El fascismo y el espectáculo de la muerte. Por: Ian Alan Paul.
Traducción por Amapola Fuentes para Colapso y Desvío. Originalmente publicado en inglés el 9 de mayo del 2025 en Ill Will.
PDF disponible para descarga aquí.
Imágenes de Steven Monteau.
I
Riqueza arriba y muerte abajo: en la historia reciente, esta disposición ha demostrado ser notablemente tolerable. Todos somos conscientes, por supuesto, de que cada vez se empobrece y se desecha a más gente, de que cada vez se destruye más la Tierra. Pero para los más acomodados, lo peor se mantiene a una distancia muy cómoda, y la vida mantiene más o menos sus ritmos. Los guardias y las sirvientas llegan según lo previsto para patrullar y limpiar, las carteras de inversión cobran vida y caen en reposo a medida que los mercados mundiales abren y cierran, y los paquetes de Amazon aparecen en las puertas milagrosamente, en sólo unas horas. La miseria, el sufrimiento y la muerte entran en escena, y a veces incluso se tiene la persistente sensación de que esta vida sólo sigue siendo posible por la forma en que esas vidas continúan siendo depreciadas y a veces eliminadas, pero todo parece permanecer bastante alejado y distante, brillando siempre al otro lado de la pantalla.
Para los que viven abajo, sin embargo, no es posible separarse tan completamente de lo que asola el mundo. La inseguridad, la pobreza y la mortalidad llegan incesantemente a las costas de la vida cotidiana de los de abajo en forma de deudas, o de olas de calor, o de policía, corroyendo sin cesar el poco suelo estable que queda. A medida que lo que hace la vida habitable y digna de ser vivida se hace cada vez más caro y escasea cada vez más, la máxima aspiración puede ser a menudo retrasar la llegada de lo peor y seguir pendiendo de un hilo. Mientras las distracciones se actualizan sin cesar y, a efectos prácticos, son inagotables —un influencer publica un selfie desde una zona de guerra, una marca en línea comparte una colección de anuncios generados por IA, otro político hace otro saludo nazi—, ninguna puede adormecer del todo la sensación de que la vida se vive cada vez más sólo como el frágil primer plano de un paisaje cuyo fondo se espesa con la muerte.
En todo el mundo funciona el mismo cálculo letal: en un lado de la fórmula está la acumulación de riqueza, y en el otro la desolación de la vida. Los pocos de arriba acaparan cada vez más riquezas y tienen cada vez más poder, mientras que los muchos de abajo se ven obligados a trabajar, son golpeados cuando se salen de la línea y, finalmente, son despedidos y desechados, al igual que los jardines privados permanecen cuidadosamente atendidos por los jardineros mientras vastas selvas tropicales muestran los primeros signos de un colapso irreversible. Aunque los sombríos costes de este arreglo han sido pagados casi exclusivamente por quienes han sido condenados a vivir en los estratos más bajos de la sociedad, hoy nadie permanece totalmente a salvo o ciego ante la catástrofe que amontona ruina sobre ruina y cava tumba sobre tumba sin pausa. Al ver cómo se reparten las diversas formas de violencia de forma cada vez más liberal y generosa en sus pantallas, los ricos se apresuran a retirarse a enclaves cada vez más pequeños, rodeados de muros cada vez más altos, rodeados por todas partes de lugares y personas cada vez más abandonados, con la esperanza de ocultarse a sí mismos y a sus fortunas del mundo que el capitalismo ha arruinado por completo. Los que tienen menos medios, cada vez más expuestos, vulnerables y en peligro, construyen las balsas improvisadas que pueden y se agotan en una lucha por no ahogarse.
La degradación de la vida ha saturado la sociedad tan completamente que ahora aparece como otro rasgo anodino del paisaje, totalmente predecible y completamente previsto de antemano, ampliamente documentado y difundido para que todos lo vean, pegado como papel pintado decorativo en el interior de cada párpado. En una sociedad cuyo sentido común implica la perpetua degradación, devaluación y destrucción de lo vivo, ya nadie se molesta en negar o disimular la realidad de que los niños trabajadores son enterrados entre el cobalto que extraen de la tierra a mano, que las familias de emigrantes se desploman y mueren en la frontera bajo el sol del desierto, o que los trabajadores angustiados y deprimidos saltan desde las ventanas de los pisos superiores de las plantas de montaje de iPhone. Tanto los ricos como los pobres se deslizan entre vídeos de aviones militares bombardeando tiendas de refugiados, de policías antidisturbios rociando armas químicas entre la multitud y de personas sacadas a rastras de la calle y enviadas a campos, todo lo cual sirve como recordatorio en alta resolución de lo superflua y desechable que el capitalismo ha convertido la vida.
En la base de la sociedad de clases hay una separación cada vez mayor entre los mundos construidos para proteger, alimentar y enriquecer la vida y los mundos construidos para explotarla, subordinarla y deshacerse de ella, y sin embargo en todos estos mundos hay un consenso de que lo que queda de la buena vida ahora sólo tiene como fundamento la devaluación aparentemente ilimitada de la vida y de la Tierra en su conjunto. Incluso quienes viven en los lujosos rascacielos de las metrópolis, cubiertos por capas de avanzados sistemas de vigilancia, electrodomésticos inteligentes y seguridad privada armada, se encuentran ahora, no obstante, con que deben pasar por encima de personas que duermen en la calle cada mañana cuando salen para empezar el día. Una de las contradicciones duraderas de la sociedad de clases es que sus mundos, fuertemente divididos, existen en el mismo mundo y, como consecuencia, la riqueza que se acumula nunca puede separarse completamente de la violencia y la destrucción necesarias para producirla, sostenerla y defenderla. El mundo se separa cada vez más en mundos para vivir y mundos para morir, y sin embargo la desolación que se deriva de esta separación se acumula constantemente hasta determinar las condiciones ambientales de toda existencia.

La verdadera pobreza de nuestra sociedad no es que destruyan tan voluntariamente la Tierra y desole a los vivos, sino que se ha atrofiado hasta el punto de que ya no puede imaginar ser de otra manera. La política y la economía han entrado ya en su fase terminal y han demostrado estar completamente agotadas de toda posibilidad, siendo sólo capaces de imponer controles más severos y extraer los últimos beneficios de un mundo que siguen reduciendo a un terreno baldío. El hecho de que el progreso sea una catástrofe parece ahora totalmente sensato y prosaico, dando una apariencia totalmente ordinaria a la historia en curso del desarrollo y el crecimiento económicos que es también la historia en curso de la erradicación de los indígenas, la subyugación de los trabajadores, la vigilancia de los otros racializados y sexualizados, la destrucción de la Tierra y la multiplicación de la muerte. Emergiendo entre los escombros de este impasse político y económico, la forma más expedita y rentable de asegurar que la acumulación y la desolación de la sociedad continúen desarrollándose comienza finalmente a tomar forma en medios culturales, en un conjunto de formas y técnicas que aspiran a tomar el poder sobre la muerte tomando el poder sobre su apariencia, al captar la muerte como imagen.
Cuando la sociedad capitalista cosifica la muerte en forma de fotos en línea, vídeos y muchas otras formas visuales, le da la apariencia de ser una posesión más que puede contemplarse y consumirse cuando se desee, circular o intercambiarse de esta o aquella manera, y luego despreciarse y desecharse cuando sea necesario, incluso cuando la propia muerte se multiplica cada vez más y con menos inhibiciones. La separación capitalista del mundo en mundos se duplica así formalmente como la separación cultural de la muerte de su mera apariencia, abstrayéndola y objetivándola en formas cada vez más espectaculares. Del mismo modo que el flujo interminable de mercancías desechables se refleja en la desechabilidad de los trabajadores que las producen, el carácter desechable de la vida en general se refleja ahora en imágenes de la muerte que pueden desplazarse, actualizarse, monetizarse, rastrearse, borrarse y eliminarse con la misma facilidad. La organización formal de la aparición de la muerte por parte del capitalismo la hace aparecer fugazmente, contemplada con la misma rapidez con la que puede ser expulsada, haciéndola formalmente equivalente a las bolsas de plástico de la compra que se utilizan durante un momento sólo para ser abandonadas por todas partes como basura, cubriendo los laterales de las carreteras y ahogando las ramas de los árboles. Ya no hay necesidad de reprimir la muerte cuando puede recuperarse culturalmente de este modo, cuando puede hacerse cada vez más sensual y llevarse plenamente a la vista en formas fácilmente consumibles y convenientemente desechables.
La escalada de violencia que está en la base de la sociedad de clases, toda la acumulación que desola y la desolación que acumula, comienzan inevitablemente a coagularse y a crear las condiciones históricas para que emerja una situación más despiadada y severa. Como cada vez es más difícil encontrar sentido a vivir en un mundo basado en una muerte tan inmensa, como la gente no puede borrar tan fácilmente la experiencia de la muerte que se acumula tan abundantemente a su alrededor, se vislumbra otro camino en el fascismo, esa forma de sociedad que se basa en la reorganización de toda la vida social sobre la base de la muerte, intensificando una indiferencia pasiva hacia la muerte de tal manera que comienza a transformarse en un deseo activo de ella. Siempre residiendo ya como un potencial latente dentro de la historia del capitalismo, el fascismo se despliega en la cultura como una estetización en expansión de la aniquilación, cultivando una sociedad cada vez más cautivada por las imágenes de su propia desolación, invitando a todos a buscar nuevas formas de vida en espectáculos de muerte.[1]
II
Construido en el Palacio Cervelló del centro histórico de Barcelona, el Museo MOCO abrió sus puertas en 2021 como la última ampliación de sus otras sedes en Ámsterdam y Londres. Arte de Banksy, Marina Abramovic y Takashi Murakami cuelga de las paredes, música electrónica ambiental suena a través de altavoces ocultos en los techos, y las pantallas LED hacen un ciclo a través de NFTs producidos por Beeple, Paris Hilton y JR. Caminando por el museo, es evidente que se diseñó como un espacio no para ver obras de arte, sino para hacerse selfies con ellas, escenificadas y optimizadas en todos los sentidos para ser vistas y capturadas a través del objetivo de un smartphone. En largos pasillos se construyen instalaciones inmersivas para que todo el mundo pueda hacerse una foto de sí mismo reflejado individualmente en las paredes espejadas rodeadas de puntos de luz de colores. Cuadros y fotografías a gran escala se distribuyen estratégicamente por galerías divididas en secciones, para que nadie se cruce accidentalmente ni obstruya las tomas de los demás. Cada imagen tomada en el museo y luego compartida en Internet es simplemente otra forma de afirmar lo que se ha convertido en la espectacular verdad de la vida social: aparezco, por lo tanto existo.

Aunque es fácil descartar el MOCO por ser otra manifestación insípida de la guerra de gentrificación que se libra contra la ciudad, se correría el riesgo de pasar por alto el modo en que lugares como éstos son donde la cultura capitalista se despliega ahora en su forma históricamente más desarrollada y avanzada. La cultura ya no se preocupa en absoluto de expresar conceptos ni siquiera de representar nada visualmente, sino que dirige a la sociedad a formalizarse a sí misma primero como imagen. En nuestra época, la realidad no sólo aparece de formas cada vez más diversas, sino que también se organiza, se subordina y, en última instancia, se experimenta como la suma de sus apariencias. Muy pocas cosas escapan a esta espectacular recomposición del mundo, ya que desde los aspectos más cotidianos hasta los más chocantes de la sociedad pasan a estructurarse como imágenes por anticipado. Las fábricas, los almacenes y las cadenas de comida rápida se rediseñan para que los gestos de los empleados queden expuestos a la supervisión, el análisis y la optimización de los sistemas de vigilancia, las relaciones íntimas evolucionan en relación con su visualización perenne en plataformas en línea y los agentes de inmigración se aseguran de que la iluminación sea la adecuada antes de derribar una puerta y arrastrar a la gente a coches sin matrícula delante de equipos de filmación. A medida que la historia se desarrolla en las pantallas, la apariencia del mundo en todas partes prevalece sobre el propio mundo.[2]
En ninguna parte es esto más evidente que en figuras como Donald Trump, que sólo ansía aparecer cada vez más ampliamente y en formas cada vez más numerosas. Justo después de que una bala no le atravesara el cráneo por un centímetro, el único pensamiento de Trump fue posar para las cámaras con el puño en alto, convertirse en una imagen, e incluso si le hubieran matado Trump habría sido el primero en apreciar el asombroso espectáculo de su propio asesinato. Su ascenso político y toda la lógica de su administración se han construido enteramente sobre esta espectacular base de imágenes, ya que incluso las personas a las que se les ha dado el control de la economía, el sistema sanitario, las agencias de espionaje y el ejército fueron seleccionadas por cómo aparecen en televisión. Aunque muchos comentaristas políticos han hecho carrera psicoanalizando a Trump y especulando sobre sus motivos ocultos, en realidad no queda nada oculto bajo la superficie. Trump es lo que parece una vida cuando se ha despojado de toda interioridad y se ha expuesto por completo, deseando únicamente que cada detalle desnudo sea visto en su totalidad, para siempre, por todos.
A medida que la realidad ha sido relegada a un segundo plano frente a su visualidad, una profusión de espectáculos ha invadido la vida social, funcionando para organizar la sociedad mediante la organización de su apariencia. Cuando Walter Benjamin empezó a teorizar sobre el cine a principios del siglo XX, después de huir de los nazis a Francia, se lamentó de que la sucesión automática de imágenes proyectadas en la pantalla disminuyera la capacidad de tener una relación crítica con ellas. Mientras que seguía siendo posible permanecer a distancia de un cuadro y contemplarlo, permitiendo que la atención se moviera entre sus diversos elementos formales y que un movimiento interno lo acompañara en el pensamiento, la rápida proyección de fotogramas individuales del cine hizo que ya no fuera posible “pensar lo que quiero pensar”, puesto que el propio pensamiento fue “sustituido por imágenes en movimiento”.[3] Al igual que las mercancías producidas en masa remodelaron por completo todas las dimensiones de la vida social, la producción y difusión en masa de imágenes proporcionó en última instancia los medios culturales para remodelar los términos formales en los que la sociedad capitalista podía ser pensada y percibida.
Benjamin veía el cine como un medio de producir y distribuir experiencias, de organizar la sensualidad como tal en paralelo a la organización industrial del capitalismo. El espacio y el tiempo de la percepción podían ahora reformularse y reorganizarse tecnológicamente, utilizando el montaje para separar y volver a unir escenas y momentos dispares, del mismo modo que la expansión global del capitalismo había separado completamente el mundo para volver a unirlo, extendiendo los medios económicos de producción y distribución a la producción y distribución de lo sensible.[4] Tal desarrollo tecnológico e histórico se estrelló finalmente contra la sociedad con una fuerza severa y total, esparciendo a su paso restos y escombros metafísicos por todas partes, astillando la realidad en un número cada vez mayor de apariencias que se reconstruyen perpetuamente en un real cada vez más espectacular. Benjamin acabó temiendo que el cine se convirtiera en un peligroso cómplice de los movimientos fascistas que pretendían convertir en arma esta “percepción que ha sido cambiada por la tecnología”, para remodelar la vida social inundándola de imágenes y, de este modo, cultivar y fundamentar aún más una sociedad basada en la multiplicación sin fin y la estetización de la dominación y la muerte.[5]

En nuestros días, la subordinación del mundo a su apariencia ha evolucionado históricamente hacia una forma mucho más avanzada, utilizando tecnologías digitales diseñadas para cultivar una visualidad sin límites. Las imágenes pueden producirse, distribuirse y consumirse en cualquier lugar simplemente sacando un teléfono, y mientras que las películas proyectadas tienen una duración finita, no hay límite para el tiempo que se puede permanecer hipnotizado frente a una pantalla digital, ya que una secuencia infinita de contenidos se distribuye sin interrupciones en línea. Mientras que el cine se formalizó como la producción masiva de imágenes para las masas, nuestras tecnologías digitales han producido un orden sensual que simultáneamente atomiza y totaliza: cada individuo produce sus propias imágenes y recibe su propio flujo personalizado de imágenes, del mismo modo que la propia realidad se ha aplanado en una pantalla del tamaño del mundo[6]. Si Benjamin vio que el pensamiento corría el riesgo de ser reemplazado por las imágenes, bajo las condiciones actuales también se ve amenazado por los algoritmos que supervisan la producción, la difusión y el consumo en línea de lo visual, garantizando que las imágenes sigan estando cada vez más integradas y sean cada vez más inseparables de cada momento de la vida, haciendo que la propia existencia sea cada vez menos discernible de su apariencia. La sociedad adopta en todas partes una forma de streaming, haciendo que cada aspecto de sí misma sea tan inmediatamente accesible como eminentemente superfluo: Las imágenes se transmiten de los centros de datos a las pantallas, los productos se transmiten de las fábricas extranjeras y los almacenes de distribución a los hogares, y las vidas se transmiten para realizar diversas tareas asignadas por gigaprogramas a medida que el mundo entero pasa a circular y organizarse como una acumulación de apariencias en línea.
A medida que toda la realidad experimenta esta espectacular transformación, las imágenes se vuelven tan omnipresentes como transitorias, tan accesibles como desechables, tan esenciales para la vida social como esencialmente equivalentes entre sí y, por tanto, de escaso o nulo valor. La desechabilidad de las imágenes sigue así la misma lógica formal que la desechabilidad de las mercancías, que es también la desechabilidad de la vida, que es también la desechabilidad del mundo. Las imágenes parpadean en las pantallas y desaparecen al desplazarse por ellas, igual que los teléfonos inteligentes quedan rápidamente obsoletos y se tiran a la basura con cada versión que sale al mercado, igual que los trabajadores son despedidos y sustituidos sin esfuerzo cuando se lesionan o quedan obsoletos, igual que la desolación de una región de la Tierra debido a la agricultura, la tala, la pesca o la minería destructivas significa simplemente que ha llegado el momento de reasignar las inversiones y arrasar otra. El capitalismo toma forma históricamente como este pacto de suicidio colectivo, subordinando todo el mundo a la sed de acumulación infinita de la economía y, al hacerlo, integrando todo el mundo en el proceso de su propia destrucción infinita. Todo está obligado a funcionar, a realizarse como valor, a trabajar para la economía y, por tanto, a ser agotado y finalmente esquilmado por ella. A la sombra de la acumulación de riqueza del capitalismo se encuentra la acumulación de volúmenes cada vez mayores de imágenes y mercancías desechables, una forma de producción que también produce un mundo en el que todo, incluidas la vida y la muerte, se hace igual de desechable.[7]
Cuando Benjamin teorizó sobre la transformación tecnológica de la cultura, se centró especialmente en la destrucción del aura de la obra de arte, su existencia única y situada, su especificidad y singularidad. Un cuadro lleva consigo su historia, materialmente remodelada por los lugares donde se ha expuesto, cómo se ha conservado y cuidado, y por qué manos ha pasado. Sin embargo, una fotografía de un cuadro hace estallar esta lógica formal cuando se produce en serie, extendiendo su existencia a través de una multiplicidad de contextos divergentes, siendo cada una de sus copias más o menos intercambiable con las demás. La transformación de la muerte en una imagen por parte del capitalismo erradica funcionalmente su existencia singular en esta misma agitación tecnológica, reduciéndola de tal manera que se vuelve indistinguible de las postales del Guernica que se encuentran en las tiendas de regalos de los museos o de los barriles de crudo que se mueven a través de las cadenas de suministro. En la vida quizá no haya nada tan singular como la muerte, como ese momento inconmensurablemente denso en el que nuestra forma deja paso a otra, y sin embargo el capitalismo niega a la muerte su singularidad haciéndola cada vez más conmensurable y fungible, capturándola cada vez más exhaustivamente dentro de sus circuitos de consumo e intercambio. Del mismo modo que el capitalismo sigue goteando sangre y suciedad de la cabeza a los pies, por todos sus poros, y, sin embargo, adopta la apariencia de un paquete brillante colocado ordenadamente en la estantería de una tienda, la muerte producida por el capitalismo aparece en formas que están formalmente separadas de su realidad para facilitar su consumo sin esfuerzo. La sociedad capitalista se deshace de la vida y, al hacerlo, trae la muerte sobre ella, para luego deshacerse aún más de la muerte.
La subordinación capitalista del mundo a su apariencia depende de un procedimiento espectacular que invita a la gente a percibir el mundo desde la perspectiva del capital y, por tanto, a valorar y complacerse en todas las formas en que la sociedad capitalista lleva la muerte al mundo. A medida que la continua expansión de la economía se basa en formas de destrucción cada vez mayores, y las necesita, la propia muerte acaba emergiendo no sólo como un detritus que hay que apartar a la periferia o enterrar bajo la superficie, sino más bien como un objeto más de la economía estética, como otra apariencia atractiva y mercantilizada que contemplar. De este modo, las imágenes de la muerte se consumen de forma casual o apasionada, ya sea como emoción pasajera o para dar forma a intensas fantasías, pero en todos los casos la muerte se aborda simplemente como un producto más de la sociedad capitalista. Es bajo estas condiciones históricas y culturales que el fascismo no sólo puede empezar a echar raíces, sino que puede prosperar, germinando a través de una sociedad en la que las formas de ver han convergido por completo con las formas de ser, atrayendo a la vida para que se organice cada vez más en torno a la muerte, acogiendo cada vez más a la muerte como imagen[8].[2]
¿Qué está involucrado en someterse a una cultura fascista, abrazar y vivir una vida fascista? Por encima de todo, requiere enamorarse de la idea de que algunas personas están destinadas a vivir mientras que otras están destinadas a morir, entender la vida y la muerte simplemente como entradas complementarias en los balances del capitalismo y, en última instancia, ver literalmente las vidas de esta manera. La división económica entre riqueza y pobreza, que es la base de la sociedad de clases, también toma forma como una división sensible entre vidas que se perciben como valiosas y vidas que se perciben como inútiles, estéticamente moldeadas por la desolación inherente a la economización total de la vida y la muerte. Un fascista siente la misma alegría barata con cada nueva compra que cuando ve a una persona pisoteada, y ambas aparecen como parte del sentido común de la sociedad capitalista, que construye la vida sólo sobre la base de la multiplicación de la muerte. En el corazón mismo del fascismo está el sueño de lograr una síntesis total de capital y vida, el sueño de asegurar que el capitalismo determine no sólo la forma de la economía y de la política, sino también la forma de todo posible significado, deseo y experiencia, el sueño de producir una sociedad en la que lo que se desea no es sólo la acumulación, sino también la desolación. Esta es la verdadera profundidad de la catástrofe: la vida es implacablemente degradada y eliminada y, sin embargo, las vidas se ven atraídas y vinculadas —sensualmente, estéticamente, subjetivamente, libidinalmente— a formas cada vez más deslumbrantes de destrucción que se perciben como sinónimo de la propia vida social.
Ver el mundo como lo hace el capital implica ver la continua desolación de la vida como fundamento de una mayor acumulación y, por tanto, implica ver valor en la humillación, la subyugación y la muerte de los demás. En un vídeo generado por inteligencia artificial que Trump colgó en Internet en las primeras semanas de su segundo mandato, escenas de niños deambulando por las ruinas de Gaza van seguidas de escenas de clubes nocturnos abarrotados, yates de lujo anclados en playas inmaculadas y coches deportivos caros enmarcados en relucientes distritos comerciales. Vistas y compartidas por millones de personas en Internet, es necesario comprender que el genocidio en Palestina tuvo lugar para que este tipo de imágenes pudieran hacerse realidad, invitando a los espectadores a deleitarse con la apariencia de un complejo turístico construido sobre fosas comunes, con la visión del lujo y la riqueza que surgen de la obliteración y la desolación, con un espectáculo de muerte cuya estética se deriva de la devaluación y la destrucción de quienes están enterrados bajo los escombros. A medida que la vida y la muerte son capturadas dentro de la economía estética del capitalismo, la gente llega a ser seducida por la visión de que la supervivencia, el placer y el florecimiento aquí son necesariamente equiparables a la miseria, el sufrimiento y el exterminio allí, que la vida es sostenida y dotada de sentido no sólo por las fuerzas productivas del capitalismo que suministran un flujo interminable de mercancías, sino también por sus fuerzas destructivas que se deshacen de lo que se ha hecho inútil. Tal como los tonos oscuros de una viñeta producen la apariencia de un centro brillante y luminoso, el fascismo invita a todos a ver no sólo la posibilidad sino también la belleza de su propia vida en la muerte de los demás, y de esta manera a ver la muerte de los demás como algo bello.

Los espectáculos del fascismo formalizan la muerte como una imagen, en última instancia, para que pueda hacerse realidad haciéndola aparecer. Mientras los inmigrantes eran barridos de las calles, arrastrados en vuelos de deportación y arrojados a los campos de concentración de El Salvador, drones y equipos de cámaras acompañaban cada paso del proceso para que esta degradación y subyugación de la vida fuera acompañada de su producción visual, haciendo un espectáculo de la dominación de la sociedad y dominando la vida de una forma espectacular, afianzando aún más una cultura fascista que abraza la muerte para que el capital pueda vivir. Los soldados israelíes escenifican vídeos de propuestas rodeados del horror letal que han desatado en Gaza, y el Secretario de Seguridad Nacional de Estados Unidos posa ante literas de prisioneros con la cabeza rapada de una forma que remite visualmente a los campos de exterminio nazis. Las imágenes de la vida se unen a las imágenes de la dominación y la muerte para hacer aún más patente la separación entre los que se consideran dignos de la vida y los que se consideran dignos de la muerte y, en última instancia, para hacer de esta separación el fundamento de la experiencia y el deseo. Los espectáculos de muerte del fascismo se extienden simultáneamente por la realidad dos veces, formalizados como imágenes que preparan el camino para una mayor desolación y como desolación que prepara el camino para más imágenes. La muerte nunca se contenta con aparecer, sino que ansía implacablemente su realidad, llenando pantallas y, en el mismo gesto, fosas comunes.
III
No hay escapatoria perpetua de la muerte, no hay forma de negar indefinidamente lo que para la vida sigue siendo inevitable. La cuestión de vivir es siempre también una cuestión de morir, del mismo modo que el grado de libertad que cada uno de nosotros tiene en su vida se refleja en la libertad de dar forma a su muerte. Esto es cierto en el sentido existencialista de que la vida siempre se vive en relación con la posibilidad de quitarse la vida, pero también, y de manera más fundamental, que una vida verdaderamente libre es también una vida que es libre de dar forma a las condiciones en las que su vida puede terminar, con quién y cómo, dónde y posiblemente cuándo, incluso cuando nuestras vidas y muertes nunca pueden ser totalmente previstas ni planificadas, ligadas como están a la incertidumbre del tiempo y a la materialidad de la Tierra. La desposesión por parte del capitalismo de la autonomía de nuestras vidas debe entenderse también como una desposesión de nuestra autonomía para tener nuestra propia relación con la muerte, para encontrar nuestro propio sentido a nuestro final, para morir en nuestros propios términos.
A medida que el mundo se hace cada vez más invivible, la cuestión sigue siendo si seremos capaces de constituirnos de tal manera que el mundo se haga cada vez más intolerable.[9] Una vida experimenta algo como intolerable cuando rechaza sensorialmente algo en el mundo, cuando ya no puede soportar una experiencia y, por tanto, se ve arrastrada a cambiar radicalmente la situación en la que vive. Un mundo intolerable es aquel en el que las cosas ya no pueden seguir simplemente su curso, en el que lo habitual se vuelve insoportable y se percibe como algo que hay que derribar. La intolerabilidad estalla de diversas formas, manifestándose como trabajadores que abandonan el trabajo después de que un jefe les haya exigido demasiado, como estudiantes que ocupan un laboratorio del campus cuando se enteran de que allí se están llevando a cabo investigaciones militares, o como presos que prenden fuego al edificio que los enjaula después de que se anuncie una nueva ronda de castigos y restricciones. En cada caso, una perspectiva cambiante de la situación también cambia lo que es posible dentro de ella, revelando nuevas líneas de huida que seguir, nuevos bandos que tomar, nuevos objetivos que atacar. La tarea de hacer intolerable el mundo implica, pues, una ruptura violenta con la organización sensible del mundo por parte del capital, del mismo modo que implica una agudización de nuestros sentidos y una puesta en común de percepciones que nos permitan vivir plenamente dentro de la realidad de nuestra situación y enfrentarnos a ella con contundencia.[10]

Los espectáculos del fascismo crean las condiciones dentro de las cuales las formas de muerte del capitalismo llegan a aparecer como objetos que son a la vez desprendidos y deseados, y de este modo también funcionan como formas de amnesia y anestesia, como olvido de la historia de desolación que es la historia del capitalismo y como insensibilización de la violencia del capitalismo que se despliega ante nuestros ojos. La cultura fascista trabaja así para dejarnos incapaces de dar sentido a nuestras propias vidas y muertes haciéndonos capaces sólo de darnos sentido a nosotros mismos como lo hace el capitalismo. Mientras la economía sea la única que determine la forma en que percibimos nuestras vidas en el mundo, mientras los salarios y no los demás sean vistos como el único medio de supervivencia, mientras el futuro del mercado sea sentido como el único futuro posible, la economía y su desolación seguirán apareciendo simplemente como el mundo. Sólo es posible discernir nuevas fisuras y líneas de fractura en esta situación ensamblando y profundizando formas de sentido que atraviesen las dimensiones espectaculares de la sociedad, que vislumbren formas de vida que comiencen donde termina la economía y, por tanto, que rompan el control del capitalismo y del fascismo sobre nuestra experiencia del mundo. Hacer intolerable algo es, sencillamente, hacer sensible su destrucción.[3]
Si bien nuestra época está marcada por la desolación de la vida, también se ha visto sacudida por revueltas que han surgido como rechazo a la violencia espectacular de la sociedad. Las insurrecciones de la Primavera Árabe estallaron en respuesta a las imágenes de la autoinmolación de Mohamed Bouazizi en Túnez y del asesinato estatal de Jaled Saeed en Egipto, y al salir a la luz las ejecuciones policiales de Oscar Grant, Breonna Taylor, George Floyd y muchos otros desencadenaron algunos de los levantamientos más militantes y extendidos de la historia de Estados Unidos. Estas revueltas fueron tan explosivas porque se libraron contra todo el orden sensual del mundo, contra la forma en que la sociedad considera algunas vidas como inútiles, superfluas y desechables, contra una sociedad organizada sobre la base de formas de muerte cada vez más implacables. Así pues, la aparición de estas revueltas en las calles fue también la aparición de una forma diferente de sentido que experimentaba estas muertes no como un simple sacrificio tolerable más, sino como una chispa salvaje que debía encenderse, convertirse en llama y propagarse para arder cada vez más en toda la sociedad. En los términos más elementales, una revuelta implica rechazar todas las formas en que la vida se percibe desde la perspectiva del capital, de la forma en que la vida se sitúa dentro del orden espectacular de las apariencias, al igual que implica aprender a ver el mundo de nuevo desde el suelo, en la calle entre amigos, a través de las barricadas.
A pesar de enfrentarse a una violencia y una represión dramáticas, estas revueltas han seguido saliendo a la superficie con una aguda regularidad, aprovechando fuegos pasados encendidos tras el asesinato de Mahsa Amini en Irán, de Alexandros Grigoropoulos en Grecia, de Nahel Merzouk en Francia. Los campamentos, las manifestaciones, las tomas de edificios y los actos de sabotaje contra el genocidio que se está perpetrando en Palestina también desarrollan esta rica historia de quienes han rechazado la desolación de la vida y el abrazo de la muerte por parte de la sociedad, quienes han desarrollado una intolerancia compartida de la sociedad y, como resultado, han ido a la guerra contra ella. Estas revueltas son peligrosas en la medida en que llegan a ser capaces de percibir el mundo al margen del orden sensible del mundo capitalista y, como resultado, desarrollan sus propias formas de percibirse unos a otros y de percibir las cosas juntos, perfeccionando una capacidad colectiva para ver una multiplicación de líneas de batalla que atraviesan la realidad donde antes no se veía ninguna. En una sociedad que no admite más perspectiva que la propia, abrir el pensamiento y la atención a lo que es evidente a su alrededor equivale a la insurrección.
Confrontar lo que ahora asola el mundo implica recuperar la propia vida y la propia muerte de la sociedad que aspira a organizar y determinar completamente su valor, y en última instancia tomar la vida y la muerte como el material mismo de una lucha contra el capital. Es precisamente cuando la vida y la muerte son arrebatadas a la sociedad capitalista cuando se hace posible desarrollar un sentido de lo que podría suponer arriesgar la propia vida y la propia muerte en una lucha contra la muerte, dar un nuevo sentido a la vida y a la muerte destruyendo la sociedad que priva de sentido a la vida y a la muerte, liberadas de la economía a medida que se afilan para convertirse en armas contra ella. Aprehender la vida y la muerte en su radical singularidad es aprehenderlas de nuevo en toda su claridad, percibir de nuevo toda la gama de lo que es posible en el vivir y el morir más allá y en contra de la lógica de la acumulación y la desolación. Al final, la composición espectacular de la sociedad sólo puede ser derrotada por su descomposición total, por una búsqueda de sentido y belleza en lo que trae desorden y destruye el valor, por una anarquía de la forma. El capitalismo y el fascismo ofrecen una imagen de la vida apenas glosada sobre un panorama de muerte. La vida debe responder demoliendo todo el marco en el que se asienta esa imagen.
[1] «La autoalienación (de la humanidad) ha alcanzado tal grado que puede experimentar su propia destrucción como un placer estético de primer orden. Esta es la situación de la política que el fascismo convierte en estética». Walter Benjamin, “The Work of Art in the Age of Mechanical Reproduction,” in Illuminations: Essays and Reflections, ed. Hannah Arendt, Schocken, 1968, 242.
[2] La etimología de “aparición” es instructiva en este caso, ya que significa tanto ser visible como someterse (como comparecer ante un juez), ser aparente y también obedecer. “Aprehender” comparte esta dualidad, pues significa tanto captar con los sentidos como capturar y detener. En todo este vocabulario está codificada una violencia estética, una imagen del mundo cuya función es subordinarlo y dominarlo.
[3] Esta observación de Georges Duhamel es citada por Benjamin en “The Work of Art in the Age of Mechanical Reproduction,” 238.
[4] «Llamó distribución de lo sensible al sistema de hechos autoevidentes de la percepción sensorial que revela simultáneamente la existencia de algo en común y las delimitaciones que definen las respectivas partes y posiciones dentro de él. Una distribución de lo sensible establece, por tanto, al mismo tiempo algo común que es compartido y partes exclusivas. Este reparto de partes y posiciones se basa en una distribución de espacios, tiempos y formas de actividad que determina el modo en que algo en común se presta a la participación y de qué manera los distintos individuos tienen parte en este reparto.» Jacques Rancière, The Politics of Aesthetics, Continuum, 2004, 13.
[5] Benjamin, “The Work of Art in the Age of Mechanical Reproduction,” 242.
[6] En los últimos años de la Segunda Guerra Mundial, los nazis empezaron a experimentar con la instalación de cámaras en los misiles como parte de lo que el cineasta Harun Farocki describió como la alineación de la guerra con la visualidad ya alcanzada tecnológicamente en la fábrica, uniendo los medios de producción y los medios de destrucción en un orden espectacular: «Reconocer y seguir objetos en el campo (de batalla) es mucho más difícil que en una fábrica. Una fábrica es un espacio controlado, con condiciones de luz estables y un orden regulado. Habrá que mejorar los sistemas de localización o adecuar el mundo entero a las condiciones de una fábrica.” War at a Distance, directed by Harun Farocki (Video Data Bank, 2003).
[7] «El aumento de la productividad del trabajo se caracteriza ampliamente por la introducción de maquinaria en el proceso de producción … Si bien la introducción de maquinaria encierra la posibilidad de aligerar la carga de trabajo de los obreros, la maquinaria también funciona para aumentar la intensidad de los que siguen trabajando para el capital, sin tener en cuenta la salud de los trabajadores … Simultáneamente, la introducción de maquinaria se correlaciona con una disminución de la mano de obra necesaria, que corresponde al número de trabajadores necesarios para que el capital extraiga plusvalía (beneficio). Así, el aumento de la productividad del trabajo mediante la introducción de maquinaria en la industria a gran escala convierte cada vez más en superflua a una parte grande y creciente de la población trabajadora; seres humanos relegados como desechos necesarios para la continua acumulación de capital.» Michelle Yates, “The Human‐As‐Waste, the Labor Theory of Value and Disposability in Contemporary Capitalism,” Antipode, 43, no. 5 (2011): 1689.
[8] Es aquí donde empiezan a vislumbrarse los indicios de una historia mucho más amplia de la estética fascista, compuesta por las postales de linchamientos que circulaban ampliamente por el sur de Estados Unidos y los westerns de vaqueros que idealizaban la erradicación de las tribus indígenas, por las películas coloniales rodadas por África y Asia que racionalizaban y daban glamour a la violencia de la expansión y la desposesión capitalistas y, por supuesto, por las películas nazis de Leni Riefenstahl y Fritz Hippler que allanaron visualmente el camino hacia las cámaras de gas de Europa. Reflexionando sobre los espectáculos fascistas producidos a lo largo del siglo XX, Susan Sontag observó astutamente que aspiraban a “dar forma a la realidad, basada a su vez en una idea de forma”. Aunque algunos elementos de la crítica de Sontag a la estética fascista conservan gran parte de su fuerza, su negativa a considerar los vínculos esenciales entre fascismo y capitalismo acaba por limitar fatalmente su proyecto. Sólo cuando comprendemos que es la forma capitalista de muerte la que el fascismo aspira a imponer a la totalidad de la vida social, que la estética fascista funciona para reorganizar la vida sobre la base de la desolación del capitalismo, es posible enfrentarse verdaderamente a lo que el fascismo trae ahora al mundo. Susan Sontag, Bajo el signo de Saturno, Vintage Books, 1981, 85.
[9] Reflexionando sobre la vida de Michel Foucault, Gilles Deleuze señaló que su proyecto consistía en pensar lo intolerable y, por tanto, en llegar a ser capaz de ver lo que todos los demás ya sabían pero, sin embargo, seguían siendo incapaces de ver: «Para él, pensar fue siempre un proceso experimental hasta la muerte. En cierto modo, era una especie de vidente. Y lo que veía era realmente intolerable… Cuando ves algo y lo ves muy profundamente, lo que ves es intolerable… Para Foucault, pensar era reaccionar ante lo intolerable, las cosas intolerables que uno experimentaba… Si el pensamiento no llegaba a lo intolerable, no había necesidad de pensar… Era intolerable, no porque fuera injusto, sino porque nadie lo veía, porque era imperceptible. Pero todo el mundo lo sabía. No era un secreto. Todo el mundo conocía esta prisión en la prisión, pero nadie la veía. Foucault la vio». en Intolerable: Writings from Michel Foucault and the Prisons Information Group (1970- 1980), ed. Kevin Thompson and Perry Zurn, Minnesota, 2021, 386. Un extracto está disponible aquí.
[10] «La gran mentira es negarse a ver ciertas cosas que uno ve, y negarse a verlas tal y como uno las ve. La verdadera mentira son todas las pantallas, todas las imágenes, todas las explicaciones que se permiten interponerse entre uno mismo y el mundo. Es la forma en que habitualmente descartamos nuestras propias percepciones. Tanto es así que cuando no se trata de la verdad, no se trata de nada… En ningún caso pretendemos transmitir «la verdad», sino la percepción que tenemos del mundo, lo que nos importa, lo que nos mantiene despiertos y vivos. Hay que rechazar la opinión común: las verdades son múltiples, pero la falsedad es una, porque está universalmente dispuesta contra la más mínima verdad que aflora». El Comité Invisible, Now, trans. Robert Hurley, Semiotexte, 2017. Online aquí.