivas. Pero aún son mejores que una paz de cementerio: aún si sólo son una lucha desesperada, en casos individuales aún pueden frustrar los intereses del capital, y, sobre todo, recordar a los trabajadores de no tener que aceptar todo sin luchar. Al mismo tiempo estas luchas pueden servir para acumular experiencias de solidaridad.

La medida en que estas luchas apenas constituyen una defensa contra los ataques del capital y el amenazante deterioro de las condiciones de vida está ilustrada por el hecho de que el único objetivo es, mayormente, la prevención del peor escenario posible en el caso de una empresa. Estas luchas tan desesperadas tienden a querer mantener en pie el trabajo asalariado a cualquier precio, lo que les lleva a aceptar drásticos recortes salariales o a negociar sobre el financiamiento de redes de seguridad o el nivel de indemnización por despido. En tiempos de inseguridad y apuro la gente lucha por “su” lugar de trabajo, un enfoque que en su franqueza exhibe algo de realismo.

Sin una perspectiva social alternativa simplemente sería quijotesco hacer una huelga a muerte en un lugar de trabajo o rechazar una propuesta de despido para desempeñar el papel del mártir. Sin embargo: a pesar de su decreciente significado social, que se expresa en estas luchas defensivas, el sindicato como tal aún no está muerto. Está, hasta cierto punto, intentando con bastante éxito de ganar atención y renovado ímpetu: a través de iniciativas de protestas impulsadas por SMS, ondeando pancartas, etc. Pero, sobre todo, puede contar con el hecho de que, a pesar de una disminución en la afiliación —una parte aún importante de la fuerza de trabajo se aferrará— debido al miedo y descontento vigente, como también por la falta de imaginación y experiencia con otras formas y contenidos de lucha— a esta vieja entidad de un reformismo obsoleto. Para explicar las políticas poco convincentes de los sindicatos y la ausencia de luchas fuera de o contra los sindicatos, no se necesita una teoría conspirativa sobre burócratas repugnantes. Los propios trabajadores aceptan su rol como fuerza de trabajo en el capitalismo, ya que no ponen en cuestionamiento el trabajo asalariado, y, por ende también aceptan que los sindicatos los representen. Estos últimos son responsables de negociar el precio de la fuerza de trabajo e intentan introducir mejoras en las políticas salariales dentro del marco del orden social capitalista. Los resultados y compromisos que resultan de esto y que son generalmente aceptados como el mal menor, son el resultado lógico de una sumisión a las restricciones capitalistas que está inextricablemente ligada con la función del sindicato, y de una mano de obra que ha aprendido a dejarse representar sin más y que se somete incondicionalmente a todos los decretos.
El sindicato sólo puede cumplir su función como intermediario de la fuerza de trabajo en el capitalismo si es capaz de probar a los empresarios/empleadores que tiene en sus manos el monopolio de esta representación. Para esta finalidad, debe probar de vez en cuando su habilidad para movilizar a sus afiliados e incluso amenazar con un “fin de la paz social”. Por otro lado, debe también probar su indispensabilidad si el descontento estallá en acción con formas y contenidos independientes. El sindicato ya se prepara por avanzado —con sus reglas de orden, estatutos, medios financieros, prensa y funcionarios— para contener cualquier revuelta, por rudimentaria que sea. Pero si estallara la revuelta, entonces los decretos sindicales deben ser impuestos de arriba abajo, y el sindicato asume el rol de una fuerza de orden contra los huelguistas, y se dispone para el restablecimiento de la paz social. También en esta función represiva, la dirección del sindicato puede contar con el apoyo de una larga parte de su base.

24- Pero, contraria a cierta mitología de la izquierda radical, las luchas autónomas que intentan arrebatar el liderazgo de los sindicatos no tienen un contenido emancipador per se. Se estancan a menudo en impedir la recolocación de alguna planta de producción, una lucha que los sindicatos han demostrado a veces ser incapaces de conducir. No es solamente el poder de los sindicatos el que inhibe las luchas. Más bien, el poder de los sindicatos está basado en la ausencia y la limitación de las luchas. Esto, a su vez, invoca una crítica maximalista que difama como reformista todo lo que no tiene como objetivo inmediato la revolución. Pero hay una enorme diferencia entre las luchas limitadas por tal o cual reforma para mejorar la propia vida, e incluso luchas para evitar su deterioro, y el reformismo como tal. El reformismo es una tendencia política que o tiene la intención directa de mantener el capitalismo, aminorando sus peores excesos o dirigiendo las demandas inevitables hacia los canales institucionales, o se adhiere realmente a la ilusión de que se puede transformar esta sociedad en socialismo mediante una larga cadena de mejoras graduales. Pero en ambos casos el Estado está encargado con la responsabilidad de efectuar los cambios. El reformismo es una subrogación política; debe mantener cualquier actividad dentro del camino prescrito. En contra de esto, en muchas luchas la gente lucha por sus propios intereses y los de su clase. Sólo dentro de esas luchas emerge la posibilidad de salir de la existencia como sujeto legal de la burguesía, como un vendedor de la fuerza de trabajo; en esas luchas, los que luchan deben discutir sus objetivos comunes y trascender su egoísmo, por lo demás, necesario. La solidaridad deja de ser un sermón socialdemócrata de escuela dominical. Cada lucha en el aquí y ahora por la mejora de la propia vida que resiste a la delegación, y en la que la auto-actividad ocurre, es el terreno experimental para la sociedad futura, cuyas formas de interacción no emergen de repente con la revolución.

25- Para el leninismo, los límites de la lucha cotidiana sirven como una legitimación del partido de vanguardia. Como teoría revolucionaria, es esencialmente una teoría del “coup d’état (golpe de estado), la asunción de dirección sobre las masas inconscientes. Si, sin embargo, las masas desarrollan una conciencia entonces es, de acuerdo a Lenin, a lo sumo una mera conciencia sindicalista, y no del tipo revolucionario. Pero la revolución social no puede ser un asunto de liderazgo o de dirección central. La revolución social no tiene gestión centralizada. De lo contrario, no sería diferente a los usuales golpes de estados o revoluciones controladas que terminan en nuevas formas de opresión. El genio de la subversión debe estar presente entre la gran masa de aquellos que la ejecutan; de lo contrario no vale la pena. ¿Cómo podría tener éxito una revolución cuyo objetivo es abolir el dominio de los humanos sobre los humanos y tomar la vida en sus propias manos, si en el primer paso requiere liderazgo, dirección y gestión? Simplemente caminaría por los viejos senderos de la pasividad y repetiría toda la vieja mierda. En la historia de las sectas marxistas-leninistas desde finales de los años 60, fue a menudo la vanidad, sino una excesiva sobreestimación, la que trajo gente ambiciosa a la idea de que sólo se necesita una organización disciplinada para dar la señal de revuelta y luego dirigirla. Mil veces, el partido fue fundado igualmente por miles que querían ser el nuevo Trotsky o Lenin, por gente cuya grandeza histórica contendía con la pequeñez de sus grupos. Inmunes a la experiencia histórica, intentaron aplicar al presente un concepto que ya había sido condenado por la historia. La emancipación del proletariado sólo puede ser tarea del propio proletariado.

Pero hay una crítica del Leninismo que, en una manera obrerista, descarta por completo el problema de la conciencia de clase. Según esta concepción la conciencia es insignificante, ya que de acuerdo a una cita muy conocida de Marx, no se trata de qué es lo que piensa este o ese proletario, sino de lo que el proletariado se verá obligado a hacer históricamente. Este determinismo histórico es muy optimista y pasa por alto el hecho de que el proletariado nunca se verá obligado a hacer la revolución, ya que en el acto de la revolución la gente comienza a hacer su propia historia conscientemente. Es precisamente este “voluntarismo” el momento correcto del leninismo, una verdad que es pisoteada por la concepción elitista del partido. La falsa alternativa de la auto-arrogancia leninista y la auto-negación obrerista deben ser trascendidas. El punto de vista comunista moderno no se acerca a la clase desde afuera, no desea garantizar paternalistamente la salvación, ni espera devotamente la salvación de ella. Sabe más bien interpretar su motivación subjetiva hacia el comunismo, entendiendo racional y sistemáticamente su socialidad, una socialidad que, sin embargo, comparte por el momento sólo en abstracto con todos los demás proletarios, y cuyo conocimiento, por tanto, sigue siendo irreal. Debe demostrar su realidad, poder y la mundanalidad de su crítica en la práctica. Sin la práctica colectiva de la lucha de clases, en la que los proletarios y comunistas puede entrar en comunicación e interacción entre sí, la crítica comunista sigue replegada sobre sí misma, sobre la ulterioridad de un punto de vista ciudadano abstracto que no es prácticamente capaz de tomar posición dentro de la clase.

26- La teoría y la práctica, cuyo entrelazamiento se preveía en los momentos revolucionarios de la historia, hoy en día se excluyen mutuamente en una oposición petrificada. Esto encuentra una expresión correspondiente en lo que podríamos llamar la esfera pública crítica o radical. Por un lado, en un academicismo que a pesar de todas sus percepciones parciales correctas, nunca es capaz de comprender la totalidad de las condiciones actuales, porque no entiende la importancia de la acción práctica y transformadora como un medio de adquirir conocimiento, y por el otro lado en un activismo cortoplacista que es sólo capaz de movilizarse a sí mismo y no a la sociedad. Quien no entiende no puede actuar realmente, y quién no desea actuar tampoco entenderá. Basta con leer los materiales impresos de los estudiantes que quedan, asistir a sus espantosas reuniones de lectura, para comprender inmediatamente de dónde se nutre la hostilidad a la teoría, así como el resentimiento que prevalece entre más que unos pocos autodenominados académicos radicales de que los conocimientos decisivos sobre las relaciones sociales necesitan mínimo un diploma universitario. Pero el activismo, que se considera mejor que el academicismo porque al fin y al cabo hace algo, es sólo la otra cara de la moneda del fracaso en forma de doctorado. Aunque los acontecimientos que conllevan a movilizaciones tienen que, sin duda alguna, ser criticados, el activismo no está en grado de cambiar fundamentalmente las relaciones sociales que han dado lugar a tales agravios. Con gran revuelo se lanzan campañas contra las cumbres, por el EuroMayDay, por salarios mínimos y cuestiones similares.

Este empeño social prácticamente no difiere de cualquier otra actividad política, y la política es una actividad social que está separada de la sociedad. Ocurre en aquellas esferas superiores donde todos son ya abstractamente individuos sociales, sin tener que dar cuenta de los respectivos intereses concretos de las profundidades inferiores. Una posición no se desarrolla a partir de la praxis social, sino que se le impone. El punto es entonces ganar adherentes, lo que a veces parece ser el único objetivo de tales campañas, por más que el contenido a menudo cambie. Similar a la venta de mercancías, se aplican trucos de márketing para traer nuevos productos a las masas. Se espera que estas últimas se reúnan tras acciones simbólicas. Incluso cuando se supone que la gente está siendo motivada para entrar en acción, son sólo objetos, material para ser manipulado pedagógicamente. La política es solo la unificación externa de individuos separados para satisfacer objetivos ajenos.

27- En la Sociedad de Clases carente de Clases, la búsqueda de un segmento central del proletariado está finalizada. El considerable poder productivo que todavía tiene la clase obrera industrial no es garantía de que sus luchas se extiendan e inspiren a otros trabajadores asalariados. Ahora menos que nunca se trata de encontrar un sector supuestamente clave del proletariado. En consecuencia, los movimientos sociales contemporáneos contra el llamado neoliberalismo tienen en cuenta las múltiples realidades proletarias, sin entenderlas, sin embargo, como momentos de una misma clase. Así estas realidades se convierten en una diversidad kitschificada que obtiene su consagración teórica a través de la ideología de la multitud. El correcto reconocimiento de la ausencia de un segmento central de la clase obrera, y el correcto rechazo a subsumir a los individuos a una unidad lleva sólo a un nuevo conservadurismo de la política de la identidad. Ya no se aspira el derrocamiento de las relaciones existentes, sino simplemente a un “mundo en el que muchos mundos tengan su lugar”. Un mundo en el que todos continúen siendo lo que ya son: obreros, campesinos, artistas, informáticos, indígenas etc. Las identidades se han multiplicado y mucha gente se aferra a ellas con el mismo ímpetu que los marxistas de antaño se aferran a la identidad proletaria. La afirmación socialista de la clase obrera se ha convertido en el reformismo de la “multitud”, el “salario digno se ha convertido en el ingreso básico universal, la patria de todos los trabajadores se convierte en el derecho a la ciudadanía universal –el retorno posmoderno de todo lo que estaba podrido en el movimiento obrero de los siglos XIX y XX.

28- La perspectiva comunista contemporánea —que no quiere perpetuar el proletariado, sino que abolirlo; que no quiere distribuir el dinero de forma más justa, sino que trascenderlo; que no desea democratizar el Estado, sino destruirlo— parece ser completamente absurda al lado de los incontables intentos de la izquierda de refuncionalizar las formas sociales actuales de una manera más humana. Sin embargo, la perspectiva comunista no es para nada utópica, porque se centra en abordar en las contradicciones objetivas de la sociedad: una sociedad caracterizada simultáneamente por la socialización total así como la completa atomización de las personas; que engendra una riqueza sin precedentes junto a una miseria indescriptible; una sociedad que es el producto de todos, pero que sigue sus propias leyes y no puede ser controlada por nadie. En contraste con la izquierda académica, la perspectiva comunista rechaza repetir la cosificación realmente existente en el ámbito de la teoría. Mientras que los profesores confundidos mistifican a la sociedad con términos como “poder”, “estructura” y “discurso”, la perspectiva comunista entiende la sociedad como un producto de los seres humanos mismos, es decir, de ciertas prácticas sociales que se han desarrollado históricamente y que pueden ser trascendidas.
Los críticos comunistas de las condiciones existentes perciben que viven separados de la abrumadora mayoría de los proletarios, e inicialmente lo están. Pero exagerar esta separación declarando que la crítica de la sociedad es un asunto enormemente difícil significa negar la experiencia básica compartida por todos, de la que surge la crítica comunista: y sobre todo significa negar que hoy, justificar las condiciones existentes requiere mucho más esfuerzo que negarlas: las contradicciones de la sociedad que la teoría crítica intenta conceptualizar son experimentadas por todos, y secretamente reconocidas por muchos. El poder de la ideología no se arraiga en la supuesta impenetrabilidad de las relaciones sociales, ni en la ignorancia de los individuos, sino en el hecho de que racionaliza la dominación del capital, la represión de los individuos de sus propias necesidades, afianzando las condiciones actuales como un destino inevitable, haciéndolo por lo tanto más soportable. Dado que otras relaciones sociales son imposibilitadas, la conciencia cotidiana acepta las condiciones existentes.

Los intentos de iluminación, que intentan ayudar a la gente con buenos argumentos, siguen siendo impotentes. Es un antiguo malentendido que Marx inició la lucha de clases o que incluso “inventó” el comunismo. Las luchas de clase precedieron a su propia teorización y expresaron la posibilidad del comunismo, que fue reflejada por la teoría y llevada de vuelta a las luchas como una posición afilada. Incluso hoy, los proletarios deben dar el primer paso para desarrollar el deseo de entender y, finalmente, trascender las relaciones existentes. Aquello que parece absurdo para los individuos impotentes y atomizados se vuelve concebible tan pronto como la acción colectiva destruye la ilusión de que las relaciones son inamovibles; a veces, los cobardes se vuelven rebeldes y las personas que nunca han leído una sola línea de Marx se convierten en los mejores comunistas. La vanguardia está compuesta claramente por aquellos que hacen lo correcto en el momento correcto y, por tanto, iluminan las posibilidades que yacen en las relaciones petrificadas actuales.

Para los descontentos dispersos que se reúnen en los tiempos lúgubres en círculos comunistas y ocasionalmente componen largas tesis, esto significa en primer lugar que deben negarse a proceder tácitamente, competir por la “credibilidad” y hacerse amigos con los demás por medio de programas “realistas” para trascender su separación de la masa de trabajadores asalariados. “La adaptación a la falsa conciencia nunca la ha cambiado” (Hans-Jürgen Krahl). Significa también que conocen la diferencia entre los insultos a la gente adinerada y la crítica al sistema salarial —y no consideran esta diferencia como insignificante. Además coinciden con Rosa Luxemburgo que afirmaba que no existe nada más revolucionario que reconocer y pronunciar lo que es. Pero, en segundo lugar, saben que esto no es un monólogo de organizaciones que se estilizan a sí mismas como portadoras de la conciencia de clase revolucionaria. El materialismo crítico no conoce verdades inamovibles y absolutas que deban ser simplemente difundidas entre la gente.

Por mucho que existan diversas formas de vida proletarias y estrategias de supervivencia a escala mundial, estas diferencias existen dentro del proletariado mundial. La crítica comunista las tiene en cuenta. Sin embargo, la crítica seguiría siendo una quimera meramente abstracta, rudimentaria e incompleta, sin el conocimiento y la experiencia de los proletarios en la producción, sin su conocimiento de la producción. La apropiación global y la revolución de la producción de la vida material finalmente dependen de este conocimiento. Lo que une a los comunistas dispersos alrededor del globo no es la afiliación en una organización formal, por no hablar de un partido mundial —la autoaplicación de la etiqueta comunista tampoco es esencial. Lo que es decisivo es la habilidad de interconectar las luchas separadas a lo largo del mundo, comunicando las experiencias realizadas, y separando los aspectos debilitantes de los prospectivos, los aspectos egoístas-localistas y corporativistas de aquellos que tienen como objetivo la extensión de la lucha y la comunización. Esto hace necesaria la asociación de comunistas que les permita hacer localmente lo que es importante para la totalidad, no en base de órdenes de un cuartel general revolucionario omnisciente, sino desde la conciencia. Esta libre asociación está enmarcada y limitada necesariamente por el capitalismo pero su existencia es ya una anticipación de la humanidad libre. Este partido histórico, sin embargo, se disuelve a sí mismo en la conciencia de clase proletaria; un proletariado que ya está peleando en todo el mundo por su auto-abolición.

Autor: colapsoydesvio

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