Gestionar el declive – Por: Jacob Blumenfeld
Disponible en su idioma original en la web de curedquail.com
Traducción por Amapola Fuentes para Colapsó y Desvío.
Lea el resto de traducciones que hemos hecho del autor aquí
Prólogo por: Colapso y Desvío.
¿Cuántos textos sobre la catástrofe tendremos que escribir antes de que, o surjan soluciones realmente posibles, o finalmente se desate una extinción masiva más descarnada y acelerada que la actual? Como decía Benjamin Noys en un artículo que tradujimos recientemente: “las cadenas de causalidad avanzan inexorablemente hacia el desastre”. Y es que esta insistencia por el fin, no se trata de una paranoia apocalíptica que teme al futuro, sino que por el contrario es sobre la irremediable catastrofización del presente.
El siguiente texto presenta perspectivas que problematizan temas de los que evitamos hacernos cargo, porque nos atrapan en aporías, o nos enfrentan a contradicciones e, incluso, a nuestras propias disfunciones: Los límites de nuestros marcos de acción por la irrisoriedad de nuestras existencias frente a los Estados y las instituciones; la ineficiencia de medidas individuales para frenar el descalabro ecológico; el surgimiento de los eco-fascismos y los etno-nacionalismos como respuestas epocales a crisis que se han desatado e intensificado en la última década; las “soluciones” que aparecen de la mano con los tecno-optimismos, y que nos recuerdan a la historia contada en The Animatrix (¿recuerdan cuando los humanos decidieron romper el cielo para evitar que los robots se alimentasen de sus rayos, y “murieran?).
Son distintos escenarios los que Blumenfeld enlaza al hecho totalmente concreto de que no estamos siendo capaces de interpretar de manera coherente esta catástrofe, y pensamos —idealista y reaccionariamente— que podemos simplemente salir de ella con fórmulas mágicas y buenas intenciones. Blumenfeld plantea que, en realidad, deberíamos enfocarnos en gestionar el declive, que al final es el declive del modo de producción capitalista, y del Mundo-técnica que se ha desplegado a partir de este modo. Es un momento mortuorio, en donde el planeta es un mausoleo. Pero, dependiendo de las acciones que tomemos colectivamente, será el mausoleo con nuestros epitafios, o el mausoleo de la forma de vida capitalista. El capitalismo está muriendo, —ya hace mucho diríamos nosotrxs—, su despliegue necrótico son sus aletazos por mantenerse con vida, intensificando distintos ciclos de acumulación y precarización, intentando coptar todo lo que pueda serle útil como un salvavidas temporal: Las tecnologías ecosituadas, por ejemplo, y que el autor plantea que el futuro de la geoingeniería es terriblemente amenazante y dañino.
¿De qué nos sirven los buenos descubrimientos de las comunidades científicas que están respondiendo al concepto —poco preciso y por lo demás desechado— de Antropoceno, si, al final del día, serán las grandes empresas quienes se hagan cargo de la gestión y manejo de los descubrimientos e inventos? Y todo esto bajo fines específicos: salvaguardar su riqueza, sus fases de extractivismo, intentando depurar al mínimo el carbono de la atmósfera; nunca frenar la producción de este. Nunca producir un cambio total en un régimen que se encuentra ante su propia decadencia.
“En una era de irremediables y, a veces, insoportables contradicciones, la principal preocupación de las instituciones que sostienen al Capital mundial (en el sistema político tradicional Estado-nación, en el trabajo y el mercado) es poder mantener una fachada vulgar de estabilidad, un intento absurdo de limpiar una casa que se está cayendo a pedazos debajo del polvo”.
Hay disputas contestatarias que, para superar el problema de la escalabilidad, tienen que tomar herramientas y perspectivas que, en ocasiones, nos son ajenas: Logística, gestión, distribución, almacenamiento. Por algún motivo, las ultraizquierdas de hoy en día nos hemos desentendido de esos lenguajes, considerando que son codificaciones empresariales de las que no queremos ser parte. ¿Tenemos otra propuesta orgánica para presentar ante una potencial crisis de abastecimiento? ¿Tenemos tiempo de inventar nuevas palabras, o nos conviene tomar las que ya existen, y ponerlas en praxis dentro de los marcos políticos que defendemos?
Como dice Blumenfeld, ya no se trata de “socialismo o barbarie”, como repiten hasta el cansancio los viejos marxistas, casi como un mantra o una canción de cuna que sólo tiene la fuerza para evocar a fantasmas incapaces de saltar al concreto. La barbarie ya está aquí, y no la hemos desatado nosotrxs ni una revolución. La vaina, entonces, se trata de si apostaremos por barbaries habitables o inhabitables. Se trata de barbaries en las que es menester replantearnos el lugar que ocuparemos como humanidad. Y esto, el texto lo plantea de manera breve, concisa, y de fácil entendimiento a una audiencia más amplia. Sobre todo porque expone lúcidamente lo que, inconscientemente, todxs sabemos: Si apostamos por la barbarie inhabitable en la que se está avanzando el planeta, no habrá una generación futura dispuesta a dar la lucha que nosotrxs no pudimos dar.
Permitámonos el dolor de la muerte del mundo actual, permitámonos la inteligencia de gestionar su caída.
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Desde el punto de vista de una formación económico-social superior, la propiedad privada del planeta en manos de individuos aislados parecerá tan absurda como la propiedad privada de un hombre en manos de otro hombre. Ni siquiera toda una sociedad, una nación o, es más, todas las sociedades contemporáneas reunidas, son propietarias de la tierra. Sólo son sus poseedoras, sus usufructuarias, y deben legarla mejorada, como boni patres familias [buenos padres de familia], a las generaciones venideras[1].
—Marx, El Capital.
Amanecer
Hermoso día, hermoso año, hermoso apocalipsis. Así es como luce el fin del mundo: sol e inundaciones, vacaciones e incendios, pandemias y guerras. Catástrofes desiguales, economías volátiles, poblaciones inciertas, crisis ecológicas en cascada que ocurren en diversas escalas temporales, algunas día a día, otras año a año, otras década a década, siglo a siglo, y algunas, incluso a lo largo de milenios.
Vivir en medio de una catástrofe en curso exige pensar más allá de la vieja dicotomía de socialismo o barbarie. Tomemos el cambio climático, por ejemplo. Por un lado, abordar adecuadamente este problema requiere detener su causa de raíz, las relaciones capitalistas de producción, lo que significa, crear el socialismo, o si no, aceptar la barbarie. Pero por otro lado, el cambio climático significa la necesidad del socialismo junto a la barbarie. Porque las condiciones ecológicas básicas que permitieron el surgimiento y la evolución de la vida en los últimos 10.000 años, las condiciones del Holoceno han sido ahora definitivamente trastocadas, y por tanto nuestras condiciones básicas de existencia y lo que significa tener una buena vida se ven permanentemente afectadas. Nuestro clima estable, nuestras capas de hielo llenas, la fertilidad de nuestros suelos y nuestra capacidad para manipular el ciclo del nitrógeno se están desmoronando, creando una catástrofe a largo plazo, irreversible, a veces lenta, a veces rápida. Esto no conducirá a condiciones de abundancia y abundancia, sino a la escasez, el hambre, la falta, la guerra, el resentimiento, la migración como nunca hemos visto antes. Y es en estas condiciones en las que ahora debe producirse el socialismo. Heredamos un mundo en desorden, no sólo social sino meteorológico.
No necesitamos repasar la ciencia del clima. Todo el mundo sabe lo que está ocurriendo. ¿Qué harían unos cuantos datos más sobre el deshielo de las capas de hielo, la liberación de metano o la desaparición de especies para cambiar nuestras acciones? La ciencia no nos dice qué hacer. Sólo nos muestra lo que ya estamos haciendo. Científicos, ecologistas y activistas esperan que el feo reflejo que vemos en el espejo de los datos nos impulse de algún modo a cambiar nuestra forma de actuar. Pero ese barco ya ha zarpado. Cada nuevo gráfico que describe nuestra perdición con todo detalle no ocupa más que una milésima parte de un parpadeo en el scroll diario. A lo sumo provoca un suspiro.
Por supuesto, es el capitalismo, el capital fósil en particular, el que impulsa el calentamiento global mediante la quema de combustibles fósiles con ánimo de lucro, para maximizar la explotación de la mano de obra sea cual sea el coste ecológico o humano. Esto no es una inevitabilidad técnica, sino una elección económica: extraer, refinar y quemar tantos hidrocarburos como sea posible mientras el rendimiento de la inversión siga siendo astronómico. Ya no se trata de una batalla epistémica entre conocedores y negadores, sino de cómo nos adaptamos al calentamiento del planeta y cómo luchamos contra él.
El cambio climático -una de las muchas crisis ecológicas en curso, incluyendo la pérdida de biodiversidad, la acidificación de los océanos, la deforestación, la degradación del suelo, la contaminación del aire, las pandemias, etc.- plantea serios problemas para las escalas de tiempo revolucionarias: algunos afirman que el comunismo es ahora más posible que nunca (ya que todo el sistema tiene que cambiar para hacer frente a este único problema), mientras que otros piensan que ahora está más lejos que nunca (ya que las emergencias requieren una acción inmediata a gran escala, que sólo los estados capitalistas y las instituciones globales pueden proporcionar). En esta zona gris tienden a surgir modos reaccionarios de adaptación al clima: por un lado, la barbarie climática como política estatal “de arriba abajo” de cruel adaptación a un mundo que se calienta, con su xenofobia militarizada y sus medidas defensivas contra los desastres naturales y la migración humana; y, por otro, el ecofascismo como resentimiento popular «de abajo arriba» contra judíos, musulmanes, inmigrantes o cualquier otro “otro” interno por apropiarse injustamente de “nuestros” escasos recursos en un planeta dividido. Doblemente derrotados, nos estamos adaptando erróneamente a un mundo equivocado. Aunque hay que hacer frente a estas estrategias de adaptación, no agotan el campo minado de problemas políticos que tenemos por delante.
Una de las dificultades conceptuales de hacer frente a la catástrofe en curso es que la forma en que se enmarca el problema ya determina su solución. Por ejemplo, si se considera que la crisis ecológica se debe principalmente a que los países ricos del norte global absorben los recursos del sur global, a la sobreexplotación de la energía, la tierra, los alimentos y los materiales, la solución pasaría por una reducción masiva del uso de los recursos en el norte, especialmente por parte de los ricos, pero no sólo de ellos. Este es el programa del decrecimiento. Una reducción masiva de la demanda. La cuestión aquí es que un simple cambio en la oferta, del carbón a la energía solar, del petróleo a la energía eólica, sin una reducción de la demanda, seguiría requiriendo un uso masivo de materiales, energía, tierra y minerales, lo que no haría sino agravar la crisis biofísica. Sin embargo, el problema de este enfoque es, en primer lugar, que considera el cambio climático sobre todo como un problema de los consumidores, o de los países ricos, y no como un problema de clase dentro de los países y entre ellos; y, en segundo lugar, que la idea de reducir el PIB no tiene ningún contenido político por sí misma: puede utilizarse para la izquierda o para la derecha o para cualquier programa que se centre exclusivamente en la categoría abstracta del crecimiento.
Consideremos entonces el cambio climático como una cuestión principalmente de clase. ¿Qué significa esto? Significa ver el cambio climático no como una cuestión de consumo y demanda, sino principalmente como una cuestión de producción. La idea aquí es que las relaciones de producción capitalistas tienen un incentivo para utilizar combustibles fósiles independientemente de lo que quieran los consumidores, porque la producción no se rige por nuestras necesidades sino por la rentabilidad, y la forma de producir tanta plusvalía como sea posible ha sido desde el siglo XIX a través de la combustión de combustibles fósiles, no porque tenga más plusvalía, sino porque permite la explotación más eficiente de la fuerza de trabajo. Enfrentarse a la causa fundamental del cambio climático significaría entonces cuestionar el lugar donde se produce literalmente, en el ámbito de la producción misma, en particular la producción de energía, pero no sólo. Dado que el cambio climático es un problema de clase, y no un problema de consumo, científico o moral, los que están en el lugar de producción son los que tienen más poder para detenerlo, es decir, los trabajadores industriales. No cualquier trabajador industrial, sino los trabajadores de la energía en particular. Pero, ¿tienen interés, un interés material en cerrar sus propios medios de subsistencia? Por un lado, no todos, por supuesto que no quieren perder sus puestos de trabajo, y las empresas fósiles que los emplean no quieren renunciar a ninguna riqueza.
Por otra parte, con el tiempo se producirá una transición fuera de estos sectores, por lo que estos trabajadores perderán sus empleos de todos modos, a menos que organicen ellos mismos la transición. En ese sentido, tienen el poder y el interés de enfrentarse a los capitalistas fósiles y tomar la producción en sus manos para salvaguardar su sustento en un mundo que se calienta. Como los trabajadores del sector energético ya están muy sindicados, es aún más posible. El problema con esto es que, aunque pueda tener sentido lógico, no está ocurriendo. Para que los trabajadores de la energía se enfrenten al capital fósil y creen una transición energética diferente sería necesario un programa masivo de agitación dentro de la clase obrera, dentro y contra la esclerosis de los sindicatos.
¿Y si no se trata ni de decrecimiento ni de guerra de clases, sino de adaptarse al desastre que está aquí, y construir el comunismo dentro de él? Esta es la apuesta del comunismo del desastre. Es tentador, ya que este enfoque reconoce la urgencia de las catástrofes ahora, en lugar de esperar a que se den las condiciones adecuadas algún día. Pero el problema de este encuadre es la escala. Construir el comunismo en la desastre significa retroceder del comunismo como proyecto de transformación del mundo más allá de nosotros mismos, como la tarea de abolir la sociedad de clases. Las desastres por sí solos no producen necesariamente sujetos políticos comunistas o situaciones revolucionarias, de hecho, pueden reafirmar modos localistas, revanchistas y reaccionarios de control sobre el territorio y las personas.
Entonces tengamos en cuenta la escala mundial. Algo así como un socialismo de medio planeta. Si hemos de hacer frente a la escala mundial del problema, entonces no sólo al aumento de la temperatura, sino a la pérdida de biodiversidad, la deforestación y las pandemias. Esto significaría cambiar el uso de la tierra a escala masiva, devolviendo partes masivas de la tierra a la vida salvaje y silvestre, no sólo aumentando la cantidad de especies, sino también creando nuevos sumideros de carbono. Esto también significaría cambiar nuestra dieta, ya que gran parte de la tierra y los cereales se utilizan para criar ganado destinado a la producción de carne. Pero ¿cómo se puede hacer esto a tan gran escala, ya que es imposible sólo a través de colectivos o comunas? Esto abre la cuestión de la planificación, la coordinación y la deliberación a escala planetaria para configurar nuestro futuro colectivo dentro de parámetros sostenibles para todos. No hay futuro habitable para la mayoría sin algo parecido a una planificación económica a diversas escalas dentro y entre sectores, poblaciones, paisajes. Incluso los capitalistas hacen gestos ante esta necesidad, antes de ignorarla y reducir su criterio de planificación a la obtención de futuras fuentes de ingresos. No se trata de hacer mejor el capitalismo a través de la planificación, sino de utilizar criterios totalmente distintos para lo que se debe producir y cómo. De lo contrario, nuestro destino estará sellado por el mercado y sus leyes. Sin embargo, ni siquiera los gobiernos creen que el mercado pueda seguir funcionando por sí solo. La planificación, en cierto sentido, es inevitable. La cuestión es de qué tipo. ¿Es posible resolver el problema del cálculo, la coordinación, la democratización, la viabilidad, la sostenibilidad y la escala? ¿Hay alguna forma de integrar en un plan general factores como las emisiones, el uso del suelo, la autonomía, el lujo y las horas de trabajo, o son criterios tan heterogéneos que resultan funcionalmente inconmensurables?
Esto nos lleva a otro problema: los únicos poderes existentes que disponen de los medios y la autoridad para actuar con tales escalas son los Estados. La magnitud de la catástrofe parece exigir la acción del Estado, como único actor capaz de desplazar recursos, imponer moratorias, financiar nuevas tecnologías y legislar la electrificación urbana y rural. No puede dejarse en manos del mercado, pero tampoco de pequeños colectivos. Ni las ONG, ni los académicos, ni los grupos de consumidores, ni los sindicatos, ni los activistas climáticos tienen el poder que tienen los Estados para dejar sin efecto industrias enteras. Incluso los grupos anarquistas desean secretamente la acción del Estado para hacer lo que ellos no pueden. Así pues, los Estados serán los principales actores para aplicar políticas que modifiquen las fuentes de energía y las inversiones con el fin de adaptarse a la nueva realidad de catástrofe permanente. Si se quiere influir en las futuras condiciones de habitabilidad, lógicamente hay que comprometerse con el Estado, ya sea internamente como oposición o externamente como amenaza. De lo contrario, se estaría hablando al vacío. Pero esto lleva a otro problema: la variedad de formaciones estatales en el presente y sus políticas político-ecológicas no ofrecen ningún consuelo de que vayan a actuar en interés de las generaciones actuales y futuras. Al contrario, ya sea en la forma de un nuevo leviatán global o en la de un behemoth belicoso, el nuevo orden soberano parece particularmente poco apto para ser influido por nadie excepto por tecno-optimistas y etno-nacionalistas. Sólo un amplio poder de clase podría romper el vacío de la política, pero esto presupone en sí mismo una solución al problema de la composición, es decir, cómo organizarse en tiempos de desorganización proletaria.
¿Qué ocurre cuando los Estados fracasan por completo en actuar? Aquí surge una opción peligrosa: la tentación de la geoingeniería. Esto significa una intervención planetaria deliberada a gran escala para afectar al clima. Existen al menos dos formas diferentes de geoingeniería: la geoingeniería natural, que aumenta los sumideros de carbono mediante la forestación, por ejemplo, y la geoingeniería artificial, que utiliza tecnología para extraer carbono de la atmósfera o para bloquear el sol directamente. De hecho, son muy diferentes. Mientras que la captura y almacenamiento de carbono (CAC) pretende eliminar directamente el carbono de la atmósfera, la geoingeniería solar mantiene el carbono en la atmósfera pero no permite que la luz solar entre para calentarlo. Lo hace liberando sulfatos a la atmósfera, un proceso que debe repetirse continuamente, no sea que la luz solar vuelva y caliente el planeta de golpe en un choque de terminación.
Ahora, por supuesto, la geoingeniería es una horrible estafa capitalista para seguir quemando combustibles fósiles y así salvar las inversiones enterradas en la tierra. Utilizar la tecnología para liberar aerosoles solares con el fin de bloquear los efectos del calentamiento, en lugar de apagar la causa, es muy tentador ya que no deja varados billones de activos bajo la tierra. Tales planes han estado en fase de investigación durante un tiempo, pero ahora parecen cada vez más una posibilidad real. Lo más probable es que se produzca ingeniería solar, la más peligrosa, ya sea por parte de los capitalistas del norte global para seguir quemando combustibles fósiles, o por parte de países o renegados del sur global para detener los desastres climáticos y reducir inmediatamente las temperaturas. Este es un escenario de pesadillas, pero es uno que necesita ser considerado ¿Qué hacer en condiciones de clima geoingenierizado? ¿Se puede detener de antemano? Pero entonces, ¿Qué ocurre una vez que ya se está produciendo? ¿Cancelarlo? Pero eso también provocaría un desastre aún mayor. Entonces la elección ya no sería entre socialismo y barbarie, sino entre barbarie habitable y barbarie inhabitable.
¿Qué pasa con la CAC y otras formas de geoingeniería natural? Deberían tomarse más en serio, no para seguir quemando el planeta, sino como forma de reparación exigida por todos los que sufren el calentamiento que ya está encerrado en la atmósfera. Es demasiado tarde para dejar de quemar hidrocarburos, hay que volver a bajar la temperatura si queremos algo parecido a un clima habitable en las zonas ecuatoriales, desde América Latina hasta el sur de Europa y Oriente Medio hasta el norte de África y partes de Bangladesh e India. Reducir el carbono de la atmósfera es incluso un deber moral, se puede decir, y requeriría un proyecto de siglos de reorganización del trabajo a gran escala. Mucho, mucho trabajo en el futuro tendrá que ser trabajo de reparación, no sólo de ecosistemas, sino también literalmente de reparación de formas de tecnología que proporcionen energía renovable, que puedan medir el secuestro de carbono, que gestionen infraestructuras electrificadas, etcétera. Pero también formas de agricultura acuática, nuevas investigaciones en hidrógeno, trabajos en el ártico reparando el albedo o recongelando los glaciares. Otra cuestión difícil: ¿quiénes serán los trabajadores y las industrias que puedan llevar a cabo semejante tarea? Para llevar a cabo una reducción masiva de carbono de forma segura, sólo hay una industria con los conocimientos, los trabajadores y los recursos para hacerlo: la industria petrolera. Pensar realmente en revertir el carbono significaría entonces tomar el control de la industria petrolera, expropiarla y socializarla, cerrarla y volver a ponerla en marcha con un nuevo propósito: en lugar de extraer hidrocarburos, depositarlos bajo la tierra. Este escenario al revés no es más que uno de los muchos enigmas moralmente confusos que se ciernen en el horizonte de cualquiera que espere un declive controlado, es decir, no letal, de la sociedad.
¿Existe una geoingeniería comunista? ¿No un comunismo solar, sino un comunismo reparador, una reparación comunitarizada de las condiciones sociales y ecológicas de la vida tal como la conocemos? Estamos heredando un mundo roto, tenemos que dejarlo caer con suavidad. Ya no necesitamos abolirlo, puesto que ya se está aboliendo a sí mismo. Nuestra tarea en el presente y en el futuro es más bien gestionar su declive.
Ocaso
Lo que puede oponerse a la decadencia de Occidente no es una cultura resucitada, sino la utopía contenida silenciosamente en la imagen de su declive[2].
– Adorno, Spengler después del ocaso.
En la novela El diluvio (2023) de Stephen Markley, quizá la mayor obra de realismo climático hasta la fecha, todos los intentos de gestionar racionalmente el declive de la sociedad fósil se estrellan contra la pulsión de muerte armada de quienes se benefician de su mantenimiento. Ni los científicos ni los activistas, ni los políticos ni los terroristas, ni las masas ni las élites pueden romper la ley del valor y su absoluta indiferencia por el bienestar humano y ecológico. Cada victoria es destripada, cada avance es revertido, cada esperanza asesinada. Es remarcable lo mucho que pueden empeorar las cosas cuando uno se lo propone de verda d. Además de las crisis sociales y económicas que se acumulan en una especie de bucle de retroalimentación positiva de la catástrofe, la naturaleza se niega a detener su asalto a los medios básicos de reproducción de la civilización. Cada desastre se convierte en otra fiesta cruel, como diría Furio Jesi, una experiencia negativa de un mundo puesto patas arriba, no en una gozosa suspensión del tiempo, sino en una aterradora confirmación de su dominio. Sin importar las capacidades cognitivas, emocionales, políticas, económicas o técnicas de los diversos personajes de la novela para dar forma a los resultados políticos, la historia los aplasta bajo su implacable embestida. Y, sin embargo, ningún fracaso es realmente estéril. Incluso el declive tiene sus formas de espíritu, sus negativos fotográficos de futuros posibles.
¿Podemos separar el declive del decrecimiento? Mientras que el decrecimiento es un programa político-económico positivo para la transición de las sociedades de consumo hacia un menor uso de los recursos, el declive es una descripción negativa del proceso por el que las sociedades pierden su capacidad de mantener un suministro adecuado de recursos para satisfacer sus necesidades. Acabar con los combustibles fósiles exige gestionar el declive tanto de una industria como de un mundo. Los movimientos de descolonización de antaño comenzaron como formas de construcción del mundo. Hoy necesitamos imaginar nuevas formas de romper el mundo. La abolición puede interpretarse tanto como un proyecto negativo de desmantelamiento de un estado carcelario, como un proyecto positivo de construcción de una forma alternativa de relaciones sociales. Conceptos como abolición, descarbonización, decrecimiento… ¿no son todos ellos formas de declive controlado, o de preparar el camino para desprenderse de un mundo, para ponerle fin, para detener lo que está causando daño, para retirarse de una batalla perdida, para rechazar lo que ya no puede ser apropiado? Holly Jean Buck describe la necesidad de crear capacidad «para acabar con las cosas» en su libro de 2021 Ending Fossil Fuels:
“Hay todo tipo de cosas de las que alejarse: cosas que debemos dejar de hacer porque nos están matando; cosas de las que debemos retirarnos porque están condenadas, como parte de la adaptación; y tecnologías que se nos endilgan y que podemos optar por rechazar. Desde el punto de vista político, todos estos temas son completamente diferentes, pero culturalmente están relacionados con la capacidad básica de acabar con las cosas. Esta es una capacidad relacionada con el poder político. Pero también es una capacidad psicológica. Y es sobre planificación. Acabar con las cosas, de forma planificada, es una capacidad que necesitamos desarrollar para prosperar. Aunque este libro trata de los combustibles fósiles y de medidas urgentes para este momento concreto, también trata de esta capacidad más amplia de declive controlado, retirada controlada, rechazo controlado. Estas cosas no son negativas: son fundamentalmente afirmativas. Se trata de tomar las riendas de nuestro propio destino.”
Por un lado, estamos al principio de un largo proceso de construcción de la capacidad para acabar con el dominio de la economía del carbono, para gestionar el declive de los combustibles fósiles como insumo de nuestra infraestructura de existencia. A través de la eliminación gradual, la transición, la reducción y el declive, toda una forma de política, economía y sociedad está llegando a su fin. Se desconoce lo que esto significa para la cultura, pero es probable que sea tan revolucionario como lo fue para la humanidad el inicio de la era del vapor. Por otra parte, todavía no se ha normalizado el declive del capitalismo. Tal vez porque el estancamiento que ha asolado a las sociedades capitalistas durante décadas sigue sin reconocerse como una condición permanente y se considera, en cambio, una excepción a la Trente Glorieuses[3]. O tal vez porque el declive del capitalismo se ve constantemente amortiguado por tendencias compensatorias, que lo hacen avanzar sin vapor. O tal vez porque la normalización de la decadencia del capitalismo, que antes era una condición previa para creer en el socialismo, se ha agotado en el agotamiento del propio futuro. Cuando el futuro se siente vacío, el declive parece innecesario.
El declive que estamos viviendo no hay que celebrarlo ni denigrarlo, simplemente hay que gestionarlo. Todo un siglo de lucha contra los gestores se encuentra ahora con la tarea de gestionar el declive de un mundo que nunca quiso. Y, sin embargo, no hay otra opción. ¿Por qué hay tanta resistencia a este proyecto? «Hay una forma en que el declive gestionado suena a fracaso, a derrota», escribe Buck. Para ir más lejos, el declive señala la llegada de la muerte, y ¿quién no teme el día del juicio final? El espectro del declive produce un frenesí de actividad por parte de los seres humanos que se apresuran a apropiarse de lo que pueden antes de que llegue el final. Mientras tanto, el resentimiento, la exclusión, la culpa y el chovinismo surgen como actitudes esperadas, como mecanismos de defensa, como formas de protección contra un mundo que se cierra. Cuando no hay salida para la solidaridad alegre, para remodelar juntos la existencia social, entonces el repliegue a la mónada del yo se convierte en algo natural. Hay demasiadas cosas que necesitan ser enterradas para que cualquier yo las soporte por sí mismo. Mejor ignorarlo. La herida irreparable que supone desprenderse de un mundo se neutraliza haciendo hincapié en los aspectos esencialmente tecnológicos, industriales, políticos o económicos del proceso. Esto, por supuesto, deja fuera lo psicológico. Otra vez Buck:
La cantidad de cosas a las que hay que poner fin es cada vez mayor. No sólo necesitamos acabar con lo que es perjudicial, como los combustibles fósiles, los pesticidas o las bolsas de plástico, sino también con lo que está condenado al fracaso. Esto último exige una comprensión compartida de lo que está condenado. En lo que respecta al cambio climático, existen paralelismos entre el declive controlado y la retirada controlada. No sólo habrá que alejarse de las costas o de las zonas propensas a los incendios, sino también de las zonas donde se agotan los acuíferos o de las ciudades de esquí donde ya no nieva. Necesitamos un cambio cultural más amplio que nos permita gestionar todos estos cambios y estos diversos finales, no algo que los descarte como «todo está bien», indicando que simplemente debemos «¡Ser resilientes!», sino algo que permita el dolor como parte del proceso».
Gestionar suele significar dirigir algo, mantenerlo en marcha, con éxito, con eficacia. Sin embargo, en este caso, gestionar significa dejar que algo muera. Es más un hospicio que un hospital. Y eso significa tomarse en serio la necesidad de luto, de duelo, de oración. Pero aquí hay una paradoja. No solemos llorar la muerte de lo que nos hace daño. No solemos llorar lo que nos envenena. No solemos rezar por lo que nos quema. Y, sin embargo, eso es exactamente lo que se llora: las prácticas nocivas, las industrias destructivas, los materiales tóxicos, las vidas desperdiciadas. Esta paradoja se disuelve una vez que nos damos cuenta de que no son las prácticas o industrias específicas las que necesitan espacio para el duelo, sino el modo de vida que sustentaban, las formas de existencia que permitían, los tipos de bienes que permitían. Cuando toda la subjetividad de una persona se forma en torno a la disponibilidad de petróleo barato, por ejemplo, arrancárselo va a doler. Por eso sólo hay dos opciones: o gestionamos colectivamente el declive no sólo de los objetos sino también de los sujetos que están caducando, canalizando sus residuos hacia algo nuevo, algo que merezca la pena; o dejamos que el poder del Estado y el caos del mercado, sobrealimentados por una alianza de capital fósil/verde, se abran camino a golpes hacia una estabilización geoingenierizada de la dominación planetaria para siempre. Se trata de controlar conscientemente la reparación del metabolismo, de planificar el abandono, la desinversión, el abandono de una forma obsoleta de reproducción social, y de organizar la reconstrucción, la reinversión y la resurrección de otra. Hay una inercia en el sistema de muerte que nos atrapa, un disparo inconsciente hacia formas cada vez mayores de sufrimiento, formas cada vez mayores de explotación, formas cada vez mayores de separación. Esta inercia no se detendrá ante la decadencia; también buscará una participación en el futuro venidero, oponiéndose a todos los movimientos de los partidarios del mañana. Para superar a este enemigo, a esta flecha implacable del tiempo capitalista, será necesaria una contrainteligencia sin precedentes.
Porque no son sólo activos los que van a quedar varados, sino todo un conjunto de relaciones sociales. Y al igual que la inmensa cantidad de riqueza perdida que esto causará al capital, este encallamiento de las relaciones sociales causará cantidades incalculables de dolor y sufrimiento a aquellos de nosotros que hemos sido constituidos por él, con reacciones violentas de por medio. Pero tal vez el fin de este sujeto dominador y dominado, cargado de segundas, terceras y cuartas naturalezas ajenas a sí mismo, libere formas de reconocimiento mutuo hasta ahora deformadas por la relación de propiedad que encubre su alma. Max Horkheimer, en su conservadurismo revolucionario, apuntó cierta melancólica justicia a este fin del yo en un fragmento de 1956, recogido en Dawn and declive:
“Mach escribió: ‘el yo no puede salvarse’. La afirmación tenía un sentido epistemológico, y el desarrollo de la sociedad la convirtió en un hecho. Que su fuerza, intensidad, duración, complejidad y sustancia dependen de lo que le es externo ya lo había visto el idealista Fichte, el heraldo del yo, cuando hizo depender a la persona de la propiedad. Desde entonces, no sólo se ha establecido una tendencia general a la disminución de la propiedad personal, sino que otras condiciones igualmente necesarias se ven afectadas por el proceso de desarrollo industrial. Se conoce el papel del cambio del entorno -de la cadena de montaje al ordenador- y el efecto desintegrador y atomizador de los medios de comunicación de masas. Además, existen hechos sociales en un sentido más restringido. Dado que las personas se desplazan constantemente dentro de las ciudades, o de una ciudad a otra, ya no tienen un hogar permanente, y el cambio tiene un efecto diferenciador en el individuo. Las relaciones alteradas […] significan que las personas ya no comparten experiencias en una vida estrechamente unida, ya no envejecen juntas ni constituyen recíprocamente su yo a través del conocimiento mutuo. Lo mismo ocurre con otras relaciones, amistades y asociaciones profesionales. Junto con estas precondiciones materiales del yo, desaparecen también las humanas. En la realidad social atomizada, el átomo se escinde como en el mundo físico. Sin embargo, ambos disuelven algo que se había hipostasiado erróneamente. Lo que se destruye con el progreso son entidades míticas. Es la justicia la que acaba con ellas.”
Al disolver algo que ha sido erróneamente hipostasiado, el progreso de nuestra decadencia mantiene la esperanza de que otras formas de perversiones calcificadas desaparezcan también en el pasado arcaico conocido como nuestro presente. «Desde el punto de vista de una forma económica superior de sociedad», escribió Marx, “la propiedad privada del globo por individuos individuales parecerá tan vulgar como la propiedad privada de un hombre por otro”. Y oculta en esta vulgaridad brilla la «utopía que está silenciosamente contenida en la imagen de su declive», como señaló Adorno.
Hay una forma tentadora de afrontar el declive que conviene mencionar por último. Frente a las catástrofes sublimes, uno se aleja del mundo material y abraza el amor fati de la condena climática, volviéndose hacia la expresión estética como la única salida adecuada para llorar nuestra condición perdida. Sin embargo, esta estética del declive, similar a la estetización de la política contra la que Benjamin advirtió en su día, debe evitarse a toda costa. La retirada a la desesperación metafísica y a la autoexpresión individualizada sólo prepara el terreno para la cancelación del futuro articulada dentro de la política reactiva de la decadencia.
Evitar la estetización del declive no requiere una antiestética, sino una estética diferente, una estética de la reparación que no pierda de vista la labor espiritual que exige la destrucción de la naturaleza. Esa reparación podría incluso exigir una nueva energética de la vida planetaria, como imaginaron en su día los cosmistas rusos, no para devolver la naturaleza a un estado intacto, sino para transformar nuestra relación con la naturaleza de modo que podamos repararnos a nosotros mismos. La gestión del declive, si no es la gestión de la extinción, puede ser una apertura para la experiencia estética del mundo natural en formas hasta ahora bloqueadas por la sociedad, ya que cualquier forma de reparación ecológica a largo plazo tendría que estar mediada culturalmente por sensibilidades estéticas y morales que puedan envolverla significativamente en una forma de espíritu. Desarrollar la capacidad de crear nuevos sentidos se hace entonces tan necesario como la capacidad de acabar con los antiguos.
Referencias
- Adorno, Theodor W. (1983) “Spengler after the Decline,” Prisms, MIT Press.
- Benjamin, Walter (2008) The Work of Art in the Age of its Technical Reproducibility, and Other Writings on Media, Belknap Press.
- Blumenfeld, Jacob (2023) “Climate Barbarism,” Constellations, 30(2), June, pp. 162-178.
- Buck, Holly Jean (2021) Ending Fossil Fuels, Verso.
- Horkheimer, Max (1978) Dawn and Decline, Seabury Press.
- Huber, Matt (2022) Climate Change as Class War, Verso.
- Jesi, Furio (2021) Time and Festivity, Seagull Books.
- Malm, Andreas (2022), “The Future is the Termination Shock: Part One”, Historical Materialism, 30(4), pp. 3-53.
- Markley, Stephen (2023) The Deluge, Simon & Schuster.
- Marx, Karl (1991) Capital: Volume 3, Penguin Books.
- Out of the Woods Collective (2020) Hope against Hope, Common Notions.
- Russ, Daniela (2022) “‘Socialism is not just Built for a Hundred Years’: Renewable Energy and Planetary
- Thought in the Early Soviet Union (1917–1945),” Contemporary European History, 31, pp. 491–508.
- Saito, Kohei (2024) Slow Down: The Degrowth Manifesto, Astra House.
- Vettese, Troy and Pendergrass, Drew (2022) Half-Earth
Notas de la traducción.
[1] Originalmente citado en alemán: “Vom Standpunkt einer höhern ökonomischen Gesellschaftsformation wird das Privateigenthum einzelner Individuen am Erdball ganz so abgeschmackt erscheinen, wie das Privateigenthum eines Menschen an einem andern Menschen. Selbst eine ganze Gesellschaft, eine Nation, ja alle gleichzeitigen Gesellschaften zusammengenommen sind nicht Eigenthümer der Erde. Sie sind nur ihre Besitzer, ihre Nutzniesser, und haben sie als boni patres familias den nachfolgenden Generationen verbessert zu hinterlassen.”
[2] Nota de la traducción al español: Aquí hay un juego interesante. Y es que, en inglés, decline significa tanto ocaso como declive o decadencia. En la traducción de Manuel Sacristán de Prismas: la crítica de la cultura y la sociedad, de T. W. Adorno, la cita original se traduce al español como “Frente a la Decadencia de Occidente no está, como instancia salvadora, la resurrección de la cultura, sino la utopía, que yace, silenciosa e interrogante, en la imagen misma de lo que se hunde” , traduciendo decline como “lo que se hunde”. Sin embargo, el título del texto (“Spengler after the decline” se traduce como “Spengler tras el ocaso”.
[3] Nota de la traducción al español: Trente Glorieuses, trad. literal: Treinta años gloriosos. Se le dice así a un periodo entre 1945-1975 que se dió en distintos países deEuropa, Norteamérica y Asía, y que se caracterizó por expansión de nuevas tecnologías, y circulación de dinero. Todo esto llevó a un fuerte progreso económico, que permitió que los países post- Segunda Guerra Mundial pudieran reconstruirse. Todo esto se enmarcó entre el Plan Marshall y los estados de bienestar. Lo que rompió con este periodo fue el choque del petróleo, en 1973.