Apocalipsis sin Reino – Günther Anders

Apocalipsis sin Reino – Günther Anders

Este texto es un extracto de Endzeit und Zeitende (El fin de los tiempos y el fin de los tiempos, 1959) de Günther Anders. Traducido del alemán al inglés por Hunter Bolin y publicado en la web de e-flux, Issue #97 February 2019.

Traducción al español y prólogo por Amapola Fuentes para Colapso y Desvío.

Prólogo: Huir del eidos escatológico, acercarse al apocalipsis

Este artículo de Anders es, de mínima, intrigante y misterioso. Sobre todo porque apuesta por escarbar en distintos conceptos y nociones elementales para el mundo judeocristiano – y, también, en todo el mundo que, de una u otra manera, se ha dejado subsumir por ciertas narrativas, creencias y formas de comprender la esperanza en este u otro mundo.


Dentro de los relatos cristianos, existen tres formas básicas de “Reino”: el que llegará post-Armagedón (el día del juicio); el reino que se dará personalmente a cada unx; y el reino que se encuentra en “funcionamiento” en el presente, en los cielos, con Jesús ascendido como su rey. Cuando Anders rechaza la idea de Reino lo hace en esta tríada engañosa, que tiende a atraparnos en expectativas engañosas para evitar mirar al presente desolador. Ese que, para muchxs, es la antesala del día del Juicio, y, por ende, algo inevitable, o algo que excede nuestros cursos de decisión, acción e intervención.

El “Apocalipsis desnudo” como mera caída, nos enfrenta a la posibilidad del sinsentido del padecer actual. Pero es nada más que un sinsentido escatológico, o metafísico religioso, ya que es dentro de la temporalidad de estas doctrinas que se da una sucesión progresiva de desastres que culminan en el Reino de los cielos – o el Paraíso, dependiendo de la secta a la que quieran referenciar.

El quiebre con la temporalidad lineal permite comprender que la no es un por-venir sino un acontecer. Un acontecer que históricamente ha estado desbordado en hitos. Hitos que han re-configurado los sistemas hegemónicos para intentar estabilizarse, aún con la certeza de la catástrofe, mayor o menor. Es increíble, sin embargo, cuántas catástrofes ocurren en el día a día, a distintas escalas y magnitudes, pero nos negamos a reconocer que habitamos en ella y en el riesgo de una mayor.

¿Cómo nos enfrentamos a la Gran Tribulación si ponemos entre paréntesis las grandes promesas?

Quiero dar un ejemplo personal. Crecí en un hogar que estaba dominado por la secta cristiana de los Testigos de Jehová. Durante mi infancia, muchxs familiares murieron, y la única manera de apalear el sufrimiento era pensar en la promesa de la reencarnación luego del Armagedón. Pero, para bien, llegó el momento del salto de fe cualitativo, y de abandonar la secta. Y, con ello, romper las ficciones y los falsos paliativos. Eso significó enfrentarse a todos los duelos acumulados.
¿Enfrentar esta época es enfrentarse con la acumulación de pesares que pasaron desapercibidos por los costados de los grandes relatos de la Historia Universal?

Surgen muchas preguntas, que intentan aterrizar esta problemática hacia una dimensión materialista histórica: y es que, de cierta manera, el pensamiento cristiano se ha instalado de maneras tan milimétricas e invisibles, que podemos hasta presuponer que parte de la negación a la que nos enfrentamos hoy en día tiene que ver con esto. Con usar un tamiz para contemplar la realidad, que la entrega parcelada, elaborada, diferenciada. Un tamiz que articula visiones fragmentarias y desarraigadas de un presente y, con ello, la imposibilidad de un futuro. Ante eso, ante esa ausencia, esa incapacidad psíquica, el fármaco ha sido el instalar una promesa de “futuro mejor”, que nos desconecta del “presente” que no sólo es peor, sino que real. Y, lo que resulta más incomprensible, es que el “apocalipsis sin reino” se refiere a la posibilidad posible de la catástrofe causada por nuestras mismas técnicas y tecnologías; Anders era un crítico del armamento nuclear y su respectiva amenaza, por lo que, en el texto, desarrolla la idea del apocalipsis atómico.
Cuán irónico es querer renegar del apocalipsis cristiano, y, en su reemplazo, ser cómplices pasivos de un apocalipsis auto-infligido. Uno que no promete un futuro mejor, sino que anula y extermina toda idea de un mañana. Uno que instala un presente atestado de amenazas nucleares, riesgos de guerra,  tensiones internacionales, guerras armamentísticas en potencia…

Eso es el tiempo del fin. Un amargo “carpe diem” que, en vez de producir gozo, fascinación y alegría, produce ansiedad, desesperanza y anhedonia.
Para escapar del tiempo del fin, ¿Qué podemos hacer?
¿Pensar en otras formas de temporalidad? ¿Cuestionar la urgencia de una temporalidad infinita? ¿Reconstruir visiones de temporalidad que vayan más allá del solo existir en tanto Noch-Dasein?

Para variar, preguntas traemos, y muchas, pero las respuestas vienen por separado. Esperamos. Porque llegará el día en que no habrá mañana, y ni siquiera nos daremos cuenta de ello.
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Número 97

Febrero de 2019

Introducción de la página:

Günther Anders (1902-92) es sin duda uno de los filósofos más interesantes, ignorados, opositores, radicales y casi olvidados del siglo XX. Tras crecer en Alemania, Anders (cuyo verdadero nombre era Stern) y su esposa Hannah Arendt tuvieron que huir del país en 1933. A través de París, ya divorciado, Anders llegó a Estados Unidos, donde nunca encontró realmente su lugar; el acoso rojo y la propaganda contra la izquierda le dificultaron encontrar trabajo. En 1950 decidió regresar a Europa, donde vivió el resto de su vida en Viena.

La obra de Anders se enfrenta a la relación entre la tecnología y lo humano en las condiciones de la modernidad atómica. Muy pronto estableció una conexión entre el uso militar de las armas nucleares y el uso civil de la energía nuclear; en ellos veía la posibilidad de reestructurar -o incluso extinguir- la sociedad.

Su ensayo «Apocalipsis sin reino» llama la atención sobre el modo en que las visiones comunistas de la historia y los intentos de hacerlas realidad (representados por la Revolución Rusa en el texto de Anders) no lograron desligarse de una escatología cristiana. En la lectura de Anders, el comunismo ha sido históricamente una continuación, más que una ruptura, de la comprensión occidental del tiempo. La pregunta más importante de nuestro tiempo es, pues: ¿Cómo puede un pensamiento emancipador que se niega a creer en las ideas de progreso de la Ilustración orientarse hacia el futuro sin caer en el nihilismo?

Hoy, con la devastación ecológica generalizada y las nuevas amenazas de dictadura tecnocrática que se ciernen en el horizonte, nada es más urgente que imaginar, como dice Anders, la posibilidad de un «apocalipsis sin reino». La traducción que sigue es del original alemán. -Trad.

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La tarea a la que nos enfrentamos hoy es pensar [Zu denken uns aufgegeben] el concepto del apocalipsis desnudo, es decir: el apocalipsis que consiste en la mera caída, que no representa la apertura de un nuevo estado de cosas positivo (del «reino»). Este apocalipsis sin reino apenas ha sido pensado antes, salvo por aquellos filósofos naturales que especularon sobre la muerte por calor. Pensar este concepto nos plantea grandes dificultades, ya que estamos acostumbrados a su contraconcepto, el reino sin apocalipsis, y porque hemos llegado a dar por sentada la validez de este contraconcepto a lo largo de los siglos. No estoy pensando aquí en imágenes utópicas de un estado del mundo más justo y ezequieliano en el que se haya secado la raíz de todos los males, sino en la metafísica de la historia que ha regido bajo el título de fe en el progreso. Esta creencia, o más bien esta teoría, que se ha convertido en una segunda naturaleza para todos nosotros, enseñaba que formaba parte de la esencia de nuestro mundo histórico mejorar inevitablemente. Puesto que el estado de cosas al que hemos llegado supuestamente ya contiene las semillas de lo inevitablemente mejor, vivimos en un presente en el que el «futuro mejor» siempre ha comenzado ya; no, virtualmente ya estamos en el «mejor de los mundos», puesto que algo mejor que aquello que inevitablemente mejora ni siquiera es concebible. En otras palabras: para quienes creían en el progreso, el apocalipsis resultaba superfluo, ya que sólo era necesario como condición previa para el «reino». Lo más ingenioso era que el presente y el futuro estaban siempre entrelazados.  El reino siempre llegaba, porque siempre estaba ya allí. Y siempre estaba ahí porque llegaba continuamente. Un credo más alejado del apocalipsis -es decir, un afecto más agudamente antiapocalíptico (y, por tanto, una mentalidad alejada de la mentalidad cristiana apostólica)- es difícilmente imaginable. El hecho de que Estados Unidos, el país que tan clásicamente representa la vulgarización de la fe en el progreso, adoptara tan gustosamente el nombre de «patria de Dios» es cualquier cosa menos una coincidencia. La frase sugiere sin rodeos el ya-ahí [Schon-da-Sein] del reino de Dios; es imposible no oír el eco de la frase «Civitas Dei» [Ciudad de Dios]. Por supuesto, las palabras «apocalíptico» y «antiapocalíptico» no desempeñaron ningún papel en las discusiones sobre la categoría de «progreso». No obstante, a pesar de haberse diluido, el par de opuestos «apocalíptico» y «antiapocalíptico» sigue siendo reconocible en la querida diferenciación entre «evolutivo» y «revolucionario». Quién sabe si la repugnancia con que los estadounidenses reaccionaron ante el bolchevismo y la «Rusia soviética» no fue causada tanto por el comunismo en sí como por el hecho de que la Revolución Rusa, que obviamente tenía algo de apocalíptico, sirvió como un desaire extremo a la creencia estadounidense de que los acontecimientos apocalípticos eran innecesarios. Nada nos presenta un obstáculo más serio para pensar un concepto oportuno que esa tesis optimista del «reino sin apocalipsis». Y es indiscutible que nuestro pensamiento requerirá una verdadera imposición, ya que será un verdadero salto en contrarium.

Pero esto no es implicar que los revolucionarios encontraran sustancialmente menos dificultades para reflexionar sobre la idea de un inminente «apocalipsis sin reino», puesto que ya habían retomado el legado apocalíptico (aunque de forma secularizada) o lo habían profundizado. Por muy vivo que se hubiera vuelto para ellos el concepto de «apocalipsis» (transformado en el concepto de «revolución»), el concepto de «reino» no lo era menos. Los esquemas de la escatología judeocristiana «desaparición y justicia» o «fin y reino» brillaban muy claramente a través de la doctrina comunista, con la revolución desempeñando el papel del apocalipsis, y la sociedad sin clases desempeñando el papel del «reino de dios.» Además, la idea de la revolución, que representaba el apocalipsis, no significaba un acontecimiento que simplemente cayera del cielo, sino una acción que habría carecido de sentido si no anunciara el objetivo del «reino». Así que no puede hablarse de afinidad con los conceptos que hoy se nos piden: el «apocalipsis desnudo sin reino». Por el contrario, a la luz de la posibilidad de una catástrofe total a la que nos enfrentamos hoy, Marx y Pablo parecen convertirse en contemporáneos. Las diferencias que antes habían marcado los frentes -incluso la distinción fundamental- entre teísmo y ateísmo parecen condenadas también a derrumbarse.

No obstante, nuestra afirmación sigue siendo que el pensamiento de un apocalipsis que desemboca en la pura nada sería atroz, y es desconcertante que seamos los primeros que debamos ensayar este pensamiento. Y es que llevamos casi un siglo asediados por el nihilismo. Es decir, estamos rodeados de un movimiento que ha llevado el nihilismo tan al primer plano que nos ha acostumbrado a pensar en la aniquilación. ¿Es posible que estos nihilistas no nos hayan preparado para lo que debemos anticipar (para prevenir) y aprender?

No, en absoluto. Y comparada con la posición que nosotros, obedeciendo a la necesidad y no a nuestros propios instintos, debemos adoptar hoy, ¿no les hace parecer su posición como «viejos nihilistas», incluso optimistas? No sólo porque consideraban «delendum«, digno de aniquilación, todo aquello que empujaban hacia la aniquilación, cuya aniquilación de hecho afirmarían; sino sobre todo porque las acciones o procesos de destrucción tenían lugar dentro de un marco de cuya indestructibilidad no dudaban ni un segundo. En otras palabras: consideraban «sólo» a Dios y «sólo» a los llamados «valores» como «delenda» [destruidos]. Y podemos decir «sólo» porque no clasificaban al mundo como «delenda» [destruido]; ya que el pensamiento de la aniquilación del mundo, que para nosotros hoy se ha convertido en el pensamiento, no podía haber surgido dentro del horizonte que ellos eran capaces de temer o esperar.

Al contrario: cuando estos nihilistas abogaban por la destrucción, su pasión se alimentaba de una afirmación del mundo. No hay ambigüedad sobre el hecho de que la derivaran en gran medida del naturalismo, las ciencias naturales y las técnicas de su época. Incluso si algunos de ellos consideraban que el optimismo de los científicos naturales era dudoso o incluso blasfemo, indirectamente, no eran menos optimistas que los defensores del progreso que ridiculizaban y despreciaban, y ciertamente no eran menos laicos. Lo que les daba valor para su gran negación era el hecho de que compartían conscientemente las grandes afirmaciones de su tiempo: la confianza de las ciencias naturales en el mundo y el dominio total del mundo -en resumen: compartían más o menos conscientemente la creencia en el «progreso». Y aquí pienso sobre todo en los nihilistas rusos.

 

La ambigüedad del periodo cristiano

Aunque la historia sólo llegó a ser «historia» en su sentido moderno, es decir, una historia que ha desarrollado un sentido de dirección, debido a que la expectativa cristiana estaba orientada hacia la salvación, y aunque sus años cuentan como «años santos», la historia fáctica no se desarrolló como un proceso de salvación [Heilsgeschehen]. En realidad se desarrollaba, mientras la gente no se acostumbrara a la continuación de la historia y olvidara la expectativa, como una cadena de santas decepciones, como un interminable fracaso del «reino» por venir, como una práctica continua de autohumillación ante la existencia continuada τούτου τοῦ κόσμου [de este mundo]. En realidad, visto desde un punto de vista no cristiano, el hecho de que hayan pasado dos mil años es un escándalo; en realidad, no se debería haber permitido que esto sucediera – a menos que ese tiempo se entendiera de la misma manera que Jesús entendió el tiempo entre las misiones de los discípulos y su muerte, o de manera similar al tiempo apostólico de Pablo; como un período [Frist]; como el interludio que se inserta entre la Anunciación (o más bien, la Crucifixión) y la Parusía [Segunda Venida], o más bien el interludio que debe insertarse: como el tiempo final de las convulsiones o como el tiempo del triunfo de Satanás antes del juicio final. Visto desde el punto de vista cristiano, es decir, escatológico, el cristianismo vive después del nacimiento de Cristo, pero en la era del «antes».

Una situación ambigua. Renunciar simplemente a la expectativa (que era la expectativa del reino de mañana para Jesús) debido a la continua decepción y repudiar lo Esperado expressis verbis probablemente sólo había sido posible para quienes consideraban renunciar a la fe en su conjunto. Pues quien renunciaba al «Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad en la Tierra», renunciaba al cristianismo en su conjunto. Pero tal vez eso no fuera tan raro, al menos en la época anterior a que el cristianismo se convirtiera en la religión del Estado. E incluso Pablo y Pedro no habrán pronunciado sus advertencias sin razón.  Para aquellos que persistieron en su fe a pesar de la decepción de la Parusía y que demostraron su fe mediante la paciencia, desarrollando así la virtud cristiana del cristiano decepcionado, para ellos la situación encerraba una ambigüedad que difícilmente se había superado o experimentado antes. No sólo en la teología cristiana, sino también en el alma cristiana convivían a veces convicciones contradictorias.

En primer lugar, la convicción de que el apocalipsis (o, mejor dicho, el reino de Dios) aún puede esperarse hoy.

Y segundo, que la Parusía no procedería en forma de catástrofe mundial, sino como un acontecimiento en las personas. (Cuando Pablo y sus seguidores experimentaron la muerte y la resurrección con Cristo en el bautismo, creyéndose ya parte del reino de Dios, entonces el momento decisivo ya estaba obviado dentro del tiempo mundano).

O tercero, que el reino, incluso sin el apocalipsis, ya estaba allí en la forma de la iglesia existente. Por paradójico que suene, en este caso el apocalipsis queda relegado al pasado, aunque nunca llegó a producirse.

Aparte de los individuos que no podían abstenerse de averiguar en qué tiempo estaban viviendo realmente, y por tanto insistían en una interpretación específica, la historia del cristianismo fue en gran medida una historia de difuminar estas posibilidades excluyentes y contradictorias.

Ahora existe el gran peligro de que una ambigüedad escatológica similar regrese y gobierne nuestro tiempo; que nuestra posición se vuelva tan claire-obscura como lo había sido la situación escatológica del cristiano. Nada sería más desastroso que si surgiera la incertidumbre de si consideramos que la catástrofe aún está delante de nosotros (y nos comportamos en consecuencia); si podemos permitirnos orientarnos en el mundo como si ya hubiéramos superado la montaña (por ejemplo, superando los monopolios atómicos); o si consideramos el fin como algo que «está ocurriendo continuamente» (y, por tanto, no es tan aterrador). Tal vez sea necesaria la franqueza de un incrédulo, tan incrédulo como el autor de estas líneas, para dejar bien claro que esta ambigüedad [Zwielichtigkeit], si ocurriera hoy, tendría un efecto aún más fatídico que la ambigüedad [Zwielichtigkeit] de entonces. Como han demostrado los dos mil años transcurridos, la amenaza de entonces era meramente imaginaria. Esta vez nos enfrentamos a una amenaza inequívoca en el sentido cotidiano-técnico que se hará realidad a menos que nos adelantemos a ella con una respuesta-acción real e igualmente inequívoca.

Lo que está detrás de nosotros -en el sentido de lo que ahora es válido de una vez por todas- es la precondición que hace posible la catástrofe.

Lo que tenemos delante es la catástrofe posible.

Lo que siempre está ahí, es la posibilidad de una instancia catastrófica.

Analogía: del mismo modo que entonces habría que remitirse al periodo finito [Frist] para intentar mantener a los creyentes en la creencia (en la llegada), hoy habría que intentar, de nuevo con referencia al periodo finito [Frist], mantener a los incrédulos en la incredulidad (de la llegada).

En aquel entonces se decía: no podemos esperar que el reino llegue de forma inminente, puesto que la llegada representa un drama cósmico; la victoria sobre la tierra lleva su tiempo, aun cuando ya se haya luchado por ella y se haya ganado en los cielos; y sólo puede producirse una vez que Satanás haya disfrutado ya de su convulso triunfo final. «Porque no vendrá aquel día sin que antes haya apostasía» (2 Tesalonicenses 2:3). En resumen: el hecho de que el reino no haya venido hasta ahora se presentó virtualmente como prueba de su llegada.

Hoy, por el contrario, se dice: «No, no tenemos que esperar que la catástrofe ocurra inmediatamente, en absoluto. El hecho de que aún no haya ocurrido, el periodo de tiempo que ya hemos atravesado, demuestra que somos capaces de vivir con el miedo («con la bomba») y de mantenerlo a raya. De esto podemos estar seguros, ya que el peligro apocalíptico era más agudo al principio del «período» [Frist] que hoy. Entonces existía el monopolio de las armas atómicas y nadie tenía experiencia con ellas. Hoy tenemos la doctrina de la destrucción mutua asegurada. E incluso entonces habría sido posible superar el peligro-clímax [Gefahrenklimax]. Ergo: el examen ya ha quedado atrás».

 

El fin del fin

Mientras el curso del tiempo se entendiera cíclicamente, se consideraba inevitable que siempre se volviera al punto de partida y que hubiera que recorrer de nuevo el mismo camino. El concepto de «fin» era imposible. Cuando apareció en la teoría ekpirótica del universo de los estoicos, «fin» era sinónimo de «principio». Por la expectativa del fin último y por el miedo y la esperanza escatológicos, la historia se ha convertido en una «calle de sentido único» que excluye la repetición. Pero no sólo fue incapaz de alcanzar ninguno de sus antiguos puntos de partida, sino que tampoco pudo llegar a un final. Como resultado, la historia, que sólo era posible pensando en el concepto de «fin», se convirtió en el principio de «y así sucesivamente». La historia ha preparado el fin del principio «fin». Ninguna garantía estaba tan eternamente salvaguardada para nosotros como la garantía de un tiempo eternamente continuado. Esta garantía está ahora en quiebra.

 

Excurso sobre el Apocalipsis cristiano y atómico

El uso que hago de las expresiones «escatológico» y «apocalíptico» ha suscitado repetidas objeciones. Las acusaciones afirman que no conviene jugar con expresiones teológicas y utilizarlas metafóricamente para representar una situación que nada tiene que ver con la religión, para conferirles una falsa seriedad [falschen Ernst] y una falsa sensación de terror.

La única réplica veraz a esta crítica sonará chocante. Sin embargo, en nombre de nuestra supuesta seriedad herida [verletzten Ernstes], toda ambigüedad está prohibida. He aquí la respuesta:

No importa lo sobrecogedora que pueda ser esta venerable historia de esperanzas y temores escatológicos -desde las interpretaciones de los sueños de Daniel hasta las esperanzas del socialismo en el reino de Dios-, nunca existió una amenaza real del fin del mundo, a pesar de la seriedad subjetiva con la que estos profetas hablaron del peligro. Sólo la amenaza actual del fin es objetivamente seria. Tan seria que no podría serlo más. Siendo ese el caso, la pregunta de qué uso del término «fin del mundo» o «apocalipsis» es metafórico y qué uso no lo es, debe responderse así: no fue hasta hoy, o mejor dicho, hasta el año cero (1945) que estos términos ganaron su sentido serio y no metafórico, ya que sólo hoy nombran una posible caída [Untergang] real.  Por otra parte, el concepto de «apocalipsis», que aún hoy se utiliza en teología, resulta ser a posteriori una mera metáfora. Incluso podríamos decir que lo que se quería decir con esta metáfora era hasta ahora -por decirlo sin rodeos- una ficción. Como ya he dicho, parece una provocación. Pero rechazar esta afirmación por este motivo sería erróneo. Pues no somos en absoluto los primeros en degradar la escatología a una «ficción». En cierto sentido, esta degradación es tan antigua como la propia escatología. Este proceso de degradación también tiene una larga historia. En realidad, se remonta a aquel momento en que Jesús envió a sus discípulos con las palabras «No habréis atravesado las ciudades de Israel hasta que venga el Hijo del hombre», sin que el Hijo del hombre hubiera llegado nunca. Pues el viejo mundo seguía en pie y continuaba funcionando. La desilusión por el fracaso de la Parusía o el fin de tener lugar, o mejor dicho, la desilusión por la continuación del mundo, fue el modelo de desilusión que duraría siglos, hasta que la Parusía finalmente fue reinterpretada en algo que ya había sucedió. (Como en las representaciones de la resurrección y del fin del mundo en los siglos III y IV, que consideraban lo esperado como algo que ya había sucedido: el futuro ya era parte del pasado. Véase Matin Werner, Die Entstehung des christlichen Dogmas, Berna 1941.)

¿Pero no pareció el apocalipsis degradarse al estatus de ficción durante ese continuo de siglos de esperanzas decepcionadas? Los medios (a veces engañosos) que se utilizaron para mantener la esperanza a pesar del interminable retraso de la Parusía no pueden tratarse aquí. El apocalipsis no fue degradado a ficción porque de repente surgiera una amenaza real de un apocalipsis de un tipo completamente diferente, como ocurre hoy, sino porque, en la medida en que la predicción no podía ser comprendida y no se le podía dar significado en un contexto teológico, Parecía ser una mera profecía falsa. El celador del Ponto ya debilitó su propia profecía con las palabras: «Si no sucede como he dicho, entonces no sigáis creyendo en la Escritura, sino que cada uno de vosotros haga lo que quiera».

Eso significa que no sólo el “¿cuándo?” tendría lugar el apocalipsis fue discutido; También existían dudas sobre si la caída divina [Untergang] se produciría en absoluto. Sin embargo, estas dudas no fueron causadas por el surgimiento de una amenaza real como la que enfrentamos hoy, sino más bien por la persistencia del mundo, que refutó las expectativas apocalípticas a diario, si no demostrando que eran mentiras descaradas.

En lo que respecta a los cristianos de hoy, si todavía creen en un colapso [Untergang], creen en ese fin del que aprendieron en la escuela de la iglesia. En otras palabras, no se les ocurre ver un presagio en la situación que hoy nos hemos creado. Pero digo de manera restringida: “si es que lo hay”. En realidad, la no parusía de Cristo ha hecho que el componente apocalíptico de la fe sea increíble durante los últimos mil quinientos años. La sustitución por parte de Bultmann del cristianismo escatológico por uno “existencial” no es más que la última versión de una neutralización del apocalipsis que en realidad ha existido desde Agustín. Para Agustín, la Iglesia era la «Civitas Dei». El reino venido, en virtud de su llegada, hacía superflua la esperanza de la Segunda Venida. No, ya en tiempos de Pablo el concepto y la imagen del apocalipsis eran ambiguos. Y la imagen que Pablo tenía del apocalipsis no era lo único ambiguo. Los «sentimientos apocalípticos» (si podemos utilizar este término), o la mentalidad hacia el apocalipsis, también era ambigua. Me refiero aquí a la ambivalencia de esperanza y miedo que se produce tan rápidamente ante el esperado apocalipsis, y que al final se desambigua en miedo; así como a la confusión que supone no saber si el reino prometido debía concebirse como algo que estaba por llegar o si ya estaba ahí.

Esta situación de una «Parusía retardada», que con razón desempeña un papel decisivo en la historia religiosa protestante contemporánea, es la situación a la que se enfrentaron Pablo y su generación (primero Albert Schweitzer, después Werner Elert, entre otros). Es la única situación anterior a la nuestra en la que la gente se vio obligada a insistir en la catástrofe pronosticada a pesar de que aún no había sucedido para no tener que renunciar al credo principal de su fe. Por esta razón, esta situación es tremendamente perspicaz para nosotros como modelo de nuestra propia situación. De inmediato tuvieron que admitir que la catástrofe aún no se había producido, pero que, en cierto sentido, ya estaba ahí. En resumen: era una situación que había que entender como un periodo [Frist], como un periodo de tiempo [Zeitraum] que se definía por sus limitaciones e inconsistencias, es decir, por su «finis». Este periodo de tiempo finito no sólo estaba ligeramente iluminado u oscurecido por el «finis«, sino que siempre estaba ya completado por el «finis«. Es decir: se podía entender el advenimiento (del fin y del reino) como un proceso que requería y a la vez completaba el tiempo, como un proceso en el que uno ya podía encontrarse dentro -algo así como un trineo que corre imparable hacia el abismo, que ya ha llegado a una situación catastrófica antes de que se haya estrellado realmente contra el abismo.

Y así es exactamente como vemos la situación que tenemos ante nosotros.

 

Sinopsis sobre el Apocalipsis cristiano y atómico

Una comparación sinóptica de las expectativas de apocalipsis en el cristianismo apostólico con las expectativas de fin actuales ayudará a aclarar las cosas. Lo que tienen en común es

  1. Entonces era necesario dejar claro a todos los contemporáneos que no vivían en una época cualquiera, sino en una (y eso significa eo ipso: en la) época [Frist]. Hoy como entonces.
  2. En aquel entonces, el esperado fin era recibido con incredulidad general o incluso con desprecio. «Y sabéis que en los últimos días vendrán los satíricos a decir ‘¿dónde está la gran promesa?». Hoy como entonces.
  3. En aquel entonces (para Pablo), la existencia del mundo [das Dasein der Welt] en el tiempo entre la Crucifixión y la Segunda Venida se consideraba como un mero estar quieto [Noch-Dasein]. Hoy como entonces. El mundo entre Hiroshima y la guerra nuclear total sigue existiendo, pero sólo sigue existiendo.
  4. En aquel entonces era necesario evitar que el fracaso de la Segunda Venida y de la materialización del reino de Dios se malinterpretara (o mejor dicho: se entendiera correctamente) como una prueba contraria a la verdad de la Anunciación. Con este fin, todos los esfuerzos intelectuales, y especialmente los de Pablo, se dirigían a desmentir el hecho de que el mundo siguiera existiendo sin cambios para demostrar que la situación escatológica ya estaba «ahí». Al mismo tiempo, Pablo tuvo que explicar a los creyentes que el gran cataclismo ya había comenzado, o mejor dicho, que todos los que murieron con el mundo ya habían sido redimidos en Cristo. Hoy como entonces. También hoy es necesario evitar que el hecho de que la catástrofe no haya ocurrido todavía se considere una prueba contraria a la posibilidad real de que ocurra, evitar que el «todavía no» se malinterprete como «nunca». También nosotros debemos centrar todos nuestros esfuerzos intelectuales en rechazar la idea de que el mundo sólo sigue ahí y no puede cambiar, en hacer que los hechos de hoy se reconozcan como presagios y en demostrar que la situación escatológica ya se ha producido.

 

Lo que es diferente es:

  1. En aquel entonces, la esperada caída nunca se hizo realidad. A grandes rasgos, esta expectativa era infundada. Por el contrario, esperar una catástrofe hoy está totalmente justificado. Comparado con el tipo de desastre que debemos anticipar hoy, el discurso apostólico sobre el apocalipsis parece un mero delirio. No hablamos metafóricamente cuando llamamos «apocalíptico» a lo que tenemos delante. A la luz de nuestra situación, la forma en que la gente hablaba del «fin» entonces era metafórica. 
  2. Entonces, el fin era algo meramente causado por los humanos. Esta vez, por el contrario, es algo que los humanos han creado directamente. Entonces, anticipábamos el fin porque éramos culpables. Hoy, somos culpables de manufacturar el fin.
  3. El mensaje de entonces era alegre. Significaba «el futuro ya ha comenzado». Por el contrario, el mensaje de hoy es sencillamente aterrador. Significa «el sin futuro ya ha comenzado».
  4. En aquel entonces, la esperanza escatológica constituía el curso de la «historia», ya que la antigua naturaleza cíclica del tiempo, que había sido prohibida para toda la historia, quedaba abolida [aufgehoben] por el hecho de que todo lo que quedaba discurriría hacia delante por una calle de sentido único en dirección al «reino». Por el contrario, cuando anticipamos el fin, anticipamos el fin de la historia. Dicho de otro modo: puesto que el reino de Dios sólo quedó garantizado por la muerte sacrificial de Cristo, esta muerte transformó todo el período de tiempo anterior a esta garantía en algo antiguo. La historia se hizo posible porque ahora los acontecimientos del mundo podían articularse en dos periodos de tiempo (o si se cuenta el tiempo hasta el juicio final como otro periodo de tiempo, entonces incluso en tres). Para nosotros, en cambio, la posibilidad del fin transforma el pasado ya concluido en algo que estaba ahí como si nunca hubiera sucedido. Es decir: se des-historizó retroactivamente, si no-sit venia verbo-«des-ontologizó».
  5. Entonces, ante la imposibilidad de que se materializara el fin, era necesario tranquilizar a todos los «Hermanos» decepcionados diciéndoles que quien muere con este mundo ya tiene su fin detrás, ya vive y está redimido por Cristo. Nuestra tarea, por el contrario, consiste en utilizar la información que nos indica que ya nos encontramos en una situación escatológica para evitar que el «eschaton» se materialice.
  6. Hoy en día, el hecho de que tengamos que vivir bajo la amenaza de un apocalipsis auto-creado plantea el problema moral de una forma totalmente nueva. Nuestra tarea moral no surge de la cancelación del reino esperado, del juicio de Dios o de Cristo (como esperaban Daniel y todos los demás apocalípticos). Nuestra tarea moral surge porque nosotros mismos, por nuestras propias acciones, somos responsables (no como jueces, pero sí) de decidir si nuestro mundo permanecerá o desaparecerá. Somos los primeros en esperar no el reino de Dios después del fin, sino nada en absoluto.

Mientras la expectativa escatológica se consideró un mero «engaño», el apocalipsis, independientemente de que se tratara de un breve periodo o de todo un milenio, se entendió sólo como un preludio del reino de dios. Hoy el apocalipsis es técnicamente posible e incluso probable, y nos enfrentamos a él por sí mismo: nadie espera que le siga el «reino de Dios». Ni siquiera el propio Cristo.

O dicho de otro modo: desde una perspectiva moral, la situación es nueva porque si la catástrofe se produjera, estaría provocada por el hombre. Cuando ocurra, será obra del hombre. Hasta ahora, los apocalipsis siempre se han considerado sólo consecuencias de la actividad humana (es decir, como castigo por la corrupción); o incluso como la catástrofe final (la irrupción del reino tanto en el cielo como en la tierra). El apocalipsis actual, en cambio, no sería sólo el resultado de nuestro estado moral, sino el resultado directo de nuestras acciones, nuestro producto.

***

No podemos estar seguros de si hemos llegado ya al final de los tiempos. Lo que es cierto es que vivimos en el tiempo del fin, permanentemente. Lo cierto es que el mundo en el que vivimos es incierto.

«En el tiempo del fin» significa: vivimos en una época cuyo final podemos evocar a diario. Y «permanentemente» significa, que el tiempo que nos queda, sigue siendo el «tiempo del fin» porque no puede ser sustituido por otro tiempo, sino sólo por el fin.

No puede ser sustituido por otro tiempo porque somos incapaces de no-ser-capaces, de repente, de hacer lo que somos capaces de hacer hoy (a saber, prepararnos para el fin).

Es posible que consigamos -ya no tenemos derecho a esperar mejor suerte- retrasar el final, ganar una y otra vez la lucha contra el fin de los tiempos, es decir, hacer que el fin de los tiempos sea interminable. Pero aunque lo consigamos, el tiempo seguirá siendo el mismo: a saber, el fin de los tiempos. Pues sólo estaría garantizado el hoy, nunca el mañana. Y ni siquiera el hoy ni el ayer están garantizados, porque ambos se derrumbarán junto al mañana que se desintegra.

A pesar de toda la incertidumbre, podemos estar seguros de que ganar la lucha entre el tiempo del fin y el fin de los tiempos es la tarea que se nos ha asignado hoy y a todos los que vengan después de nosotros. Podemos estar seguros de que nosotros y todos los que sigan nuestra estela no tendremos más tiempo para retrasar esta tarea porque (como se dijo en un texto anterior, aunque ahora totalmente cierto) «En los últimos tiempos el tiempo pasa más deprisa que en los primeros, y las estaciones y los años empiezan a correr» (Esdras 4:26).

Podemos estar seguros de que debemos correr más rápido que la gente en épocas anteriores, incluso más rápido que el propio curso del tiempo; de modo que sobrepasemos el curso del tiempo y aseguremos su lugar en el mañana antes de que el propio tiempo llegue al mañana.

Autor: colapsoydesvio

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