Rechazo del rechazo

Rechazo del Rechazo.

Por: Mikkel Bolt Rasmussen

Sobre el autor: Mikkel Bolt Rasmussen es profesor de Estética Política en el Departamento de Artes y Estudios Culturales de la Universidad de Copenhague. Recomendamos también su artículo The movement of Refusal, de octubre de 2023.

Texto originalmente publicado en inglés en e-flux, el 21 de noviembre de 2025.  Traducido al español por Amapola Fuentes para Colapso y Desvío.

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Muchos comentaristas describen la coyuntura actual como una policrisis. Todavía estamos viviendo en las secuelas de la crisis financiera de 2008, que se desarrolló en una crisis económica más prolongada con inflación y bajo crecimiento —lo que los economistas ahora llaman estancamiento secular; de hecho, los marxistas han argumentado por mucho tiempo que estamos atravesando una fase de productividad decreciente que ya se ha extendido por cinco décadas. Tenemos en nuestras manos la crisis climática, que aparentemente solo importa a los políticos cuando asisten a las reuniones de la Conference of the Parties (COP). Luego experimentamos la pandemia de Covid-19, que de pronto cambió todo para casi todas las personas. La reacción a todas estas crisis —“la crisis epocal”, como las resume Nancy Fraser— ha sido acelerarlas, para asombro de las últimas fuerzas liberales globales sobrevivientes de los años 90.[1] Tanto las visiones de Bill Clinton como las de Hardt y Negri de un imperio posnacional o cosmopolita caracterizado por la hegemonía estadounidense o por la inagotable capacidad inventiva de la multitud están en ruinas. El único juego que queda es el de obtener acceso a cargos estatales para promover la propia facción de la clase capitalista local, como cuando Trump favoreció al sector armamentista, energético y financiero del capital estadounidense tras su victoria electoral en 2016, o cuando erigió un auténtico “racket” junto a Musk y la autoritaria tecbroligarchy después de su segunda elección en 2024. En países como Estados Unidos es difícil ver al Estado como algo distinto de grupos especiales de hombres armados, como lo formuló Friedrich Engels.[2] Poco queda de la idea del Estado como un bien común o instrumento de bienestar para las masas. En muchos lugares es difícil distinguir entre políticos y crimen organizado. Todo el mundo lucha desesperadamente por amasar un enorme fondo de dinero mientras espera que llegue la próxima gran crisis económica o que la disputa geopolítica se expanda de guerras comerciales y por delegación a conflictos militares reales.

Esta “disolución objetiva” —la violencia estructural del capitalismo racial, donde el desarrollo capitalista es en igual medida subdesarrollo y exclusión— sin duda puede continuar por un tiempo muy largo. Pero también puede ser desafiada y orientada en una dirección distinta. Puede ser cualificada y transformada en un tipo completamente diferente de disolución, que significaría el fin de la destrucción capitalista que el mundo sufre —y que de hecho ha sufrido por demasiado tiempo. En tres pequeños libros, el Comité Invisible ha descrito el alcance de la transformación que se les impone a las muchas protestas masivas. No se trata solo de pequeños o grandes cambios a la sociedad tal como ha existido desde la Segunda Guerra Mundial. Como explica el Comité, lo que está en juego es una transformación antropológica: muchísimo debe cambiar, tanto a nivel social como personal. Para los occidentales, este tipo de trabajo implica una enorme dosis de autocrítica. “En la medida en que ‘ser alguien’ siempre se reduce finalmente al reconocimiento de, la lealtad a, alguna institución, en la medida en que tener éxito implica conformarse al reflejo que se te muestra en el salón de espejos del juego social, la institución tiene un agarre sobre todos a través del Yo.”[3] Para parafrasear a James Boggs, un revolucionario y trabajador fabril afroamericano, dentro de cada occidental se acumula toda la violencia racial-colonial que ha hecho posibles los avances tecnológicos que han creado nuestro actual estado de bienestar y policial.[4] Desmantelar esta violencia que todos albergamos, junto con todas las alianzas racistas de clase que la han sostenido y expandido a lo largo de la historia, será tan extenso como la lucha contra la economía capitalista. Hakim Bey describió una vez esta tarea como la yihad mayor y menor, siendo la mayor la desubjetivación, la transformación radical de uno mismo, y la menor la supresión del dinero en todas sus formas y de la economía como un campo especializado de actividad humana —en resumen, el fin del trabajo asalariado.[5]

 En sus descripciones de la Revolución iraní, publicadas como una serie de artículos en el diario italiano Corriere della Sera, Michel Foucault observó cómo un levantamiento puede ser un viaje interior.[6] “Es arriesgar ya no ser uno mismo.”[7] Es por eso que Foucault eligió llamar a los acontecimientos en Irán un levantamiento y no una revolución. Si una “revolución” es una transformación socio-material en la que la propiedad de los medios de producción cambia de manos de una clase a otra, lo que ocurrió en las calles de Teherán, Qom y otros lugares fue distinto. Para Foucault, lo que importaba era cómo los manifestantes, en números millonarios, rechazaban la forma en que el régimen los identificaba:

“Al levantarse, los iraníes se decían a sí mismos —y esto tal vez sea el alma del levantamiento: por supuesto, tenemos que cambiar este régimen y deshacernos de este hombre [el Sha]… Tenemos que cambiar todo el país, la organización política, el sistema económico, la política exterior. Pero, por encima de todo, tenemos que cambiarnos a nosotros mismos. Nuestra forma de ser, nuestra relación con los otros, con las cosas, con la eternidad, con Dios, etc., debe cambiar completamente, y solo habrá una verdadera revolución si ocurre este cambio radical en nuestra experiencia.”[8]

En retrospectiva, es claro que lo que ocurrió en Irán en 1979 fue también una revolución que terminó con Khomeini tomando el poder y estableciendo una teocracia represiva junto al movimiento islamista reaccionario que lideraba. Pero antes de que la ofensiva de Khomeini destruyera los consejos obreros, Foucault vio algo más, que describió como un levantamiento subjetivo. No era la lucha de clases ni la emancipación política en la tradición de las revoluciones francesa y rusa lo que el filósofo vislumbró en sus visitas a Irán. Describió los acontecimientos revolucionarios como un desplazamiento de la identidad de los manifestantes, una transformación, una disrupción que afectaba a la gente “hasta el punto de renunciar a su propia individualidad, a su propia posición de sujeto.”[9] Vemos algo similar ocurriendo en las nuevas protestas. Son protestas, ocupaciones, manifestaciones y campamentos que no se desarrollan según un programa político preestablecido, sino que rechazan el orden político en su totalidad. Toda evidencia política se abandona. Abajo el viejo régimen, como gritaban los manifestantes tunecinos. Abajo todas las instituciones opresivas, grandes y pequeñas. Incluso cuando las protestas masivas giran en torno a una identidad, como en el rechazo a la violencia anti-negra en la revuelta de George Floyd, hay un desplazamiento en el que todas las distintas identidades se disuelven y se convierten en lo que podemos llamar, con Agamben, la “singularidad cualquiera”.[10] La incineración del tercer precinto policial en Minneapolis y del ayuntamiento en Reno, Nevada, y todos los saqueos que tuvieron lugar en innumerables ciudades —nada de eso expresó demandas por una policía menos racista o por cámaras corporales para los oficiales. Lo que ocurrió en las calles fue un rechazo radical a las instituciones estatales y a las identidades de la sociedad capitalista tardía —una transgresión de las representaciones y autorrepresentaciones que se utilizan para separarnos unos de otros y de nosotros mismos. El intento exagerado de confluir protestas como la revuelta de George Floyd con demandas y convertirlas en asuntos de identidad, hacerlas propiedad de alguien, da testimonio de la inseguridad fundamental del Estado. Las imágenes de Nancy Pelosi y otros miembros demócratas del Congreso arrodillados con bufandas kente en el Capitolio, y las imágenes de oficiales de civil desalojando manifestantes de Lafayette Square para que Trump pudiera posar con una Biblia en la mano frente a la iglesia episcopal de St. John en Washington, DC, son elocuentes. El Estado también está sujeto a condiciones espectaculares y debe constantemente facilitar la destrucción y producción de identidad cada vez más exagerada por parte del capital. Cuando de pronto hay una ruptura y muchos se niegan a participar en este proceso, el Estado comienza a tambalear, envía más policía a las calles y escenifica operaciones fotográficas aturdidoras para contener el rechazo dentro de la estructura ya establecida.

Adrian Wohlleben ha descrito lo que ocurre cuando una protesta trasciende a sí misma.[11] Una protesta cruza un umbral y logra lo que Wohlleben describe como “autonomía estratégica”. En otras palabras, la protesta adquiere su propia agencia, suelta su punto de partida y pasa a tratarse de mucho más que lo que motivó la movilización inicial. Ejemplos de tales procesos abundan en el nuevo ciclo de protestas: Macron abandonó rápidamente el impuesto al combustible, pero eso no hizo que los Chalecos Amarillos volvieran a casa. Y en Hong Kong los manifestantes continuaron sus acciones después de que Carrie Lam pospusiera el proyecto de ley de extradición contra el que protestaban. En ambos casos, las protestas se metamorfosearon y se volvieron mucho más grandes. Por lo tanto, no tuvo ninguna importancia cuando el Estado retiró sus impuestos o leyes. Las protestas continuaron sin cesar. Era como si los manifestantes hubieran comprendido que podían permitirse hacer cosas que normalmente se les impedía hacer. Se volvió posible compartir el mundo de un modo completamente distinto, más allá de cualquier idea de delito y derechos de propiedad. Como escribe Wohlleben: “Dondequiera que las coordenadas virtuales del antagonismo se desplazan, no es posible retroceder.”[12] El sociólogo francés Romain Huët describe esto como “el vértigo de los disturbios”, en el cual hay una “apertura ontológica” y las estructuras fijas del mundo se vuelven inestables o comienzan a resquebrajarse.[13]

 Como en el caso de la Primavera Árabe, los Chalecos Amarillos o Argentina 2001, solo después de que las protestas tienen lugar es posible reconstruir una causalidad, aunque esta siempre será ligeramente sesgada o reductiva. Las reformas del mercado laboral, los impuestos al combustible o las políticas de austeridad nunca son las causas reales; o pueden serlo, una vez que suficientes personas salen a la calle y se niegan, permitiendo que ocurra una condensación que luego explota. “Ninguno de estos recuerdos disímiles puede entenderse como una causa, pues solo actúan como tales una vez que han entrado bajo la dinámica que los actualiza.”[14] Hay un desplazamiento, las conexiones causales se disuelven y otro espacio se abre en la protesta. Esto es lo que Foucault percibió en Teherán en 1979 y lo que tanto Walter Benjamin como Furio Jesi señalaron en sus análisis de la Revolución alemana de 1919.[15] El tiempo homogéneo, cronológico y abstracto se suspende en las protestas masivas cuando la gente se niega.

En una serie de textos que toman elementos de Frantz Fanon, Cecil Taylor y Hortense Spillers, Fred Moten describe un proceso paradójico de auto-abolición en el que la persona esclavizada rechaza el rechazo de la libertad.[16] La persona negra esclavizada es el ejemplo paradigmático de un individuo al que se le niega la subjetividad. Con una referencia al anticolonialismo y al feminismo negro, Moten concibe la lucha contra la esclavitud de las personas de África como un rechazo a este rechazo. Cuando la persona negra esclavizada escapa —Moten menciona con frecuencia a Harriet Jacobs—, eso no es un acto de liberación mediante el cual aspire a convertirse en un sujeto y un ciudadano, y así obtener reconocimiento político y estatus legal. Es un rechazo de todo el orden político, económico, legal y científico que la produce como objeto —el orden que produce la negritud como exclusión radical, la imposibilidad de ser un sujeto con autoconciencia y agencia. La fugitividad negra es un acto de resistencia que evita reconocer la estructura, un acto en el que la persona negra es siempre ya carne, un cuerpo sin estatus legal que no puede entrar en la lucha por el reconocimiento político.

El análisis de Moten es una contribución a la comprensión del rechazo como un giro radical en el que se afloja y problematiza la necesidad de ser un sujeto —como cuando Fannie Lou Hamer cuestiona radicalmente lo que significa ser ciudadana estadounidense y trata de postularse a la nominación demócrata en Mississippi en 1964, pero al año siguiente participa en manifestaciones contra la guerra de Vietnam.[17] Hamer desafía el racismo anti-negro según el cual ella no puede participar en discusiones políticas, pero también rechaza toda la estructura en la que este racismo se basa, y por lo tanto rechaza a Estados Unidos como un Estado de guerra capitalista racial. Al hacerlo, cuestiona la noción misma de libertad y pregunta: ¿Y si esta libertad es en realidad una pieza mecánica de la misma estructura que constantemente destruye todos los mundos que podrían existir pero nunca ven la luz del día? ¿Y si la noción de libertad y la idea de humanidad que define son en realidad una prisión? Al hacerlo, según Moten, rechaza la libertad que le ha sido negada. Se niega a existir como sujeto. Escapa del sujeto singular acotado y se convierte en algo más.

Este rechazo radical de la miseria y la opresión se refleja en las muchas manifestaciones, disturbios, revueltas y ocupaciones del nuevo ciclo de protestas. En todas partes la gente sale a las calles y se niega. Lo hacen desde diferentes puntos de partida, por supuesto —hay una diferencia entre un cuerpo masculino blanco cisgénero en el Reino Unido y un cuerpo trans negro en Estados Unidos o un cuerpo lésbico moreno en México; pero en las calles están unidos en negar este mundo y sus modelos de soberanía.

Es difícil evitar quedar atrapado en una dialéctica mortal con el Estado, donde éste permanece como el horizonte de todos tus gestos, ya tomen la forma de compromisos o de acciones militantes. Con Jacobs y Hamer, podemos decir que el rechazo debe ser un rechazo del rechazo. El Estado siempre “ofrece” algo distinto de lo que se está luchando, y no es el Estado lo que interesa a los nuevos sujetos desobedientes. Es erróneo que no podamos existir sin él y sus formas de subjetividad. Ya no se trata de convertirse en revolucionario, mucho menos en izquierdista o activista. Las nuevas protestas ya no se tratan de ser reconocidas por instituciones ni asegurar una participación en dirigir el conjunto. El poder es algo que debe evitarse, no algo que se deba aspirar o disputarse. El rechazo de el rechazo extiende la lucha más allá de los callejones sin salida reformistas o terroristas y suspende la lucha encendida por la identidad. Salimos a las calles por Palestina y por las vidas negras, pero algo distinto de las representaciones oprimidas y opresoras emerge cuando nos encontramos allí, juntas y juntos: nuevas formas de vida que no pueden ser reconocidas por los diversos modos de control y necropolítica del capitalismo tardío.

Lo realmente nuevo en las protestas masivas que siguen ocurriendo es que nadie cree haber descubierto, en este desbordamiento de fuerzas e ideas, el nacimiento de un nuevo partido, como siempre ocurría a lo largo del siglo XX —ni siquiera en acontecimientos como mayo de 1968 o 1977 en Bolonia, donde los viejos partidos estaban siendo violentamente rechazados. Esto es precisamente lo que hoy debemos afirmar: la ausencia de un partido, con todo lo que esto implica. Es cierto, muchas personas aún intentan recordar y revivir viejas teorías organizativas y de partido.[18] Pero el movimiento de rechazo es la negación de este intento. Es lo que oímos en el grito constante de que todos los líderes deben irse. El rechazo es tan masivo que apunta hacia una transformación radical, el fin del mundo tal como lo conocemos. No debería quedar nada cuando las protestas terminan —ni siquiera un pequeño anexo o alguna extensión desde la cual un nuevo poder pueda emerger e imponer sus leyes. Como afirma Marcello Tarì: “No hay necesidad de poder, solo una tradición decadente que continúa postulándolo.”[19] Esta es la perspectiva del movimiento de rechazo: el desmantelamiento concreto de todas las leyes y todas las formas de poder que las sostienen. Un rechazo del rechazo, o una aniquilación de la nada. Esta es la tarea de la Internacional por el Rechazo.

Extracto de Mikkel Bolt Rasmussen, The Refusalist International: A Theory of the New Protest Cycle, publicado por Polity.


[1] Nancy Fraser, “Climates of Capital,” New Left Review, no. 127 (2021): 95.

[2] Friedrich Engels, The Origin of the Family, Private Property and the State (1884), en Karl Marx and Friedrich Engels, Collected Works, vol. 26, Engels, 1882–1889 (Lawrence and Wishart, 1990), 270.

[3] The Invisible Committee, Now (Semiotext(e), 2017), 74–75.

[4] James Boggs, American Revolution: Pages from a Negro Worker’s Notebook (1963; Monthly Review Press, 2009), 45. Boggs está, por supuesto, escribiendo especialmente de Estados Unidos.

[5] Hakim Bey, Millenium (Autonomedia, 1996), 20–21.

[6] Dos buenos análisis de los artículos de Foucault desde Iran son Behrooz Ghamari-Tabrizi, Foucault in Iran: Islamic Revolution after the Enlightenment (University of Minnesota Press, 2016) y Alain Brossat and Alain Naze, Interroger l’actualité, avec Michel Foucault: Tehran 1978 / Paris 2015 (Eterotopia, 2018).

[7] Michel Foucault, “Political Spirituality as the Will for Alterity: An Interview with the Nouvel Observateur,” Critical Inquiry, no. 47 (2020): 129. Esta entrevista fue realizada en 1979 pero publicada póstumamente, primero en francés en 2018 en una versión parcial, luego completa en inglés en 2020.

[8] Michel Foucault, “Iran: The Spirit of a World without Spirit” (1978), en Janet Afary and Kevin B. Anderson, Foucault and the Iranian Revolution: Gender and the Seduction of Islamism (University of Chicago Press, 2005), 255.

[9] Foucault, “Political Spirituality as the Will for Alterity,” 124.

[10] Giorgio Agamben, The Coming Community (1990; University of Minnesota Press, 1993), 113–16.

[11] Adrian Wohlleben, “Autonomy in Conflict,” Ill Will, June 29, 2023. Disponible online.

[12] Wohlleben, “Autonomy in Conflict.”

[13] Romain Huët, Le vertige de l’émeute: De la Zad aux Gilets jaunes (PUF, 2019), 10–11.

[14] Colectivo Situaciones, 19 & 20: Notes for a New Social Protagonism (2002; Minor Compositions, 2011), 69.

[15] Walter Benjamin, “Critique of Violence” (1921), en Benjamin, Selected Writings, vol. 1, 1913–1926 (Harvard University Press, 1996); Furio Jesi, Spartakus: The Symbology of Revolt (1969; Seagull, 2014).

[16] Entre los muchos textos coleccionados en Fred Moten, Consent Not to Be a Single Being (Duke University Press, 2017–2018), véase especialmente  “Chromatic Saturation,” de Stolen Life.

[17] Fred Moten en conversación con Saidiya Hartman, “To Refuse That Which Has Been Refused to You,” Chimurenga, October 19, 2018. Disponible online.

[18] Vincent Bevins, por ejemplo, concluye su excelente presentación periodística de las protestas en Brasil, Indonesia, Ucrania, Hong Kong y Egipto con la conclusión de que la revolución nunca tuvo lugar porque los manifestantes no estaban organizados como en los viejos tiempos, es decir, como un partido político: Bevins, If We Burn: The Mass Protest Decade and the Missing Revolution (Wildfire, 2023). 281-86. Con ello, pasa por alto el aspecto más importante de las nuevas protestas y, paradójicamente, ignora la experimentación política y la autoteorización que se está produciendo.

[19] Marcello Tarì, “Il partito di Kafka,” Pólemos, no. 1 (2020): 104.

Autor: colapsoydesvio

ig: https://www.instagram.com/colapsoydesvio/

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