Catástrofe, utopía y la crisis de la materia híbrida
Por Benjamin Noys
Texto originalmente publicado en e-flux el 8 de febrero de 2023.
Traducido al español por Amapola Fuentes.
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En los últimos años he empezado a catastrofizarme. Mis acciones (e inacciones) se ven acechadas por premoniciones de desastre. De hecho, es más bien una sensación de estar atrapado por el miedo —apresado y retenido por él, de algún modo dentro del cuerpo, aunque también con una sensación de vacío, cuando paso de contemplar una acción, o una inacción, a sus terribles consecuencias. Algo tan trivial como coger una botella de un estante alto o terminar un artículo se convierte en algo cargado de terror incipiente, a pesar de ser consciente de que las consecuencias de la catástrofe, en estos casos, son leves. La vida, o la imaginación de la vida, es un poco como vivir en una película de Destino Final —que no he podido volver a ver hasta hace poco (¿quizás poder volver a verlas sea un signo de recuperación?). Las cadenas de causalidad avanzan inexorablemente hacia el desastre.
Esta catastrofización no ha surgido de la nada. No ha caído del cielo. Las razones de su aparición, al menos las que yo conozco, no es importante contarlas aquí. Baste decir que se trata de la mezcla habitual de acontecimientos personales y públicos que han dejado a muchos más angustiados que yo.
Una cosa que he observado sobre el catastrofismo es que te hace consciente de cómo la realidad sale a tu encuentro en sus dimensiones catastróficas. Los pensamientos catastrofistas se apoderan rápidamente de lo que la realidad ofrece. Si empiezas a sentir que tu catastrofismo está bajo control, la realidad pronto empieza a gritarte sobre alguna catástrofe inminente. El 18 de julio de 2022, el gobierno del Reino Unido declaró una alerta meteorológica de nivel rojo por calor, que sin duda será la primera de muchas. Para cualquier lector de El Ministerio del Futuro (2020) de Kim Stanley Robinson, como yo, esto sería suficiente. No mucho más tarde, el efímero mandato de Liz Truss terminó rápidamente después de que intentará hundir las bases fiscales del Estado británico. Se trata de referencias parroquiales, sin duda, pero hay más que suficientes acontecimientos globales o equivalentes locales para mantener el aire de catástrofe.
La catástrofe también acecha a la imaginación teórica. Incluso persigue lo que podría parecer más alejado de la catástrofe, que es la imaginación utópica. Las utopías surgen en respuesta a las crisis y las catástrofes, como en el caso de la imaginación postapocalíptica, y también para frenarlas. La Utopía de Tomás Moro (1516) es, en parte, una respuesta al mundo de los cercados en el que las ovejas «se han convertido en devoradoras de hombres», dejando a las masas en la pobreza[1]. Como sugeriré más adelante, las utopías también llevan en sí el rastro de la catástrofe, sobre todo de las catástrofes que intentan evitar. Las utopías también están marcadas por la tendencia a habitar la inversión hacia la distopía, hasta el punto de que estas formas se difuminan. ¿Qué hay, pues, de la prehistoria reciente de nuestro presente teórico? Aquí hemos visto la aparición y el eclipse de lo que he llamado las «utopías del texto»[2]. Estas fueron las visiones, asociadas en particular con el momento teórico conocido como post-estructuralismo, en las que el texto surgió como la contraposición a los límites de cualquier texto en particular. Tuvieron su apogeo en el momento de la década de 1970, especialmente a raíz de Mayo del 68. El texto desbordaba ahora todos los contenedores. El texto desbordaba ahora toda contención y se dispersaba más allá del autor, del lector o de cualquier otro límite. Era una utopía incontenida.
Hoy se nos dice que tales utopías eran fatalmente limitadas. Colapsaron la realidad en el texto y crearon el texto como una nueva prisión. Estas utopías de proliferación textual volcaron en visiones pesadillescas del confinamiento, como en la utopía textual del Castillo de Silling de Sade, de Los 120 días de Sodoma (1785)[3]. Un mundo de signos y producción textual constante es también un lugar de terror y sufrimiento, como demostró Salò (1975) de Pasolini al revelar que la máquina de Sade equivale a la biopolítica del fascismo. La dificultad de estabilizar el texto de Sade entre estas lecturas sugiere la inestabilidad de las utopías del texto. En respuesta, hemos visto la demanda emergente de utopías de la hibridez, especialmente las de las cosas híbridas, que a la vez nos pondrán en contacto con el mundo real, estabilizarán una nueva utopía, y también encarnarán una resistencia material a cualquier forma final. Hemos asistido a los giros hacia lo especulativo, hacia el nuevo materialismo, hacia lo digital, hacia lo posthumano, y así al fin de todas las utopías del texto. La modernidad, si aceptamos la sugerencia del difunto Bruno Latour, ha hecho naufragar sus propias pretensiones de ser moderna en los híbridos que produce[4]. Nunca hemos sido modernos y, ahora resulta, que tampoco deberíamos haber sido textuales. Escapando del «reflejo narcisista del lenguaje y el pensamiento humano», que se ve incapaz de tratar con la materia, necesitamos revelar un nuevo mundo de flujos y cosas como un mundo de hibridez material[5]. (También podríamos observar en esta historia del triunfo de lo híbrido la oclusión común de las nociones poscoloniales de lo híbrido, que en sí misma merece una seria consideración[6]).
Sin embargo, las utopías del texto ya estaban obsesionadas por un sentimiento de catástrofe, como he sugerido, y esta catástrofe persiste en el triunfalismo y el tono alegre de las nuevas utopías materiales de la hibridez. Nuestra nueva ciencia gay de la materialidad híbrida es quizá algo así como una defensa maníaca contra la catástrofe. Una atención a la materialidad es obvia y obviamente necesaria en el contexto contemporáneo del daño material que hemos infligido a la tierra, que Jonathan Crary ha llamado nuestra «tierra quemada»[7]. Además, la hibridez parece un eslogan todavía poderoso en un momento de fascismos resurgentes y purificaciones reaccionarias[8]. La dificultad que quiero indicar es que tal cambio no es tan trascendental como a menudo se afirma y no es una solución radical a las catástrofes que se abaten sobre las utopías del texto. Las utopías de la hibridez, que pretenden darnos el mundo de la materialidad, en realidad se repliegan en una contemplación de la complejidad de los híbridos fuera de control. Menospreciando el poder de los humanos, corren el riesgo de ratificar el mundo como ese «montón de escombros» que «crece hacia el cielo», enfrentándose al ángel de la historia de Benjamin[9]. La puerta de salida conduce al interior.
Catástrofe en el origen
¿Y si la catástrofe ya se hubiera producido? Daniel Heller-Roazen ofrece un comentario sobre la Biblioteca de Alejandría como una institución «en la que apenas pueden distinguirse la conservación y la destrucción de la tradición, un archivo que, en un vertiginoso movimiento de autoabolición, amenaza con coincidir por completo con su propia destrucción». Tras reconstruir, a través de fuentes clásicas, la forma y naturaleza de la Biblioteca, Heller-Roazen llega al incendio que la destruyó, señalando que «la historia de la destrucción final es difícil de establecer con certeza».[10]
Se cuenta que César, implicado en las luchas de Egipto en los años 47 y 48 de la era común, prendió fuego a los barcos enemigos en Alejandría. El fuego, sin embargo, se propagó más allá de los muelles, consumiendo la biblioteca. El número de libros destruidos oscila entre cuarenta mil y cuatrocientos mil, según las fuentes. Como señala Heller-Roazen, hay muchas ambigüedades en el relato, desde el hecho de que algunas fuentes no mencionan en absoluto un acontecimiento tan trascendental hasta la posibilidad de que de lo que se esté hablando sea de la destrucción de almacenes y no de la biblioteca en sí.
Heller-Roazen hace otra especulación: «Uno podría estar tentado de sugerir que, si no hubiera habido un fuego que consumiera la Biblioteca, habría habido que inventar uno: Después de todo, ¿qué otro destino podría aguardar al archivo universal que su destrucción?»[11]. La paradoja, también señalada anteriormente por Jacques Derrida[12], es que la propia reunión que constituye el archivo expone su contenido a una destrucción radical sin reservas. La historia del incendio de la Biblioteca de Alejandría sería la imagen de una catástrofe que tuvo que suceder, como condición del archivo, aunque no sucediera en la realidad empírica. También sugiere una catástrofe material, incluso cuando el registro equívoco de esa catástrofe se reconstruye en rastros textuales. Algo queda tras el incendio de la Biblioteca de Alejandría: cenizas, si es que ardió. Si no es así, lo que destruyó la Biblioteca fue lo que la destruyó, aunque sólo fuera el desgaste del tiempo.
El origen es un punto de catástrofe. Esta biblioteca, como utopía del texto, como reunión del saber humano, es el lugar de la catástrofe potencial. En un texto o fragmento muy extraño titulado «La edad de hielo de las catástrofes» (1915), el gran psicoanalista húngaro Sándor Ferenczi propone que todas las catástrofes psíquicas -y ¿qué es la psique sino otra biblioteca o archivo de catástrofes (o su evitación)- son el resultado de una catástrofe que ya ha ocurrido[13]. Al escribir durante la Primera Guerra Mundial, que describe como una especie de experimento de laboratorio elevado a un «nivel cósmico», Ferenczi reflexiona sobre el modo en que la guerra ofrece una revelación de las capas más profundas de la psique. La guerra es un ejercicio de regresión social masiva y, para Ferenczi, revela las catástrofes configuradoras que han estructurado la historia humana. En particular, la guerra revela la «huella» de la catástrofe de la Edad de Hielo.
En la década de 1870, la ciencia confirmó la existencia de las glaciaciones, y Ferenczi se refiere a la última glaciación, que tuvo lugar hace entre 115.000 y 11.000 años. Para Ferenczi, en respuesta a esta catástrofe climática, la humanidad formó íntimos lazos familiares y sociales para sobrevivir. Nuestro desarrollo como especie se refleja en nuestro desarrollo individual, ya que Ferenczi creía en la recapitulación filogenética (el desarrollo del individuo repite el desarrollo de la especie). Así pues, la Edad de Hielo no sólo dejó una huella en la historia de la humanidad, sino que se repitió en el desarrollo del individuo humano. Aunque eso no es cierto, lo que sí sugiere Ferenczi es algo interesante: lo que tememos en la catástrofe es que la catástrofe ya haya ocurrido[14]. Las utopías textuales se ven acechadas por sus propias catástrofes originales, al consumirse en el fuego o cubrirse de hielo, y, tal vez, por sus propias catástrofes futuras, al ceder ante la materialidad.[15]
Borrando el mundo
Jorge Luis Borges parece pertenecer firmemente a la era de las utopías del texto. Borges es citado regularmente por los pensadores del postestructuralismo por su idea de que el texto viene a sustituir al mundo tal y como lo conocemos por un nuevo mundo textual del significante. Derrida utiliza citas de Borges en su debate sobre el poder divulgativo del texto[16], mientras que Foucault lo presenta como heredero de Flaubert y heraldo de un mundo en el que los libros son el verdadero sujeto de la obra literaria. Es un mundo en el que «la biblioteca está en llamas»[17]. De un modo más equívoco, más fiel a las ansiedades de Borges, Baudrillard utiliza la parábola borgeana del mapa que viene a igualar y sustituir al territorio como alegoría de la sustitución de la realidad por la simulación[18]. El mundo imaginario de Tlön de Borges, en el que «la metafísica es una rama de la literatura fantástica», parecería ser el mundo del postestructuralismo y sus utopías del texto[19].
Estas citas fugaces crean una imagen de Borges como uno de los escritores de las utopías del texto, pero cualquier lector de Borges podría sentirse un poco desconcertado. Aunque ciertamente tenemos la noción de que el texto sobrescribe la realidad en las ficciones de Borges, esta sobrescritura es a menudo inquietante y peligrosa. Volviendo al mundo de Tlön, en el relato «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», se trata de un mundo que «está a punto de borrar el mundo conocido», como dice W. G. Sebald en su relato de los Anillos de Saturno[20]. Es el texto como amenaza o el texto como catástrofe, ya que sobrescribe nuestra propia realidad.
El atractivo de Tlön radica, en parte, en que es un «planeta ordenado» y, afirma el narrador, «hace diez años [1937] cualquier simetría con apariencia de orden -el materialismo dialéctico, el antisemitismo, el nazismo- bastaba para entrar en la mente de los hombres». En el conservadurismo pesimista de Borges, reflejado por el narrador, la amenaza es la de un exceso de orden sobre el flujo y el discurrir de los asuntos humanos. La ambivalencia del relato es vertiginosa. Si bien el mundo de Tlön, con su ausencia de cadenas causales, un mundo sin plagios, un mundo en el que «las obras de ficción contienen una única trama, con todas sus permutaciones imaginables», podría parecer el mundo de la ficción (y de las utopías textuales) de Borges, también es el mundo que invade y destruye nuestro mundo en nombre del orden. El narrador se resiste a esta invasión y cierra el relato haciendo «una incierta traducción quevediana (que no pienso publicar) del Entierro de la urna de Browne»[21]. En lugar de la inmersión extática en el texto, tenemos la resistencia al texto invasor llevada a cabo por medio del texto, como una especie de profilaxis.
Al reconocer el poder del texto para sobrescribir la realidad, lo mejor que podemos hacer es reconocer que esta escritura es sólo una especie de ficción que permanece transitoria. Lo que Borges nos ofrece no es simplemente un testimonio del poder del texto, sino también una advertencia para que no nos dejemos seducir por ese poder[22]. Las ficciones de Borges, como ficciones explícitas, pretenden resistirse a aquellas ficciones que se hacen pasar por verdaderas o reales. El coste es que nos quedamos en un mundo en el que nada es verdadero o real y sólo hay ficciones que compiten entre sí. Como dijo J. G. Ballard, en su prefacio de 1974 a la edición francesa de Crash, «Vivimos en un mundo gobernado por ficciones de todo tipo», y en este contexto el papel del escritor «es inventar la realidad». El problema es que inventar la realidad es inventar otro texto, otra ficción[23].
Este giro hacia la distopía es también un giro material. Tlön no es sólo un mundo textual, sino también un mundo de objetos, de los hrönir, que son duplicados de objetos perdidos. En un mundo de idealismo absoluto, imaginar un objeto es hacerlo real. Además, la invasión de Tlön en nuestro mundo no es sólo una invasión textual, iniciada por la enciclopedia de Tlön, sino también de objetos materiales. Los objetos de Tlön empiezan a inmiscuirse en nuestra realidad: una extraña brújula, luego un cono de metal brillante de peso intolerable. No sólo nos invade el significante, sino también los subproductos materiales de esos significantes.
Esta materialidad, producida como lo es por el texto, que es fiel al idealismo absoluto de Tlön, continúa en «La biblioteca de Babel» de Borges, en la que el Universo se convierte en una biblioteca[24]. El narrador de Borges no sólo está atento al contenido de los textos, que a menudo son fragmentarios y sin sentido, sino también a la arquitectura material de este espacio, que se detalla hasta un grado similar al Panóptico de Bentham (al que empieza a parecerse)[25]. Esta utopía es material, como todas las utopías, aunque sean creaciones que a menudo sólo existen en la página. También es distópica, en el sentido de que este universo de biblioteca no es el del juego del significante, sino el de una serie de inscripciones sin sentido en las que deambulamos. El narrador de esta historia especula que «Sospecho que la especie humana -la especie única- está a punto de extinguirse, pero la biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, provista de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta». Tal vez la distopía final sea la biblioteca no leída, que se presagia en la temprana afirmación inicial del narrador de que «mis ojos apenas pueden descifrar lo que escribo», e invoca trágicamente la propia ceguera invasora de Borges[26].
Todo esto es para decir que las utopías del texto están acechadas por la inversión a la distopía y por la posibilidad de la utopía de la hibridez. Esto también quiere decir que hoy no estamos tan lejos de las utopías del texto como imaginamos. Ya el dominio del texto era un dominio en relación con la materialidad. El énfasis de Derrida en la huella como también material, aunque se trate de negatividad, de surcar o trastocar, e incluya huellas, olores, etcétera, es una muestra de ello. En su libro Cenizas, incluido ahora en una serie dedicada a las «posthumanidades» y calificado de biopolítico por el editor de la serie, Cary Wolfe, Derrida sostiene que la ceniza es «el mejor paradigma de la huella» como «lo que queda sin permanecer del holocausto, de la quema total, de la incineración, del incienso»[27]. «Se trata, por supuesto, de una materialidad a punto de desaparecer, una huella de materialidad, y por tanto insatisfactoria para las exigencias de las nuevas utopías de la materia híbrida como sustancia. Y, sin embargo, esto sigue persiguiendo a esas utopías con la insustancialidad de sus propias invocaciones de la materia y la extraña línea, la propia huella, que conecta y divide signo y materia.
Derrida escribe que «la urna del lenguaje es tan frágil», y así tenemos otro eco de la Hydriotaphia, or Urne-Burriall (1658) de Sir Thomas Browne, que resuena en Borges y Sebald[28]. La narrativa de Browne trata del destino de los restos humanos: «Pero, ¿quién sabe el destino de sus huesos, o cuántas veces ha de ser enterrado? ¿quién tiene el Oráculo de sus cenizas, o si han de ser esparcidas?»[29]. La frágil urna del lenguaje contiene cenizas, las cenizas de la fugacidad humana. Derrida se acerca a Borges, probablemente sin querer, acercándose a la singular resistencia de Borges al texto, que es una singularidad política. Esta singularidad política es la de un conservadurismo que se apoya en la alteración del orden y en la fragmentación de cualquier impulso utópico. Para Borges, lo que queda es una fugacidad que nunca puede ser abarcada por el orden. Las utopías textuales de Borges son tan extrañas porque no son utopías en absoluto. A pesar de esta dificultad, poco señalada en la imagen de Borges como escritor especulativo por excelencia, podemos rastrear en su escritura esa crisis e inversión de las utopías del texto. Borges ya predice no sólo las utopías del texto, sino las futuras utopías de la hibridez, y la extraña mezcla de ambas.
Poesía de escombros
Las utopías de la hibridez no son una resolución mágica a las catástrofes que amenazan las utopías del texto. En todo caso, son la intensificación y exacerbación de esas catástrofes. ¿Cómo tratan las utopías de la hibridez el lenguaje? No lo eliminan, al estilo del deseo de William Burroughs de «borrar la palabra para siempre»[30] o del intento de Mesmer de «pensar sin palabras», que, como informa Hegel, fue «un procedimiento manifiestamente irracional que, como el propio Mesmer admitió, casi le volvió loco»[31]. En lugar de eso, el lenguaje se reduce a ser un objeto híbrido entre otros. El lenguaje no es algo que domine el todo, proporcionando su imagen o alegoría, sino que, por el contrario, es tratado como un objeto más. Podríamos señalar el efecto de la proliferación de lenguajes de programación, especialmente los orientados a objetos, como una posible influencia en esta degradación del lenguaje.
Las palabras deben ser fluidas y móviles. Deben aparecer como híbridos que pueden nombrar objetos pero nunca fijarlos. El lenguaje no es tanto el medio para los objetos, sino simplemente el mal necesario de la denominación que debe tener como objetivo la proliferación de objetos. P[32]or eso, como señaló Ian Bogost, tenemos la «letanía de Latour», que en sí misma puede convertirse en un objeto programado. El lenguaje es un acto de enumeración en una utopía de cosas híbridas que nunca puede llegar a su fin. La Biblioteca de Babel de Borges era «ilimitada y cíclica[33]«; las utopías de las cosas son cadenas ilimitadas (o quizá mejor flujos, ya que las cadenas podrían ser demasiado pesadas e invocar la cadena del significante…). Esta es una teología negativa de la materialidad, en la que la materia sustituye a dios como lo desconocido que el lenguaje nunca puede nombrar, sino sólo indicar. Al contrario que en el cuento de Arthur C. Clarke, nunca podremos agotar los «Nueve mil millones de nombres de Dios» (1954), mediante ordenadores o de otro modo, porque hay infinidad de híbridos.
Podemos encontrar el lenguaje como un objeto, como un objeto que se utiliza para nombrar objetos, en la famosa escena de Vibrant Matter (2009) de Jane Bennett de cosas encontradas «En una soleada mañana de martes 4 de junio en la rejilla sobre el desagüe pluvial a la bahía de Chesapeake frente a Sam’s Bagels en Cold Spring Lane en Baltimore». Podemos observar el sentido paródico del realismo del momento y el escenario, así como el eco del título de un poema (como «La idea de orden en Cayo Hueso» de Stevens). Se trata de una escena de escombros. Lo que se encuentra es:
un guante de trabajo grande de plástico negro para hombre
una densa alfombra de polen de roble
una rata muerta intacta
un tapón de botella de plástico blanco
un palo de madera liso
Guante. polen. rata. tapón. palo.[34]
Ahora, en forma y modo, tenemos el encabalgamiento de la poesía moderna o modernista, ya que cada objeto recibe su propia línea. Quizá afortunadamente no las «ratas bajo los montones» de Eliot, teniendo en cuenta lo que Eliot invoca a continuación antisemíticamente, pero ciertamente no muy lejos de su «Estos fragmentos los he apuntalado contra mis ruinas»[35].
Bennett ha elaborado su propia letanía, en la que el rol del lenguaje es al principio descriptivo, pero luego se reduce a la mera denominación de objetos. El lenguaje mismo se reduce de la descripción a los nombres desnudos, y con este gesto se supone que accedemos a la transparencia de un signo que se funde tanto con el significante como con el referente. Estamos lejos de la dificultad de lectura de los objetos que era el deseo de la modernidad, en la que tanto Marx como Freud encontraban la imagen del objeto en el jeroglífico[36] . Para las utopías de la hibridez esto es demasiado reductor, por lo que a su vez el lenguaje debe reducirse al estatus de objeto, a nombrar o incluso a gesticular (aunque, con Wittgenstein, podríamos recordar que el gesto de señalar tiene que tener sentido dentro de un tipo de lenguaje). La reducción del lenguaje sirve a la proliferación de lo híbrido como signo fundamentalmente indescifrable, o como signo que es un objeto que podemos descifrar infinitamente.
Se trata de una poética textual en negación de ser un texto[37], que trata de hacer que el texto sea extrañamente transparente al mundo de las cosas. En este momento de la enumeración encontramos el intento de lo que Donna Haraway llama «la unión corpórea de lo material y lo semiótico[38]«. En este momento el lenguaje tiene que disolverse en la materialidad que invoca, y así encontramos la disolución de las utopías del texto en las utopías de la hibridez. Al mismo tiempo, sin embargo, amenaza con producirse una inversión, en la que los objetos se funden con los signos y regresan así al lenguaje. De pronto, las utopías de la hibridez empiezan a parecerse a las utopías del texto. Mientras proclama su acceso a los objetos tal y como son, lo que encontramos en su lugar son otra serie de objetos textuales, pero esta vez de objetos-signo como ventanas transparentes de distinto grado al mundo. La materialidad permanece como remanente y residuo, y los objetos híbridos empiezan a aparecer como cenizas en retirada que permanecen después de que el mundo haya ardido.
Este momento de la unión corpórea es el que Haraway vincula al sacramento: «Está la semiótica material del catolicismo, que es la parte de la palabra hecha carne»[39]. Esta fusión de texto y materia es el deseo de los nuevos materialismos, al menos particularmente los de Haraway y Bruno Latour[40], para quienes, como «para gran parte de la teología católica, tanto oficial como popular, la encarnación es un misterio centralmente apremiante y altamente cargado»[41]. Tal fusión del signo con la materia recuerda el deseo modernista de conectar el signo y la cosa, en el anglocatolicismo de Eliot o en el pensamiento de David Jones, el pintor y poeta modernista y converso católico que veía en la creación de signos la afirmación de «la validez de las cosas materiales»[42]. No sólo tenemos una súbita zozobra de las utopías de la hibridez en las utopías del texto; también tenemos un retorno del impulso religioso de la sacralización. Las cosas deben protegerse de las palabras mediante una fusión que sólo se renueva para siempre para volver a fracasar. Las cosas híbridas son signos sagrados temporales, resistentes a cualquier desciframiento, y por lo tanto a cualquier conocimiento, en lugar de ello deben ser contempladas en el momento del misterio.
El momento religioso se inmiscuye en varias de estas formas de materialismo precisamente como el momento de fusión entre el signo y la materia. Deleuze, la verdadera figura de origen de estos nuevos materialismos, invocaría la necesidad de que el cine nos devolviera la fe en el mundo, que reparara nuestra relación rota con el mundo[43]. Aunque parece depositar toda su fe en la materialidad, podemos observar que esta fe es notablemente frágil y parece necesitar ser reforzada constantemente. Si el lenguaje es una mediación rota e inadecuada -Deleuze prefiere la mediación de las imágenes, especialmente la imagen del tiempo-, entonces esta nueva mediación sólo es un acto de fe. A pesar de todo el deseo de volverse hacia la realidad, cuando ésta aparece lo hace como un texto misterioso que nunca puede descifrarse, una especie de jeroglífico sin la piedra Rosetta (la parte crucial de la metáfora para Marx y Freud). Todo lo que podemos hacer es contemplar y fundirnos con esta realidad de objetos híbridos o, como sugería Ballard, inventar esta realidad. Ese es el momento utópico. En ese momento, la hibridez, irónicamente, desaparece, en la relación repetitiva con la fusión del signo y la materia. Lo que encontramos es la misma cosa (o híbrido) una y otra vez.
Aunque podría parecer que estamos ante un pensamiento de la relación entre lenguaje y materia, en lugar de ello quiero sugerir que más bien tenemos la absorción del lenguaje en la materia y el colapso de la determinación y las relaciones. Si las utopías del texto convertían el lenguaje en indeterminado, en texto fluido, ahora las utopías de la hibridez convierten los objetos en indeterminados, en híbridos, que se fusionan y reforman en letanías y disposiciones caóticas[44]. Las cualidades que el humanismo dio a los humanos -libre albedrío, autodeterminación, pasiones, agencia, acciones, etc.- se transfieren ahora claramente a los objetos. Por supuesto, todo esto podría parecer que enriquece nuestro mundo, ¿y quién podría quejarse de ello? La materialidad caótica parecería resistir a las fuerzas de abstracción y captura que limitan la realidad a lo que produce valor[45].
La dificultad estriba en que la utopía de la hibridez no conduce a la materialidad como tal, sino al mundo letanía de una serie de objetos sólo siempre en relaciones contingentes. Las determinaciones históricas se desvanecen o quedan opacas en un modo de contemplación religiosa. Los objetos se alinean en conjuntos temporales y las transformaciones o relaciones de esos conjuntos quedan sin aclarar. Mientras estamos llamados a apreciar el grano fino y el detalle de la mirada del materialista, ese detalle se convierte en una serie pastosa de objetos híbridos equivalentes. La hibridez se convierte en cenizas. Lo que podríamos ganar en creencia en el mundo lo perdemos en relación real con ese mundo, incluida su transformación material. Esta es la catástrofe de las utopías de la hibridez, que nos dejan contemplando las cosas, maravillados por su complejidad y diferencia, sin forma de comprenderlas ni de controlarlas. Al final nos quedan las cuestiones de fe. Si antes deambulábamos por la biblioteca, ahora lo hacemos por la sala de las cosas híbridas.
Al final, ¿nos ha desbordado la catastrofización? Fascinados por los incendios que consumen los textos, ¿nos hemos convertido, a nuestra vez, en simples registradores de la catástrofe? Joshua Clover plantea la cuestión: «Una vez que el fuego es la forma del espectáculo, el problema / se convierte en cómo prender fuego al fuego»[46]. ¿No es esto, sin embargo, sólo otro giro en el círculo de la catástrofe en el que nos estamos quemando? Ahora sólo podemos intensificar la quema, destruir el espectáculo de la destrucción, y así convertirnos simplemente en adjuntos de la catástrofe.
Las utopías de la hibridez prometen una salida de la biblioteca y de tales dilemas. Ya no damos vueltas en torno a los textos o al fuego, si es que ambos son cosas distintas. Salimos del círculo y entramos en el mundo. Pero ese mundo sólo se sostiene por una fe frágil. Nuestro paso confiado vacila al verse acechado por una catástrofe potencial cuando tocamos ese mundo. La propia relación adopta la forma de catástrofe. En su lugar, debemos pensar relaciones de conocimiento y expropiación que permitan transformar el mundo y evitar la catástrofe. No todas las relaciones son catástrofes equivalentes. Ese es el modo catastrofista, en el que vivimos en un estado de parálisis o temblor, temiendo que lo que tocamos se desmorone. El mundo no es un espectáculo de fuego o de alegría, o no sólo de estas cosas. Sin recuperar esas relaciones, acabamos reduciéndonos a dispositivos de grabación, a mudos testigos de la catástrofe, abdicando tanto de la responsabilidad como de la posibilidad.
Notas del autor:
[1] Utopia, trad. Paul Turner (Penguin, 1965), 46.
[2] “Utopias of the Text: Prefigurations of the Post-Literary,” Countertext 5, no. 1 (Mayo del 2019).
[3] Véase Roland Barthes, Sade/Fourier/Loyola, trans. Richard Miller (Hill and Wang, 1976).
[4] We Have Never Been Modern, trans. Catherine Porter (Harvard University Press, 1993).
[5] Jane Bennett, Vibrant Matter: A Political Ecology of Things (Duke University Press, 2010), xvi.
[6] Homi Bhabha, The Location of Culture (Routledge, 1994). Por supuesto, se trata de la hibridez de los signos, aunque una hibridez trazada a través de un espacio literario deconstructivo y que abarca también los objetos, por ejemplo en la lectura de la circulación del chapati (283-302).
[7] Scorched Earth: Beyond the Digital Age to a Post-Capitalist World (Verso, 2022).
[8] Alberto Toscano, Late Fascism (Verso, forthcoming).
[9] “Theses on the Philosophy of History,” en Illuminations, ed. Hannah Arendt, trad. Harry Zohn (Schocken Books, 1968), 258.
[10] “Tradition’s Destruction: On the Library of Alexandria,” October, no. 100 (2002): 133, 148.
[11] “Tradition’s Destruction,” 150
[12] Archive Fever: A Freudian Impression, trad. Eric Prenowitz (University of Chicago Press, 1996).
[13] En Selected Writings, ed. Julia Borossa (Penguin, 1999)
[14] Esto inaugurará toda una tradición de pensar lo catastrófico como el resultado de un fracaso anterior en nuestro desarrollo individual, rechazando las especulaciones cosmológicas e históricas de Ferenczi. Nuestros miedos son el resultado de un fracaso anterior en nuestra situación de sujeción, que luego repetimos. Este es el argumento de Michael Balint, alumno de Ferenczi, en The Basic Fault: Therapeutic Aspects of Regression (Routledge, 1989) y de D. W. Winnicott en su «Fear of Breakdown», International Review of Psycho-Analysis, nº 1 (1974).
[15] Podríamos recordar el papel de la biblioteca, como santuario y lugar donde hay que quemar libros para calentarse, en El día después de mañana (2004), de Roland Emmerich.
[16] Dissemination, trad. Barbara Johnson (Athlone Press, 1993), 84–85
[17] Foucault, “Fantasia of the Library,” en Language, Counter-Memory, Practice: Selected Interviews and Essays, ed. Donald F. Bouchard (Cornell University Press, 1977), 92.
[18] Simulacra and Simulation, trans. Sheila Faria Fraser (University of Michigan Press, 1994), 1.
[19] “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius,” in Labyrinths, ed. Donald A. Yates and James E. Irby (Penguin, 1970), 34.
[20] Trad. Michael Hulse (Harvill Press, 1998), 70. Para Sebald, la historia de la humanidad es una historia de combustión, conflagración y catástrofe.
[21] “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius,” 42, 37, 43.
[22] María Díaz Pozueta, “From Philosophical Idealism to Political Ideology in ‘Tlön, Uqbar, Orbis Tertius’ and ‘Deutsches Requiem,’” CR: The New Centennial Review 9, no. 3 (2009): 227.
[23] Crash (Granada, 1985), 8.
[24] En Labyrinths
[25] Aunque la vigilancia es un rasgo común de los textos distópicos, en particular 1984 (1948) de George Orwell, también debemos señalar su aparición en Utopía (1516) de Tomás Moro. Existe la regulación de la producción por parte de los Controladores de Distrito, el trabajo obligatorio, los comedores colectivos, los pasaportes para controlar los movimientos, e incluso la regulación del goce en el sentido de que antes del matrimonio la futura novia es exhibida desnuda ante su futuro marido.
[26] “Library of Babel,” 85, 79.
[27] Cinders, trad. Ned Lukacher (University of Minnesota Press, 2014), 25.
[28] Cinders, 35. Derrida también hace una referencia a Quevedo (55-56), lo que sugiere una referencia cifrada a Borges, ya que Cinders es un texto de criptas y cifrado.
[29] Hydriotaphia, or Urne-Buriall, or A Brief Discourse of the Sepulchrall Urnes Lately Found in Norfolk. Véase en http://penelope.uchicago.edu/hydrionoframes/hydrioepi.xhtml
[30] Nova Express (Granada, 1968), 10. Cursivas en el original.
[31] Encyclopaedia of the Philosophical Sciences, trad. Steven A. Taubeneck (Continuum, 1990), §462.
[32] Ver →.http://bogost.com/writing/blog/latour_litanizer/ Resulta irónico que, en el momento de escribir estas líneas, el litanizador estuviera fuera de servicio por mantenimiento.
[33] “Library of Babel,” 85. Cursivas en el original.
[34] Vibrant Matter, 4.
[35] Collected Poems 1909–1962 (Faber yFaber, 1963), 43, 79.
[36] Marx, Capital vol. 1, trad. Ben Fowkes (Penguin, 1976), 167; Freud, The Interpretation of Dreams, trans. James Strachey (Penguin, 1976), 381
[37] Bennett admite la necesidad de que utilice el lenguaje para describir el mundo de la materia vibrante, pero invoca la hibridez humana y luego pasa del problema sin resolverlo (Vibrant Matter, 120–211)
[38] Manifestly Haraway (University of Minnesota Press, 2016), 107.
[39] Manifestly Haraway, 268
[40] Sobre los impulsos religiosos en Latour y su lectura de los signos como encriptaciones de la realidad inefable, véase Henning Schmidgen, Bruno Latour in Pieces: An Intellectual Biography, trad. Gloria Custance (Fordham University Press, 2014). Para una lectura de Latour como teólogo de los objetos, véase Adam S. Miller, Speculative Grace: Bruno Latour and Object-Oriented Theology (Fordham University Press, 2013).
[41] Michael Moon, Darger’s Resources (Duke University Press, 2012), 134.
[42] David Jones, EnParenthesis (Faber yFaber, 1961), 118
[43] Cinema 2, trad. Hugh Tomlinson and Robert Galeta (University of Minnesota Press, 1989), 172.
[44] William E. Connolly, A World of Becoming (Duke University Press, 2011).
[45] Franco “Bifo” Berardi, The Third Unconscious (Verso, 2021).
[46] Red Epic (Commune Editions, 2015), 3.