La vida de la militancia: El largo ‘68 japonés
Sabu Kohso
Traducido por: Luz y Vida en enero de 2024
Texto original en https://illwill.com/life-of-militancy
PDF: https://drive.google.com/file/d/1zEdk3CuQbdOqBTke-X8ap_XZzbbx5X4H/view?usp=sharing
La secuencia del antagonismo revolucionario que remeció a la sociedad japonesa a lo largo de la década de los 60’s ha sido objeto de un olvido radical. Esto es cierto no sólo fuera de Japón, donde toda la aventura sigue siendo en gran medida desconocida, sino también dentro, ya que los turbulentos años 60 y 70 dieron paso al ambiente pacificado del conformismo del capitalismo tardío que lo permea hoy en día. En un amplio artículo – el primero de una serie que tenemos previsto publicar sobre la lucha revolucionaria en Japón – Sabu Kohso esboza un retrato panorámico del «largo 1968» japonés, un acontecimiento que sigue configurando los horizontes de la lucha política en el país actualmente. Al trazar su ascenso y declive, Kohso destaca no sólo la ferocidad y creatividad de sus participantes, que tomó a todos por sorpresa, sino también los límites objetivos contra los que chocaron repetidamente, las trampas subjetivizadoras que estos obstáculos engendraron, y las dolorosas divisiones sectarias que fueron minando el movimiento desde dentro. Si es cierto, como argumenta Kohso, que las debilidades de la izquierda japonesa contemporánea son consecuencia directa de sus esfuerzos por superar las limitaciones de la oleada revolucionaria que la precedió, entonces la recuperación de esta memoria tiene más que un mero valor histórico, convirtiéndose en una cuestión de urgencia estratégica. Si la «superación» del largo 68 se produjo a expensas del abandono de sus horizontes militantes y revolucionarios, entonces la recuperación colectiva de esta memoria podría servir para iniciar un debate sobre lo que falta en la actual configuración de fuerzas, no sólo dentro de Japón, sino también a escala mundial.
Ill Will
Lo que llamamos el «largo ‘68» japonés fue un periodo de insurgencia masiva que pasó por múltiples fases entre su auge y su declive a lo largo de aproximadamente una década. Sus orígenes pueden encontrarse en el movimiento de 1960 para frenar la revisión del Tratado de Seguridad entre Estados Unidos y Japón (también conocido como Ampo), que resultó en el mayor levantamiento de la historia japonesa de posguerra. Este ímpetu desencadenó diversas formas de resistencia, que se aceleraron hacia un nuevo punto álgido a finales de los años sesenta. Toda la serie de eventos sacudió el régimen hasta sus entrañas, sentando las bases para una amplia gama de procesos sociales posteriores.
Mirando hacia atrás en esta experiencia, sin embargo, una discontinuidad significativa separa el ethos rebelde de la década de los sesenta de la atmósfera pacificada que impregna el Japón actual. Ciertamente, la resistencia aún continúa: pequeños enclaves de grupúsculos y comunidades siguen presionando para romper con el statu quo, y las oposiciones desesperadas siguen surgiendo esporádicamente en forma de disturbios de los marginados sociales y actos aislados de rebelión.[1] Sin embargo, en términos generales, los movimientos sociales y políticos actuales son fundamentalmente legalistas, mientras que todo lo que se parezca a un movimiento de masas militante está totalmente ausente.
El largo ‘68 fue la encarnación de la lucha revolucionaria, pero la palabra “revolución” ya no se pronuncia, como si se hubiera convertido en tabú. La sociedad japonesa prefiere hacer la vista gorda ante los movimientos radicales de la década de los sesenta, mientras que los pensadores populistas niegan de manera uniforme la importancia de estas rebeliones anteriores. Esta percepción negativa puede explicarse, al menos en parte, como la reacción de las generaciones más jóvenes contra las tendencias autoritarias y vanguardistas de las nuevas sectas de izquierda y, en particular, contra el terrible conflicto interno (uchigeba) que estalló entre algunas de ellas. Pero estos rasgos de sectarismo no bastan en absoluto para comprender el largo ‘68 en toda su amplitud. Como veremos a continuación, aunque la intervención de estas sectas fue significativa, sólo es una parte de la historia. Una amplia gama de movimientos no sectarios y antiautoritarios también estuvieron activos durante los años de protesta. En este sentido, la experiencia del largo ’68 nos presenta todo el abanico de lo que era posible como proyecto revolucionario en aquella coyuntura histórica, sólo que dentro del territorio insular de Japón.
Desde principios de los años ochenta, una pacificación de la población que comenzó como reacción al largo ’68 ha incluido también otras transformaciones sociales. Estas incluyen una economía de burbuja que contribuyó a una bifurcación de clases más dura, reformas neoliberales que dañaron la riqueza social y la interconectividad, y el desastre nuclear de Fukushima de 2011, que sigue reforzando el conformismo nacional incluso hoy en día. Estas fuerzas han creado una conciencia pública que se apresura a juzgar cualquier acto de empoderamiento autónomo que los activistas persigan al margen y en contra del orden social a través de las normas moralistas de la legalidad y el pacifismo. Este conformismo social hunde sus raíces en una percepción generalizada que confunde tácitamente la extensión ética del poder con el vicio moral de la violencia.
En marcado contraste, el largo ’68 fue un intento concentrado de diversos sectores de la población de desmantelar el régimen japonés de posguerra. Fue un momento de conciencia colectiva sobre la naturaleza del poder por el que habían sido gobernados. Sólo habían transcurrido quince años desde el final de la Segunda Guerra Mundial, y la población aún sentía latentes los recuerdos de la gran violencia que se le había impuesto: el régimen fascista del Imperio Japonés y sus atrocidades, así como la destrucción apocalíptica desatada por lo bombardeos estadounidenses y los ataques nucleares. También hubo firme reconocimiento de la forma en que se había establecido el régimen de posguerra, es decir, mediante el pacto militar entre EEUU y Japón. Tras la rendición, el archipiélago japonés se convirtió en una base de primera línea para el expansionismo estadounidense. El largo ’68 se superpuso a los años de escalada de la guerra de Vietnam, al tiempo que alimentaba diversos movimientos contra estos poderes duales. El ímpetu llegó a su límite a principios de la década de los setenta, que era el límite de una lucha local contra el aparato bélico mundial.
La pacificación de la población japonesa vino acompañada de un debilitamiento de la militancia de masas y de la pérdida de perspectiva global entre la opinión pública. Sin embargo, creemos que el largo ’68 nunca desapareció realmente: perdura en algún lugar de la memoria colectiva como una reserva de experiencia que podría despertar los deseos reprimidos de la gente de cambiar su sociedad y el mundo que la conforma. En el momento adecuado, esta memoria podría funcionar como una llamada crítica para una nueva alianza de las masas y otra oleada de rebelión.
El siguiente texto se centra en el cambio en la forma de acción que experimentaron las luchas populares japonesas entre el largo ’68 y la actualidad, es decir, de revolucionarios a activistas. Trazaremos este cambio rastreando la interacción entre cuatro elementos que mutan: el lenguaje (del discurso de mando a la enunciación autoorganizada), la organización (del partido autoritario al grupúsculo horizontalista), la subjetivación (de la pequeña burguesía que se niega a sí misma al precariado que se autoafirma) y la militancia (de la fuerza centralizada al poder autónomo). Examinaremos no sólo cómo se produjeron estos cambios, sino también qué se ganó y qué se perdió en el proceso. En última instancia, sólo estamos convencidos de una cosa: la ontología política que fundamentó la idea rectora de la revolución (o de cambiar el mundo) durante el largo ’68 ha quedado hoy obsoleta, mientras que una nueva sigue esperando a ser articulada.
Inicios de los años sesenta
Las revueltas urbanas que estallaron en países de todo el mundo, y que se asocian vagamente con el año ’68, estuvieron marcadas por distintas temporalidades, puntos álgidos y extensiones. En el caso de Japón, sin embargo, es útil ver toda la década de los sesenta como un largo ’68, es decir, como un único proceso con dos puntos álgidos marcados por levantamientos de carácter muy diferente, que comenzó con el levantamiento de 1960 contra la renovación del Ampo y terminó con el levantamiento de 1970 contra su ampliación.[2] Fue este marco temporal el que configuró el horizonte compartido entre los participantes en las luchas de finales de los sesenta, todos los cuales fijaron sus ojos en el levantamiento que se produciría en los setenta. Para ellos, el levantamiento de 1960 constituía tanto el modelo a seguir como el límite a superar.
Partamos examinando la revuelta de 1960, el primer punto álgido del largo ’68.
“Ampo” fue el pacto de defensa de 1951 diseñado para vincular a Japón, en cooperación con la intervención militar de Estados Unidos. Además de proporcionar su territorio para el uso de bases militares, Japón también produjo diversas piezas de armamento durante las guerras de Corea y Vietnam. Esta sumisión ayudó a la nación a recuperarse rápidamente de las ruinas de la guerra y a avanzar hacia una sociedad consumista y mediatizada. De este modo, el largo ’68 coincidió con una década de cambios sociales extremos marcados por lo que el gobierno denominó elogiosamente «alto crecimiento económico». Las sociedades comunitarias de antaño fueron destrozadas por la industrialización y el desarrollo: los campesinos que habían perdido sus medios de subsistencia buscaban cada vez más trabajo en las ciudades, mientras que los estudiantes universitarios veían cómo su estatus pasaba de ser el de élites nacionales a consumidores en una sociedad de masas como cualquier otra.
De manera muy similar, la naturaleza de los levantamientos también cambió en el transcurso del largo ’68. Durante este periodo, vemos un cambio de las movilizaciones nacionales contra la hegemonía estadounidense y el gobierno japonés como su títere en 1960 a los levantamientos masivos contra estas mismas potencias durante la escalada de la guerra de Vietnam que condujo a 1968. Mientras que la movilización de los sesenta contra Ampo estaba impulsada por un ímpetu nacionalista hacia la independencia de Estados Unidos, las luchas de finales de los sesenta aspiraban a una revolución global contra el imperialismo y el estalinismo. En esta significativa transformación vemos el paso de un acontecimiento concentrado, molar, a una reverberación entre acontecimientos descentrados, moleculares. Estas polarizaciones de la lucha nacieron de la interacción entre una corporeidad de masas insurgente y los grupos revolucionarios, repercutiendo y entrando en conflicto en «procesos cismogenéticos» desde el nacimiento de la primera nueva secta de izquierda, es decir, la Liga Comunista, también conocida como Bund.[3]
El Bund fue creado en 1958 por un ala joven del Partido Comunista de Japón (PCJ) que militaba en la Federación Panjaponesa de Asociaciones de Estudiantes Autogestionados (Zengakuren) y que abandonaron el partido tras oponerse a su conversión al parlamentarismo en 1955, unida a la intervención soviética tras el levantamiento de Hungría al año siguiente. En 1960, el Consejo Nacional para Prevenir la Revisión de Ampo fue reunido por una coalición del PCJ, el Partido Socialista de Japón (PSJ), el Consejo General de Sindicatos (Sōhyō) y Zengakuren, entre muchas otras organizaciones. Ante todo, cada vez más ciudadanos se fueron sumando a la protesta callejera. Bajo el liderazgo de Bund, Zengakuren logró encabezar el movimiento, superando al PCJ; sin embargo, en el momento culminante de las protestas, el propio movimiento se vio desbordado por las masas, que irrumpieron espontáneamente en el Edificio del Parlamento Nacional de Tokio y lo ocuparon. La incontrolable energía de las multitudes insurrectas sorprendió a los miembros del Bund, que habían confiado en su capacidad para conducir el rebaño.[4]
Tras esta experiencia, el Tokyo Bund se dividió en tres facciones, las cuales reflejaban valoraciones divergentes del acontecimiento. La ruptura desencadenó un proceso cismogenético dentro de la nueva izquierda, del que surgirían varias sectas y grupúsculos.
Fue también en 1956 cuando otra de las primeras organizaciones de la nueva izquierda, la Liga Comunista Revolucionaria (Kakukyōdō), fue creada por intelectuales trotskistas. En contraste con la corriente orientada a la acción del Bund, Kakukyōdō era más pequeña y reservada, aunque estaba decidida a crear una organización de partido sintético al estilo leninista. Con el desmantelamiento tripartito del Bund, Kakukyōdō absorbió a dos de las tres facciones divergentes y se convirtió en la secta más grande. Sin embargo, en 1963, la propia Kakukyōdō se dividió por la mitad, dando lugar a la Facción del Núcleo (Chūkaku-ha) y a la Facción Marxista Revolucionaria (Kakumaru-ha). Esta división inauguraría la fase más dura del uchigeba en la década de los setenta.
Cuando consideramos las nuevas sectas de la izquierda japonesa siempre sobresale la naturaleza problemática de su práctica discursiva. A medida que pasan los años, percibimos cada vez más el vacío existente entre lo que decían y lo que hacían, entre los grandes objetivos que sostenían y la situación efímera a la que se enfrentaban. Aquí reside la experiencia que queremos recoger.
A pesar de esta diversidad ideológica entre las nuevas sectas de izquierda, éstas se oponían por igual al PCJ, que mantenía su hegemonía sobre los sindicatos y movimientos sociales populares. Esta posición minoritaria les llevó a una feroz competencia entre sí en busca de la idea y programa únicos para la revolución —el partido revolucionario—, tarea que el PCJ no había logrado conseguir. La cismogénesis de estas sectas se desarrolló al ritmo de su producción teórica hacia este objetivo. Así, adoptaron teorías marxistas de todo tipo, desarrollándolas a su manera, incluyendo fases centradas en la alienación, la cosificación, la técnica y la globalidad, todas ellas basadas en teorizaciones políticas y económicas extraídas de Das Kapital (especialmente las de Kōzō Uno). Estas teorías son valiosas en sí mismas; sin embargo, la forma en que las adoptaron las nuevas sectas de izquierda fue exclusivamente para crear una gran teleología de la que deducir los objetivos del partido y movilizar a trabajadores y estudiantes para llevarlos a cabo. De este modo, el deseo de transformar el mundo, la sociedad y la vida que seguramente alimentaba la voluntad de revuelta de antagonistas heterogéneos quedó inequívocamente plasmado en consignas doctrinales, en lugar de crear una enunciación colectiva para su potenciación utilizando las teorías sólo como pauta reguladora.
No obstante, la capacidad de las nuevas sectas de izquierda para movilizar a trabajadores y estudiantes en acciones fue sin duda notable. El largo ’68 fue visiblemente la era de las ideologías marxistas, que presumían del espectáculo de filas de combatientes con cascos de colores enfrentándose a la policía antidisturbios más o menos en todas partes. Pero había otro ímpetu menos visible, aunque posiblemente más crucial: la corriente antivanguardista no sectaria. En muchos sentidos, fue la interacción entre sectarios y no sectarios lo que acabó dando al largo ’68 japonés su carácter distintivo. Como veremos, esta interacción encarnó una relación asimétrica entre dos modos diferentes de poder, el militarismo y la militancia, que alimentó un ímpetu singular de rebelión.
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El año 1960 fue testigo de otro levantamiento importante: el conflicto laboral en la mina Miike en el norte de Kyushu. Un despido masivo en la industria minera del carbón, piedra angular de la modernización de Japón, pero que ahora estaba en recesión dada la restructuración industrial del carbón al petróleo. Aunque la disputa tuvo lugar en una industria que evidentemente se encontraba en picada, la lucha de los mineros atrajo con éxito a fuerzas de toda la izquierda a su causa, a la que se refería en términos embriagadores como una confrontación entre el trabajo total y el capital total.
Fue esta lucha la que desarrolló la receta táctica que se convertiría en el modelo para el radicalismo antivanguardista y antiautoritario, a diferencia del modus operandi de la nueva izquierda. Si el movimiento anti-Ampo de 1960 movilizó a las masas urbanas de la sociedad civil japonesa, el electorado de la huelga minera era un proletariado multiétnico que no sólo contenía a japoneses, sino además a okinawenses y coreanos. Las comunidades de mineros se convirtieron así en una base de intercambio para una subclase transasiática, que vivía a la sombra de la prosperidad japonesa. Las organizaciones de lucha de los mineros estaban estrechamente ligadas a su vida cotidiana y a sus comunidades. Este fue un caso en el que el ascenso y el declive del movimiento establecieron los términos para la supervivencia o desaparición de la comunidad como tal.
La lucha de Miike terminó en una serie de enfrentamientos, en parte causados por la división jerárquica entre trabajadores permanentes y trabajadores temporales. En un esfuerzo por superar esta derrota, un grupo de trabajadores de la mina Taishō alrededor del poeta y teórico Gan Tanigawa organizaron un grupúsculo anárquico llamado la Compañía de Acción Taishō dentro del sindicato oficial de mineros del carbón afiliado a Sōhyō.[5] Basando su organización en la afinidad y tácticas elusivas de disrupción, el grupo escaló la disputa sobre los salarios más allá del punto de compromiso buscado por los sindicatos oficiales, y finalmente creó una comunidad autónoma de trabajadores desempleados en una montaña minera de carbón que estaba en proceso de ser abandonada gradualmente. Para vastos sectores revolucionarios que se habían sentido vencidos por la ola anti-Ampo de 1960, esta lucha les proporcionó un novedoso e inspirador modelo de organización que mantendría continuidad hasta finales de los sesenta.
Tanigawa también cofundó Circle Village, una revista que recoge las voces de las comunidades mineras – no solo de los trabajadores sino también de sus familias , en todo el norte de Kyushu, junto con las autoras feministas Kazue Morisaki y Michiko Ishimure, que desempeñarían un papel crucial en las luchas por la liberación de la mujer y el movimiento contra la contaminación en los años siguientes.[6] El fanzine formaba parte del proyecto más amplio del Movimiento del Círculo, cuyo objetivo era crear un terreno común entre trabajadores heterogéneos de todo Japón facilitando sus intercambios a través de la producción cultural. De estas diversas maneras, esta práctica discursiva contrastaba marcadamente con la de las sectas de la nueva izquierda: en lugar de imponer consignas diseñadas para inducir a la movilización unilateral, produjo una genuina enunciación colectiva para el autoempoderamiento y la autonomía.
Mientras tanto, individuos y grupos militantes de todo Japón se unieron a la lucha de los mineros. Numerosos grupos de afinidad iniciaron acciones directas y proyectos de publicación, incluyendo el sabotaje de un banco de Tokio que servía a las industrias mineras en Kyushu (por el Frente de Acción de Tokio) y la difusión de información (por parte de Revolt Co.) sobre las luchas de las minorías y las revoluciones en el Tercer Mundo. Tales prácticas crearon conexiones transversales entre varios movimientos que se extendían desde Kyushu hasta Tokio y Asia Oriental y más allá, invadiendo el territorio nacional de Japón.
Militarismo y Militancia
Durante los años 1967, 1968 y 1969, junto con el surgimiento de los movimientos contra la guerra de Vietnam, las luchas de estudiantes, trabajadores, agricultores, artistas y ciudadanos dieron origen a un ímpetu de oposición sin precedentes contra el régimen de posguerra de Japón, que las nuevas sectas de izquierda calificaron de «imperialismo japonés». Una gigantesca reverberación entre los movimientos populares, incluido el movimiento de agricultores de Sanrizuka contra la construcción del aeropuerto de Narita, la oposición del pueblo de Okinawa a las bases militares estadounidenses, la huelga salvaje de los trabajadores del Ferrocarril Nacional, los estudiantes de las universidades ocupadas y una asamblea de varias iniciativas contra la guerra de Vietnam, contribuyeron a un proceso insurreccional multilateral. Se estaban produciendo disturbios pequeños y grandes en toda la metrópolis.
Un aspecto que distinguió notablemente el tumulto de finales de la década de los sesenta del de 1960 fue una radicalización intencional del poder, que tomó dos direcciones diferentes. En muchos casos, contribuyó a un repunte del militarismo entre las nuevas sectas de izquierda, tanto a nivel de armas como de forma organizativa, ya que estos grupos buscaban prepararse para enfrentarse al Estado y tomar el poder. Por otro lado, hubo un esfuerzo por empoderar a la militancia para nutrir la autonomía de la vida, la comunidad y la lucha, lo que se observó en las luchas locales como las comunidades mineras y la comunidad campesina de Sanrizuka.
El nombre Sanrizuka es conocido internacionalmente, ya que a menudo se ha asociado con luchas terrestres más recientes fuera de Japón, como la ZAD[7] en Notre-Dame-des-Landes, entre otras. [8] El punto álgido de los esfuerzos de los agricultores para interrumpir la construcción del aeropuerto de Narita duró de 1966 a 1978. En 1967, los campesinos estaban decididos a cortar los lazos con el PCJ y colaborar con las nuevas sectas de izquierda. Su colaboración creó así un movimiento singular basado en una relación concreta con la comunidad de agricultores, que fue capaz de desarrollar tácticas creativas con una amplia gama de intensidad. El principal agente de la lucha fueron siempre los campesinos, que se autoorganizaron según la composición de su comunidad: grupos de afinidad de ancianos, jóvenes, madres, niños, etc.[9] Mientras que las principales compañías de las sectas de la nueva izquierda intervenían durante las acciones sincronizadas desde el exterior, algunos activistas de la nueva izquierda abandonaban la ciudad y se instalaban en la comunidad. Durante los momentos de confrontación crítica, la comunidad campesina se convirtió en un campamento para todo tipo de grupos radicales y activistas.
El punto decisivo es que vemos aquí una comunidad militante con la capacidad de dar cabida a múltiples grupos, que de otro modo divergirían o estaban en conflicto, de tal manera que podían luchar codo con codo. Eran capacidades que las propias sectas militaristas nunca podrían concebir.[10] Como lo vemos, el militarismo forja hordas de trabajadores, estudiantes y otros (máquina de guerra) en una organización jerárquica a través de una normalización disciplinaria del lenguaje, el comportamiento, el cuerpo y las relaciones, con el fin de confrontar el poder estatal como su oponente simétrico. Por el contrario, la militancia refleja una medida ética del poder dirigida hacia el enriquecimiento y la intensificación de la autonomía. Este último tiende a confrontar el poder del Estado de manera asimétrica al convertir el mundo de la vida en un arma en su sentido pleno: corporeidad, reproducción y comunalidad. Esta asimetría puede abarcar un espectro de formas de poder dentro de ella, desde iniciativas conflictivas hasta sensibilidades más hospitalarias.[11]
Este poder de militancia se observó también en las organizaciones estudiantiles. Como hemos visto, el levantamiento anti-Ampo de la década de 1960 fue encabezado por Zengakuren, que era una asociación nacional de comités representativos con secciones formales en muchas universidades. Al proporcionar a los estudiantes espacio y un presupuesto para actividades extracurriculares, rápidamente se convirtió en el escenario principal de una guerra territorial entre las nuevas sectas de izquierda, así como entre la Liga de la Juventud Democrática (Minsei), la organización juvenil del JCP. A mediados de la década de 1960, los capítulos de Zengakuren en cada universidad estaban subsumidos bajo el dominio de una secta particular de la nueva izquierda, o Minsei. En respuesta, se creó una nueva asociación de estudiantes, el Comité de Lucha Conjunta de Todo el Campus (Zenkyōtō), inspirado en la Compañía de Acción Taishō, que formó una red anárquica y descentralizada para la organización y acción autónoma de los estudiantes. Profesando no ser sectario, era independiente de cualquier nueva secta de izquierda, pero abierta a su participación.[12] Se opuso a los aumentos de las matrículas, a la corrupción administrativa y al papel de la educación superior en la reproducción de la jerarquía de clases. A lo largo de 1968 y 1969, el movimiento Zenkyōtō se extendió espontáneamente por todo el país y llevó a cabo ocupaciones y huelgas de barricadas en muchas universidades, así como en algunas escuelas secundarias. Las universidades y escuelas secundarias ocupadas se convirtieron entonces en la base de varias acciones callejeras, así como de conferencias y eventos autoorganizados por los estudiantes.
A medida que las luchas estudiantiles se centraban en el papel de la universidad en la reproducción de la clase, alimentaban una autocrítica (jiko-hihan) de su estatus intelectual/pequeñoburgués frente al proletariado. Sin embargo, esta autocrítica también incluía una visión de su propia liberación, es decir, con el intento de desmantelar un sistema educativo que valoriza la capacidad humana de manera monodimensional. La consigna «desmantelar la universidad» se sincronizaba así con «desmantelar el yo». Como tal, el movimiento Zenkyōtō incorporó una crítica radical del poder/conocimiento en la educación superior y en la sociedad en general.
Todos estos acontecimientos del largo 68 se desarrollaron junto con una creciente penetración de los medios de comunicación de masas: el advenimiento de la sociedad del espectáculo. A medida que los eventos callejeros y los eventos mediáticos comenzaron a sincronizarse, los eventos mediáticos comenzaron a absorber los eventos callejeros, hasta el punto de que ninguna acción era efectiva si no se distribuía como un espectáculo mediático. Al mismo tiempo, a medida que la gravedad de la política cultural seguía creciendo, condujo a la creación de movimientos artísticos radicales: teatro, danza, cine, música y artes visuales. En las artes, la tendencia más destacada fue el retorno al cuerpo y a su erotismo, como si «lo real» que se había perdido sólo pudiera ser revivido a través del espectáculo. El simbolismo erótico de temas como el sexo, la violencia y el crimen impregnó la rebeldía en la contracultura. En el sector vanguardista de las artes, la pasión por la violencia se fetichizó especialmente en las formas cinematográficas y literarias.[13] Esta tendencia a alentar la intensificación de la confrontación con el poder estatal comenzó a finales de la década de 1960, pero su efecto negativo no se sentiría realmente hasta la década de 1970.
Uchigeba y la Descentralización
Para todos los grupos radicales que se coordinaron para hacerlo posible, el objetivo del levantamiento anti-Ampo de 1970 era desbaratar y desalojar el tratado, superando así las limitaciones del levantamiento de 1960. Si no cumplió con las expectativas, este fracaso fue atribuible al carácter de la insurgencia de finales de la década de 1960 en general, que tomó su impulso de una reverberación entre fuerzas heterogéneas que nunca se fusionaron del todo en un movimiento unificado, como lo había hecho anteriormente. A medida que el ímpetu disminuía tras el decepcionante resultado, el ímpetu insurgente fue capturado por la exigencia de un levantamiento armado por parte de las sectas militarizadas.[14] Durante el mismo período, algunas sectas comenzaron a intensificar su uchigeba recíproca, lo que resultó en una prolongada guerra intrasectaria que duraría varias décadas (hasta principios de la década de 2000), y resultó en más de cien muertes y miles de heridos graves.
El conflicto más intenso estalló entre Chūkaku-ha y Kakumaru-ha, antiguos camaradas en Kakukyōdō. Si bien los dos compartían la fe en la movilización de masas vanguardista, el primero enfatizaba la acción militante contra el Estado, mientras que el segundo priorizaba la consolidación, protección y expansión de la organización del partido. Su conflicto era la peor encarnación de la noción de Bateson de «esquismogénesis simétrica» que, en contraste con la «esquismogénesis complementaria» (que crea sumisión), invita a una competencia ilimitada. Como tales, alimentaron una interminable contienda por ser un solo Partido.
La Facción del Ejército Rojo de Japón apareció en 1969 a través de una división de facciones dentro del Bund en el área de Kansai. Debido a su énfasis explícito en el levantamiento armado, pronto se convirtieron en el objetivo principal de la represión estatal. En aras de la supervivencia, formaron el Ejército Rojo Unido (URA) con otro grupo militarista, la Facción de Izquierda Revolucionaria del Partido Comunista de Japón.[15] Se trataba de una extraña pareja entre dos tendencias divergentes, la primera internacionalista y trotskista en inclinación, la segunda más nacionalista y maoísta. En un episodio infame, la URA terminó matando a catorce de sus miembros durante el entrenamiento militar, en forma de interrogatorio disciplinario. En 1971, el grupo encontró su fin en un tiroteo con la policía.[16] Este acontecimiento marcó el principio del fin de la política partidista en el movimiento revolucionario de Japón.
Una vez que la lucha universitaria dirigida por Zenkyōtō llegó a su fin, tras el aplastamiento de las ocupaciones por parte de las fuerzas policiales, los estudiantes radicales que habían participado en ellas se enfrentaron a una elección: ¿abandonamos la lucha y volvemos a la «vida normal», o abandonamos nuestras carreras académicas y dedicamos nuestras vidas a la revolución? Entre los que eligieron esta última, su subjetivación siguió un proceso particular de autodesmantelamiento y reensamblaje que comenzó con la autonegación (jiko-hitei) como extensión de la autocrítica (jiko-hihan). Después de desertar de sus universidades y escuelas secundarias, los antiguos estudiantes se convertirían en agricultores, trabajadores o soldados en varios lugares de lucha popular, incluyendo Sanrizuka, los guetos de jornaleros (yoseba) como Sanya en Tokio y Kamagasaki en Osaka (más sobre este tema más adelante), la lucha en Okinawa por la reversión de su territorio de EE.UU. a Japón o bien en dirección a la independencia, o las guerrillas que luchan contra el imperialismo norteamericano en el extranjero. En resumen, marcó una difusión descentralizada de la corporeidad insurgente de masas del largo 68 en el mundo.
En medio de este prolongado proceso de difusión, aparecieron varios grupos ultramilitantes que se esforzaban por alcanzar la máxima intensidad de compromiso. Dos grupos en particular, el Ejército Rojo Japonés (Nihon Sekigun) y el Frente Armado Antijaponés de Asia Oriental (Higashi Ajia Hannichi Busō Sensen), desafiaron los límites de la revolución nacional, por así decirlo, desterritorializándola. De este modo, se convirtieron explícitamente en antijaponeses en diferentes vectores, tanto desde dentro como desde fuera.
Aunque vagamente asociado con la Facción del Ejército Rojo (principalmente a través de un conocimiento personal), Nihon Sekigun era en sí mismo un grupo estrictamente independiente de revolucionarios internacionalistas que abandonaron Japón y se unieron a la campaña de guerra de guerrillas global contra el bloque capitalista (incluido Japón) dirigido por el imperialismo estadounidense en colaboración con el FPLP.[17]
Higashi Ajia Hannichi Busō Sensen fue una asociación de grupos de afinidad de tendencia anarquista (Lobo, Colmillos de la Tierra y Escorpión) que participaron en sucesivos bombardeos contra varios objetivos en Japón, incluidas grandes corporaciones implicadas en el imperialismo japonés y monumentos estatales que celebraban el colonialismo japonés y el emperador. Estos ataques se llevaron a cabo en nombre del pueblo Ainu, coreanos, chinos, así como de los jornaleros en Japón. Estos grupos de afinidad tenían como objetivo exponer la historia colonialista del imperio japonés y atacar su presente histórico desde dentro.[18] Promulgaron la autonegación (jiko-hitei) de ser japonés en su forma más extrema. Según su lectura, el límite del largo 68 residía en la contradicción entre ser japonés y ser un agente de la revolución, dada la naturaleza contrarrevolucionaria de la expansión colonialista de Japón.
Las experiencias de estos dos grupos nunca han sido sometidas a un escrutinio completo.[19] La mayoría ha optado por mantenerse al margen debido a la dificultad de separar sus logros de las tragedias involucradas en sus acciones. Tras la desaparición de los grupos armados tras la represión estatal y el encarcelamiento de sus miembros, se produjo un largo paréntesis en la lucha revolucionaria. Esto eventualmente significaría el fin de la política revolucionaria de la nueva izquierda. Pero el ímpetu militante sobrevivió silenciosamente en las luchas de las comunidades resistentes, así como en pequeños ambientes de anticapitalistas y antifascistas.
El 68’ Global
El 68 global fue un evento singular, pero, al mismo tiempo, creemos que fue el comienzo de un ciclo de levantamientos globales. Surgió una nueva fuerza planetaria, que atravesó el orden mundial en múltiples trayectorias. Evidentemente fue un efecto de una y la misma densificación de la interconectividad planetaria del modo de desarrollo del Estado capitalista sobre la tierra. Por una parte, la llamada globalización ha acelerado la degradación del medio ambiente e intensificado la desigualdad del desarrollo desde la época colonial. Al mismo tiempo, la penetración concomitante de las redes comerciales y mediáticas llegó a permitir la aceleración de las interacciones civiles a través de los viajes personales, así como el intercambio de información, y esto último incluía la interacción entre las luchas populares de lugares distantes. En la oscura perspectiva del futuro, la interconectividad global materializó, sin embargo, un nuevo camino hacia una sincronicidad de las luchas populares, diferenciándose de la unificación internacional de los Estados socialistas.
Las luchas libradas por las nuevas sectas de izquierda siguieron al internacionalismo en el orden mundial, en el que la idea de la revolución era liberar a los oprimidos (proletariado) asumiendo y cambiando las instituciones políticas, sociales y económicas del Estado-nación en una dirección socialista, en el supuesto de que una unificación de los Estados-nación socialistas podría crear un mundo comunista. Pero el histórico grito de guerra —¡Proletarios del mundo, uníos! — había sido traicionado durante la Segunda Internacional y al estallar la Primera Guerra Mundial en 1914, cuando los partidos socialista y socialdemócrata se alinearon para apoyar las guerras de sus naciones. Desde entonces, hemos estado atrapados dentro de las mismas barreras de un internacionalismo de estados-nación, y las sectas de la nueva izquierda no son una excepción a este patrón.
El 68 global encarnó el límite de una política de orden mundial, ya sea nacionalismo o internacionalismo. Al mismo tiempo, se abrió una puerta a una política aún desconocida de la Tierra. En este sentido, el 68 global fue un momento decisivo, un cambio de una idea de revolución a otra: de «cambiar el mundo tomando el poder» a «cambiar el mundo sin tomar el poder», de una síntesis de Estados-nación a una asociación de zonas autónomas, de la subjetividad nacional a la subjetivación de los habitantes planetarios. Este cambio de ontología política sigue en marcha, todavía incompleto. Ya sea por el momento o indefinidamente, estamos atrapados en el medio, oscilando en el medio.
Un ciclo de levantamientos globales es un acontecimiento, no un método. No se puede planificar de la manera que queramos. Ocurre sólo cuando las condiciones para la reverberación de las luchas están maduras. Desde hace algún tiempo, hemos sido testigos de una reverberación de levantamientos de un lugar a otro, simultáneos o sucesivos, a escala global. Pero también se han perdido casos de continuidad. Uno piensa aquí no sólo en Japón, sino también en Corea, donde en 1980 tuvo lugar una de las mayores insurrecciones de la historia reciente. Gracias al sacrificio de muchos participantes, el Levantamiento de Gwangju marcó el principio del fin del gobierno dictatorial en Corea, que inicialmente había sido alimentado por el imperialismo japonés, antes de ser revivido por el imperialismo estadounidense. Desafortunadamente, el levantamiento no encontró una reverberación sustancial en Japón.
En ese momento, Japón se encontraba en la etapa inicial de la burbuja económica de la década de 1980. En las discusiones en torno al posmodernismo que surgieron en la academia occidental durante este período, el país se convirtió en el modelo de una sociedad capitalista contemporánea no occidental (uno piensa en las observaciones de Alexandre Kojève sobre la «sociedad poshistórica», o las de Roland Barthes sobre el «imperio de los signos» que giran alrededor de un vacío).[20] Como si se tratara de una puesta en práctica de estas proyecciones pronósticas, la sociedad japonesa abrazó descaradamente el deseo de disfrutar de la cultura de la mercancía, dejando de lado cualquier deseo colectivo de cambio, lo que dio lugar a una atmósfera que se alejaría, en la medida de lo posible, de la cultura ética de la nueva izquierda. El deseo se reducía al gusto por la comida, la moda y las artes. Una cultura que está puramente estetizada, y que ya no es ético-estética, se convirtió en el símbolo del excepcionalismo japonés. El pueblo parecía estar movilizado en gran medida por el nacionalismo blando promulgado por el consumismo y los medios de comunicación. Fue precisamente este clima el que puso fin al largo 68, al tiempo que impidió que surgieran levantamientos sincrónicos en Japón.
Resistencia de los habitantes
A partir de la década de 1970, la sociedad japonesa fue transformada materialmente por el desarrollo masivo. La infraestructura, el transporte y las redes de medios de comunicación a nivel nacional se reconstruyeron y ampliaron a través de iniciativas estatales.[21] La privatización del sector público (incluidos los Ferrocarriles Nacionales [Kokutetsu]) debilitó el poder político de las poblaciones trabajadoras, mientras que las reformas universitarias privaron a los estudiantes de sus bases de actividad autónoma.
Sin embargo, junto a la movilización nacional del consumismo y los medios de comunicación, se estaba desarrollando otra situación menos visible. Durante las décadas de 1980 y 1990, una amplia precarización del trabajo puso fin a la promesa de empleo de por vida hecha a la nación por el régimen de posguerra. El estudiante universitario promedio resultó ser un trabajador informal a tiempo parcial que ya no necesitaba practicar la autonegación voluntaria (jiko-hitei) para ingresar en el proletariado. Con todo, la nación se polarizó entre los que gozan de visibilidad y voz (los ciudadanos japoneses) y los que no (jornaleros, trabajadoras sexuales, inmigrantes, personas sin hogar y otros marginados sociales).
Mientras tanto, como en otras partes del mundo, la llamada «revolución molecular» pasó a ocupar un lugar central con el surgimiento de las luchas reproductivas, ambientales y minoritarias. Detrás de este desarrollo se escondían amplias crisis planetarias de la vida y su reproducción, para las que la política del Estado-nación ya no estaba preparada. Es aquí donde debe situarse la importancia de los movimientos comunitarios combativos, ya que llevan el problema de la militancia, aunque de manera atomizada, a través del cambio de climas políticos que separa el largo 68 de hoy.
En las décadas de 1970 y 1980, a medida que se intensificaba la contaminación industrial y el desarrollo excesivo, Japón fue testigo de la creciente aparición de los llamados «movimientos de habitantes» (jyumin undō), es decir, grupos de personas que, con el fin de proteger sus vidas y comunidades de las amenazas de desalojo, la contaminación industrial y el peligro nuclear, se resisten activamente al modo de desarrollo del estado capitalista. Ya sean nómadas o sedentarios, los habitantes son aquellos que pertenecen a la Tierra, a diferencia de los residentes que pertenecen a la sociedad civil. Pertenecer a la Tierra implica crear una relación singular con un lugar (topos) a través de un proyecto colectivo. Tal singularización del entorno constituye una condición necesaria para nutrir la militancia en nuestra era actual. La riqueza de la militancia basada en el lugar se ejemplifica hoy en las luchas de Chiapas, La ZAD, Rojava, así como en el movimiento Stop Cop City en Atlanta.
En lo que queda, me gustaría destacar brevemente las luchas de tres habitantes: las de los trabajadores migrantes, los habitantes de los pueblos pesqueros y los precariados urbanos, cada una de las cuales muestra el poder de los movimientos comunitarios militantes en diferentes modos e intensidades.
(i) En las principales ciudades industriales del Japón de la posguerra, hay guetos llamados yoseba («lugar de reunión»), que están poblados por jornaleros. Entre ellas se encuentran Sanya en Tokio, Kotobuki-cho en Yokohama, Sasajima en Nagoya y Kamagasaki en Osaka. En estas yoseba, el estrato más precario de la población trabajadora vive en las condiciones más duras. La opresión violenta por parte de los intermediarios laborales (en su mayoría yakuza) y la policía es común. Dada la dureza de la vida, sus luchas son siempre intensas. Desde la década de 1960, los disturbios espontáneos han ocurrido regularmente, el episodio más reciente de los cuales tuvo lugar en Kamagasaki en 2008. Aunque la mayor parte de la izquierda japonesa se había acostumbrado a ignorar la lucha vivida por los jornaleros en Yoseba, un grupo descentralizado de revolucionarios intervino allí durante las décadas de 1970 y 1980. Estos enfrentamientos inauguraron una tradición de movimientos radicales de las clases bajas. Se llevaron a cabo acciones militantes contra la coalición policía-yakuza, se ocuparon espacios públicos para albergar a las personas sin hogar y organizar el apoyo a los habitantes, como atención médica y comidas al aire libre, se convocaron festivales de entretenimiento para las clases bajas, etc.[22] Aquellos que intervinieron en las luchas yoseba creían que la existencia de jornaleros constituía el quid del ímpetu revolucionario durante este período. Uno de ellos, un teórico llamado Shūji Funamoto (1945-1975), enfatizó que estos «trabajadores fluidos de clase baja» conceptualizan el poder militante de una manera que refleja su precario estatus social, lo que garantizó que sus redes de solidaridad móviles, invisibles pero sustanciales, se extendieran por todo el archipiélago japonés y más allá.[23]
- ii) En la historia de la contaminación industrial, el envenenamiento por mercurio en Minamata se considera uno de los peores casos en Japón. Minamata es un pueblo pesquero en el mar de Shiranui, situado en el suroeste de la zona minera en el norte de Kyushu. La contaminación fue infligida por una industria química respaldada por el estado, la Corporación Chisso, que liberó metilmercurio en el mar entre 1932 y 1968. El envenenamiento por metilmercurio daña el sistema nervioso central de todos los mamíferos; Los efectos son a largo plazo y, a menudo, fatales. La enfermedad se propaga ampliamente por toda la zona oceánica, pasando por las cadenas alimentarias, desde los peces hasta los animales y los seres humanos. Durante décadas, tanto Chisso como el gobierno ignoraron y negaron el daño causado por el envenenamiento. En consecuencia, las víctimas iniciaron luchas en varios frentes, desde la investigación médica, las batallas judiciales, la atención a las víctimas y las protestas callejeras. La rabia que sentían estas víctimas, muchas de las cuales estaban incapacitadas e incapaces de expresarla, era intensa.[24] En el transcurso de la larga batalla que siguió, la máxima expresión de protesta fue la presencia de los propios cuerpos mutados y moribundos de las víctimas, con carteles impresos con el carácter 呪 maldición.
(iii) A principios de la década de 1990, la escena activista llegó a consolidar su terreno existencial, es decir, como una «autoafirmación» colectiva (jiko-kōtei) de la existencia precaria. Esto fue personificado por un grupo con sede en Tokio que se hace llamar la Alianza de Cosas Buenas para No-(Dame-ren), que se convertiría en un modelo para el movimiento comunitario más grande activo hoy en día, Amateur Riot, que está en medio del desarrollo de una red de movimientos anti-trabajo en Asia Oriental.[25] Sus actividades se basaban en lo que llamaban «mezclarse» (kōryu), es decir, reunirse y hablar. Los sujetos eran básicamente sus problemas de vida: dificultades para adaptarse al lugar de trabajo o a la escuela, pobreza, depresión, mundanidad, abuso de sustancias, etc. Es importante destacar que su esfuerzo por abordar estos graves problemas los llevó a desarrollar un estilo de enunciación colectiva rico en humor y lleno de risas. Como una extensión de la mezcla, comenzaron a vivir en el mismo vecindario, administraron una guardería para aquellos que tienen hijos y administraron un bar y centro social. Experimentaron con una nueva forma de vida para los pobres, una forma de sobrevivir de los inútiles. Aunque el grupo en sí no hizo nada parecido a un movimiento de izquierda, la mayoría de los miembros también participaron en proyectos y protestas más radicales. Después de todo, su jiko-kōtei fue alimentado por el deseo de transformar su estatus negativo en la sociedad en un poder afirmativo.
Las luchas de estos habitantes desarrollaron un amplio horizonte de proyectos autónomos en el clima post-nueva izquierda. En el curso de este proceso, el principal agente del antagonismo cambió: los «activistas» reemplazaron gradualmente a los «revolucionarios», obligados más por sus inclinaciones hacia principios horizontalistas como la igualdad, la ayuda mutua y los bienes comunes, o su sensibilidad por la cohabitación, que por la voluntad de rebelión. Esta transformación apuntaba hacia el retorno de todo lo que las sectas de la nueva izquierda habían suprimido e invisibilizado en su política y discurso: el cuidado de la existencia de los camaradas. Como tal, implicó un cambio en los modos de subjetivación y organización de autoritarios a antiautoritarios, de sectarios a no sectarios, de células revolucionarias a colectivos activistas.
Cuando consideramos este cambio de la voluntad de rebelión a una sensibilidad por la cohabitación, queda claro que la creación de un movimiento radical necesitaría ambos componentes. Sin embargo, en la experiencia de Japón hasta ahora, uno suplantó al otro. Por lo tanto, los movimientos militantes antiautoritarios no se han convertido en una corriente sustancial como lo han hecho en otros lugares. Es decir, el ímpetu de «cambiar el mundo sin tomar el poder» no se ha materializado en un movimiento político. Una de las razones de esto —una causa interna— es que la subjetivación activista iba acompañada de una sospecha inquebrantable hacia la de los revolucionarios de la nueva izquierda, sobre todo teniendo en cuenta la forma en que su voluntad colectiva de rebelión se había convertido en un aparato militarista autoritario. Como resultado, la sensibilidad a la cohabitación ha tendido a poner momentáneamente entre paréntesis o a excluir permanentemente la voluntad de rebelarse. Lo que está reprimido en la lucha opositora de Japón ha cambiado de bando, de la sensibilidad a la voluntad.
Olvido de la Violencia Original
Después del final del largo ’68, hubo unos pocos momentos en los que las luchas japonesas reverberaron en sincronía con los ciclos de levantamientos globales: el movimiento antinuclear después de Chernóbil en 1986, el movimiento antiglobalización que comenzó a fines de la década de 1990, el movimiento contra la guerra de Estados Unidos en Irak en 2003, los levantamientos después de la Primavera Árabe en 2010, y las recientes protestas contra la violencia policial tras el asesinato de George Floyd en 2020, así como el maltrato a los inmigrantes por parte del Estado. En estos momentos, el horizonte de las luchas japonesas se abrió al ímpetu planetario, como breves retornos de su largo 68.
El desastre nuclear de Fukushima en 2011 coincidió con las revueltas mundiales iniciadas por la Primavera Árabe. Las dos catástrofes planetarias en diferentes registros ontológicos animaron a los activistas japoneses a desempeñar un doble papel: proteger la reproducción de la población de la radiación y protestar contra el gobierno y la Compañía de Energía Eléctrica de Tokio. Durante dos años, estos proyectos ejercieron poderosos efectos. Lograron la mayor movilización de indignación desde el largo ’68, e impidieron que el gobierno volviera a poner en marcha las plantas nucleares durante aproximadamente dos años. Eventualmente, sin embargo, una abrumadora sensación de crisis bajo el interminable desastre nuclear permitió el regreso del conformismo —»resolver problemas como nación»— y las protestas quedaron bajo el control de movimientos relacionados con el PCJ, que, en colaboración con la policía, y por el bien de sus campañas electorales, excluyeron todo grado de tácticas militantes excluyendo violentamente a los radicales antiautoritarios. En otras palabras, un conformismo dominante que priorizaba el orden social alentó a los movimientos parlamentalistas liberales a obstruir los intentos de los activistas de empoderar a la multitud en la calle. Su injerencia se convirtió en un factor más, una causa externa, que impidió que los movimientos militantes antiautoritarios se convirtieran en una corriente sustancial. Con todo, sin embargo, la imposición del legalismo/pacifismo siempre ha sido el modus operandi del statu quo de la posguerra, tanto de la derecha como de la izquierda.
La pacificación forzada de la población se originó, en primer lugar, en la constitución del propio régimen de posguerra, como la encarnación de los intereses tanto de las fuerzas de ocupación estadounidenses como de las élites gobernantes japonesas. La base implícita que hizo posible el régimen de posguerra radicaba en su olvido de la violencia original llevada a cabo de forma consensuada entre Estados Unidos y Japón, incluidos los crímenes de guerra de Japón contra los pueblos de la región de Asia y el Pacífico y los bombardeos nucleares de Estados Unidos sobre Hiroshima y Nagasaki. Para que los dos Estados establecieran el pacto de defensa contra sus enemigos comunes en el continente asiático, este doble olvido fue impuesto institucionalmente a la población por medio de la constitución. El artículo uno, que restablece el trono del emperador como símbolo nacional, normalizó la exención de los crímenes de guerra del emperador; en consecuencia, la violencia ejercida por innumerables japoneses, incluidos los plebeyos, contra los pueblos de Asia-Pacífico pasó en gran medida desapercibida. El principio de paz del artículo nueve, que renuncia al uso de la fuerza militar que no sea para la autodefensa, interiorizó una aceptación de la violencia estadounidense contra los japoneses, que se consideraba una tragedia inevitable, que ya había sucedido y debía aceptarse como destino.[26]
En el contexto político de la guerra fría, a medida que las extensas islas del archipiélago japonés se transformaban en una base avanzada para las operaciones militares estadounidenses, la estabilidad social de Japón se volvió geopolíticamente vital. En este contexto, la pacificación de Japón funcionó de una manera paradójica pero totalmente adecuada: al tiempo que proporcionó a la nación japonesa el regalo excepcional del florecimiento económico en un enclave libre de guerra, ha actuado simultáneamente como un punto crucial de los aparatos militares estadounidenses a lo largo de las guerras de Estados Unidos en Corea y Vietnam, y hasta su reciente tensión con China. [27]
Durante el largo 68, si hubo un deseo común que impulsó a todos los grupos revolucionarios divergentes y conflictivos, fue el de deshacer la pacificación posibilitada por este olvido constitutivo. En ese momento, había una sensación desesperada de que esta ruina era la única manera de cambiar una sociedad domesticada y subordinada al aparato de guerra global. La interacción entre el militarismo vanguardista y la militancia empoderadora tuvo lugar en el horizonte común de este deseo. Aunque su violencia contra el Estado fue comparativamente minúscula en relación con la gran violencia de los imperios combinados contra el pueblo, transformaron efectivamente su deseo de desmantelar el régimen de posguerra en una voluntad colectiva de rebelión.
En medio de la burbuja económica que acompañó al alto crecimiento económico, el cierre del largo 68 estuvo marcado por una tendencia a perder de vista el olvido constitutivo impuesto por la dualidad de poderes.
La mentalidad general del público aprendió a ignorar la globalidad del horizonte político —Estados Unidos, con Japón como su estado cliente ideal, su vasallo de buen comportamiento— bajo el cual se le había hecho existir. En tal contexto, mientras la historia del largo 68 quedaba enterrada en el inconsciente nacional como un mal sueño, el sentido de subjetivación afirmativa de la lucha popular desaparecía, reemplazado por un legalismo generalizado en el que la militancia empoderadora con el militarismo suicida se confundían e identificaban indiscriminadamente, como un único acto criminal de terror. La atmósfera pacificada de la sociedad se basaba, pues, en una confusión filosófica del juicio ético del poder con el juicio moral de la violencia.
La sociedad japonesa de hoy descansa sobre un régimen de conformidad orgánico pero rígidamente inquebrantable. Como tal, en lugar de ser reconocido como un movimiento, cualquier acto que lo desafíe será descartado como puro crimen. Por otro lado, también hemos visto que esta sociedad misma, como un conjunto de multitudes heterogéneas, tiene momentos en los que se abre afirmativamente a nuevas fuerzas emergentes que le permiten recomponerse de manera diferente, sin importar cuán desesperadamente la gobernanza del Estado capitalista busque confinarla dentro del molde territorial de una nación insular. [28] En este clima, nuestra tarea hoy es recrear una cultura de la militancia que combine la sensibilidad por la convivencia con la voluntad de rebelión. Sólo entonces podrá resucitar en un nuevo horizonte la experiencia reprimida del largo 68.
[1] En enero de 2022, en la ciudad de Okinawa, cuatrocientos jóvenes atacaron la comisaría de policía de Okinawa. El suceso fue provocado por la brutalidad policial. Un estudiante de secundaria de 17 años fue acosado por un agente de policía mientras conducía una motocicleta, y le rompió el globo ocular derecho. Enfurecidos por la falta de reconocimiento e indemnización por parte de la policía, los jóvenes se sublevaron. (Más información aquí) En este acontecimiento percibimos la inspiración del levantamiento George Floyd de 2020 en Estados Unidos, pero también de la revuelta de 1970 contra la presencia militar estadounidense en la ciudad de Koza, Okinawa. Por desgracia, aún no se ha producido ningún movimiento posterior que aproveche este impulso. En julio de 2022, el ex primer ministro Shinzo Abe fue asesinado a tiros por Tetsuya Yamagami, cuya familia había sido arruinada por el culto religioso de la Iglesia de la Unificación, conocida por sus actividades anticomunistas y su complicidad con Abe y otras figuras del Partido Liberal Democrático. Yamagami fue detenido en el lugar. (Más información aquí) Poco después de este acto, el director de cine y antiguo combatiente del Ejército Rojo japonés, Masao Adachi, realizó la película narrativa «Revolución +1» (2022, 80 minutos) como intervención política. (Puede verse en línea aquí) Volveremos sobre el Ejército Rojo de Japón más adelante en este artículo.
[2] La periodización de “El largo ’68 japonés” se inspira en “Revolución y Retrospección,” prefacio de Los Años Rojos—Teoría, Política y Estética en el 68’ japonés (Verso, 2020): “los “años rojos”, el Japón del largo ‘68— y podríamos decir el ’68 más largo de la historia, que se extiende de 1960 a 1973, o incluso polémicamente de 1955 a 1973”.
[3] Para ilustrar esta evolución, resulta útil el concepto de «cismogénesis» acuñado por Gregory Bateson. El antropólogo desarrolló el término en la década de 1930, en referencia a la formación social entre la población Iatmul de Nueva Guinea. Realizó observaciones etnográficas sobre la diferenciación de la vestimenta, el comportamiento y la expresión emocional entre grupos de mujeres y grupos de hombres. Clasificó dos formas de diferenciación: (A) cismogénesis complementaria y (B) cismogénesis simétrica. La primera, observada con frecuencia entre hombres y mujeres, tiende a crear sumisión. La segunda, observada sobre todo entre hombres, tiende a invitar a una competitividad sin fin. (También identifica una tercera opción para evitar estas situaciones: «reciprocidad», un equilibrio mediante el intercambio de papeles y «meseta de intensidad» como forma de desafiar el clímax observado en la cultura balinesa). La diferenciación en ambos casos se detecta en varias dimensiones de la sociabilidad— individuos, clases, géneros, generaciones, culturas y estados-nación— en las que ambos bandos se disimilan, esforzándose por convertirse en todo lo que el oponente no es. Ver Naven, Gregory Bateson, Standford University Press, 1958, 171, 197; y Pasos hacía una ecología de la mente, The University of Chicago Press, 1972, 61,72. El concepto “meseta de intensidad” fue posteriormente acuñada por Gilles Deleuze y Félix Guattari en su obra Mil Meseta—Capitalismo y Esquizofrenia, traducido por Brian Massumi, University of Minnesota Press, 1987. Ver también, El Amanecer de Todo, David Graeber y David Wenglow, Farrar, Straus y Giroux, 2021, 56, 58.
[4] En su obra Sobre la insurrección [Hanran Ron], Hiroshi Nagasaki, miembro clave de la célula del Bund en la Universidad de Tokio durante la lucha anti-Ampo de 1960, desarrolló una teoría de la política revolucionaria enraizada en la amarga experiencia del Bund. Poniendo en duda la necesidad histórica de la revolución, Nagasaki insiste en la importancia del acontecimiento del levantamiento espontáneo. Fue esta postura la que tendió un puente entre las dos cumbres de la rebelión durante el largo 68, desde el movimiento político por el empoderamiento nacional en 1960 hasta la rebelión anárquica de fuerzas heterogéneas a finales de los sesenta. Véase Hiroshi Nagasaki, Sobre la insurrección, Gōdō Shuppan, 1969.
[5] Gan Tanigawa (1923~1995) fue un influyente poeta y organizador político de principios de los años 60. Jugó un papel protagónico en la creación de una conexión entre el anti-Ampo de los años 60 y las luchas de los mineros del carbón. En su texto de 1956 «El origen que existe» [Genten ga sonzaisuru], subraya que el epicentro de la energía para cambiar la sociedad y el mundo existe en las comunidades rurales, ya que «el preproletariado» que reside allí es el verdadero agente de la lucha revolucionaria. Esta posición fue criticada más tarde como una reversión romántica por varios ideólogos de extrema izquierda de finales de los años 60. Pero su pensamiento y su práctica siguen siendo admirados por muchos hoy en día.
[6] Kazue Morisaki (1927~2022) fue poeta y escritor. Estuvo involucrada en la Aldea del Círculo y en la Lucha de los Mineros de Taisho con Tanigawa. Escribió muchos libros, documentando las comunidades de mineros del carbón y la vida de las mujeres locales, contribuyendo en gran medida al movimiento de liberación de la mujer. Michiko Ishimure (1927~2018) también formó parte de Circle Village con Tanigawa y Morisaki. A partir de entonces, se involucró en la lucha contra la Corporación Chisso en nombre de las víctimas de envenenamiento por mercurio en su ciudad natal de Minamata, un pueblo pesquero en la prefectura de Kumamoto, Kyushu. El sitio es conocido internacionalmente por su alta incidencia de envenenamiento por mercurio, que en consecuencia se conoce como enfermedad de Minamata en Japón.
[7] Nota de Colapso y Desvío: ZAD es la sigla para Zone A Dèfendre, que significa Zona A Defender, y refiere a una forma de organización anarquista basada en una comunidad autogestionada y de protección territorial. La ZAD que se menciona en el texto, en la zona de Notre-Dame, es una de las experiencias de ZAD más conocidas.
[8] Véanse, por ejemplo, los escritos de Kristin Ross sobre La ZAD, No-TAV y Les Soulèvements de la Terre en La forme-Commune – La lutte comme manière d’habiter, La Fabrique Editions, 2023.
[9] Vea la conocida serie documental de Shinsuke Ogawa y su equipo de producción Sanrizuka-Heta Village (1973).
[10] Sin embargo, para ser claros, el propio movimiento campesino experimentó un conflicto interno a finales de la década de 1980. Por ejemplo, véase William Andrews, «Sanrizuka: The Struggle to Stop Narita Airport» (en línea aquí); y David E. Apter y Nagayo Sawa, Contra el Estado. Política y protesta social en Japón, Harvard University Press, 1984.
[11] Profundizar en la problemática en torno al militarismo y la militancia nos llevaría a una serie de binarios relacionados tanto con el «lenguaje» (discurso dominante frente a la enunciación colectiva) como con la «organización» (el partido para la movilización de masas frente al grupúsculo para la creación de redes de comunidades y grupos de afinidad). Estas oposiciones se refieren, en última instancia, a un par de conceptos que Gilles Deleuze y Félix Guattari articularon como «molar» (tendencia a la concentración, centralización y totalización) y «molecular» (dispersión, descentralización y singularización). Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mil mesetas – Capitalismo y esquizofrenia, traducido por Brian Massumi, University of Minnesota Press, 1987.
[12] Las sectas de la nueva izquierda también participaron en las campañas de Zenkyōtō, con la excepción de Kakumaru-ha, que se mantuvo a distancia de ellos, y Minsei, que los obstruyó.
[13] Esta tendencia se observó no sólo entre los artistas políticamente izquierdistas (por ejemplo, los directores de cine Nagisa Oshima y Koji Wakamatsu), sino también entre el novelista fascista Yukio Mishima, que se suicidó como harakiri en el clímax de su intento de golpe de Estado en 1970. Véase Jonathan Watts, «Dead writer’s knife is in Japan’s heart», The Guardian, 24 de noviembre de 2000 (en línea aquí).
[14] La situación desesperada se expresaba de manera más explícita en la consigna de la Fracción del Ejército Rojo, «levantamiento armado previo a la etapa», que alentaba a todos los militantes a tomar las armas, como las pistolas y las bombas, y crear una situación revolucionaria aquí y ahora, en lugar de esperarla.
[15] Aunque no tenían ninguna conexión directa con el PCJ en ese momento, usaron este nombre para enfatizar su autenticidad como un verdadero partido comunista en Japón.
[16] Ver la película: «Ejército Rojo Unido» (2007), dirigida por Koji Wakamatsu. La narración supuestamente sigue fielmente el evento, en contraste con la dramatización observada en otras películas o novelas.
[17] Véase la película: «Declaración de Guerra Mundial del Ejército Rojo/FPLP» (1971), dirigida por Masao Adachi. Nota de Colapso y Desvío: Siglas de Frente Popular para la Liberación de Palestina.
[18] Ver la película: «Looking for the Wolf» (2018), dirigida por Kim Mirye.
[19] Hay un epílogo de solidaridad entre estos dos grupos. En 1977, Nihon Sekigun secuestró un vuelo 472 de Japan Airlines, después de despegar de Dhaka. A cambio de rehenes, exigieron la liberación de nueve miembros encarcelados de los grupos ultramilitantes, entre ellos dos de Higashi Ajia Hannnichi Busō Sensen (HAHBS). Este intento tuvo éxito y seis fueron liberados en Argelia. Se unieron a Nihon Sekigun en sus operaciones globales. Desde entonces, tres de ellos, entre ellos Yukiko Ekita de HAHBS, fueron arrestados en diferentes lugares y enviados de regreso a Japón. Ekita fue liberado de una prisión japonesa en 2017. Más información en línea aquí.
[20] Véase Postmodernism and Japan, editado por Masao Miyoshi y H.D. Harootunian, Duke University Press, 1989. Alexandre Kojève, Introducción a la lectura de Hegel – Conferencias sobre la fenomenología del espíritu, traducido por James H. Nichols, JR., Cornell University Press, 1969; Roland Barthes, El imperio de los signos, traducido por Richard Howard, Farrar, Straus y Giroux, 1982.
[21] El proyecto se llamó «Remodelación del archipiélago japonés», iniciado por el primer ministro Kakuei Tanaka en 1972.
[22] Ver la película: «Yama – Attack to Attack» (1985), dirigida por Mitsuo Sato y Kyoichi Yamaoka.
[23] Shūji Fumanoto, No mueras al borde del camino en silencio [Damatte Notare Jinuna], (Renga Shobō Shinsha, 1985, 168 y 169).
[24] La complejidad de sus luchas contra la contaminación, la industria y el Estado se describe meticulosamente en la novela de Michiko Ishimure, Paradise in the Sea of Sorrow: Our Minamata Disease (Universidad de Michigan, 2003). Ishimure también participó en las luchas de los mineros del carbón.
[25] Para más información, vea aquí, aquí y aquí.
[26] La noción de paz implica elementos ambiguos: aunque las acciones militares sólo están permitidas para la autodefensa, Japón mantiene fuerzas militares sustanciales (las octavas más grandes del mundo) y continúa expandiéndolas. Además, la interpretación de los actos de defensa ha cambiado, lo que ha llevado a una ampliación de su alcance. Este cambio convertiría a Japón en un colaborador de Estados Unidos, en lugar de simplemente en su perro faldero. Como era de esperar, los debates en torno a su interpretación se convirtieron en una importante línea divisoria en el parlamento y demarcaron los horizontes políticos de Japón. Un pacifismo ambiguo ha sido el bastión político del campo liberal, que está diseñado como protección contra los intentos de la derecha de declarar oficialmente un Estado-nación remilitarizado de Japón. De ambos lados, lo que es seguro es que Japón seguirá aumentando su presupuesto de defensa y mantendrá su pacto militar con Estados Unidos.
[27] En este momento, la militarización está en marcha en las islas Nansei como un proyecto conjunto de las Fuerzas Militares de Estados Unidos y las Fuerzas de Defensa de Japón. Para obtener más información, consulte aquí.
[28] Una de las fuerzas emergentes que se observa en un número creciente son los trabajadores inmigrantes y los estudiantes de los países de Asia Oriental, lo que permite frecuentes intercambios entre los activistas de Tokio. Este fenómeno nos recuerda el papel que Tokio había desempeñado como lugar de reunión de los revolucionarios asiáticos a principios del siglo XX.